Individualismo o ciudadanía

Las sociedades nunca fueron tan plurales como hoy porque nunca antes los ciudadanos tuvieron tanta capacidad de elección.
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En Europa tratamos de sobreponernos al último embate del terrorismo islamista, esta vez en Barcelona, donde la tragedia se ha mezclado inevitablemente con el sustrato político nacionalista que gobierna todas las horas de Cataluña. En Estados Unidos, el presidente Trump se ha visto envuelto en el enésimo escándalo desde que ocupara la Casa Blanca, a razón de sus coqueteos con el movimiento supremacista blanco.

Estas noticias estivales dan cuenta de las tensiones que protagonizan el momento histórico presente, atravesado de conflictos en los que la raza, la religión, la nación o la lengua continúan jugando un papel importante. Estas fricciones parecen plantear una paradoja o, al menos, una reacción contra el mundo globalmente diverso, integrado económicamente, orgulloso de un individualismo que rinde culto al cuerpo, al ocio, al hedonismo.

Efectivamente, las sociedades nunca fueron tan plurales como hoy porque nunca antes los ciudadanos tuvieron tanta capacidad de elección: desde dónde quiero vivir hasta mi opción política predilecta, pasando por el aceite de mis galletas, el destino de mis vacaciones, la serie de televisión que prefiero, el deporte que practico o el periódico que leo. Jamás hubo tanto donde elegir.

Esa variedad de posibilidades se traduce en millones de combinaciones posibles para dar forma a nuestra identidad. Por supuesto, sigue habiendo packs ideológicos o identitarios, pero estos también son cada vez más diversos. La identidad de una mujer de treinta años que vive en Europa en 2017 puede estar definida por su actividad profesional, su orientación sexual, sus aficiones, sus preferencias políticas, sus creencias religiosas, su apego nacional, su dieta, su relación con los animales y el medio ambiente, sus gustos culturales o su decisión de ser o no madre, por poner solo algunos ejemplos.

Hasta hace algunos siglos, sin embargo, el grueso de quienes vivían en Europa podían definirse dentro de la categoría de campesinos cristianos. Esta abundancia identitaria sobrevenida y acelerada por el desarrollo tecnológico ha llevado a muchos a relacionar la posmodernidad con un cierto narcisismo, que habría terminado por provocar una reacción (populista, nacionalista) de tintes antimodernos. La reacción explicaría, según algunos analistas, la derrota electoral de una Hillary Clinton que mostró una querencia excesiva por apelar a grupos identitarios cada vez más fragmentados.

Es muy probable que la inercia individualizadora y la fragmentación de las identidades tenga algunos efectos indeseados y hasta perversos, que tienen que ver con el debilitamiento de la cohesión social, el aislamiento y el socavamiento del espacio público para la convivencia. No obstante, cabe preguntarse hasta qué punto la tendencia es reversible y si puede imputarse a un determinado estilo político. Quizá Clinton se equivocara al construir su estrategia electoral sobre la activación de clivajes, pero esas identidades fragmentadas a las que la candidata apelaba estaban allí antes de que ella llegara y no van a desaparecer porque tienen mucho que ver con el andamiaje sobre el que está edificado Occidente.

Tan pronto como comienza la división del trabajo y la especialización se pone en marcha un engranaje que conducirá inexorablemente a la fragmentación de las identidades. Así, el capitalismo es un sistema económico que favorece como ningún otro el individualismo. Pero ese individualismo es un elemento con un arraigo que antecede en Europa al auge de la economía de mercado.

Es antiguo y conocido el trabajo de Max Weber que relaciona la Reforma protestante con una inclinación favorable a las ideas del capitalismo. La doctrina reformada promovió las ideas del libre examen y una predestinación que solo dependía de la fe del creyente, y de la que había que buscar signos en el éxito económico individual. Además, la imprenta facilitaría la traducción de la palabra de dios a las lenguas vernáculas, acercando la religión al ámbito doméstico y privado.

No obstante, antes de la Reforma, el cristianismo ya había tenido en Europa efectos individualizadores. El demógrafo John Hajnal ha documentado que, al menos desde 1400, los europeos mostraban un patrón matrimonial distinto al de cualquier otro lugar del mundo: se casaban más tarde, había más personas que no se casaban nunca, tenían de media menos hijos, las mujeres participaban más del mercado laboral y, al casarse más tarde, tenían más oportunidades de acumular propiedades, lo que repercutía en una mayor igualdad en los hogares.

Hajnal observó que los europeos gozaban de mayor libertad para disponer de sus tierras y sus bienes, así como para tomar decisiones sobre el matrimonio, la propiedad y otros asuntos personales, sin necesidad de dar cuenta ni contar con el visto bueno de un gran número de parientes, tal como sucedía en sociedades más patrimoniales o tribales. Es decir, en contra de lo que cabría esperar, no fue el desarrollo político y económico el que inclinó Europa hacia el individualismo, sino que el individualismo estaba ya en la base de ese desarrollo, precediendo a los hitos históricos popularmente asociados a él, como la Reforma, la Ilustración o la Revolución Industrial.

Concretamente, Francis Fukuyama considera que tiene su origen en la conversión al cristianismo de las tribus germánicas que invadieron el Imperio romano y que el agente fue la Iglesia católica, aunque por razones que son mucho más materiales que religiosas. La élite eclesiástica promovió conductas individualizadoras como medio para socavar el poder de los clanes familiares que limitaban su propio poder. Así, prohibió los matrimonios entre parientes cercanos o con viudas de parientes fallecidos (el llamado levirato), la adopción de niños o el divorcio, todas ellas prácticas usadas habitualmente para conservar la propiedad en manos de las familias y garantizar su transmisión a la descendencia.

Al mismo tiempo, la Iglesia promovió los derechos de propiedad de las mujeres y su capacidad para tomas decisiones sobre la compraventa de bienes sin consentimiento familiar. Era frecuente que una mujer joven que enviudaba se casara con el hermano de su marido fallecido. Con la prohibición de esta conducta y el reconocimiento de los derechos femeninos sobre la propiedad, aumentó extraordinariamente el número de mujeres viudas y sin hijos o solteras que suponían una importante fuente de donaciones para la Iglesia. Las posesiones de tierras de la jerarquía eclesiástica se duplicaron o triplicaron en buena parte de Europa y los linajes agnaticios que dominaron la escena tribal iniciaron una decadencia definitiva.

Como alternativa al modelo organizativo basado en el parentesco apareció el feudalismo, que sustituyó la importancia del estatus social y familiar por la idea de “contrato”, como un acuerdo suscrito de manera nominalmente voluntaria entre dos partes. De este modo, el vasallaje constituyó un contrato social en el que se intercambiaban protección por servicio, y que sentaría las bases para el desarrollo político y económico posterior, ahondando en la senda del individualismo.

En otras grandes culturas como la india, la otomana o la musulmana, la idea patrimonialista ha continuado gozando de gran presencia, dejando un amplio margen de influencia a los clanes familiares. Incluso en China, donde apareció el primer Estado digno de llamarse moderno, el confucianismo logró devolver a los linajes tribales la influencia perdida durante los gobiernos del periodo “legalista”, basado­s en una administración despersonalizada y meritocrática, aunque despiadada.

Por tanto, puede decirse que el individualismo ha sido un rasgo distintivo de la cultura occidental desde épocas muy tempranas, y que sus consecuencias políticas, económicas y sociales han sido, a grandes rasgos, positivas. Ese arraigo también da una pista de su carácter irreversible. No obstante, sigue cabiendo la pregunta legítima de si el individualismo ha ido demasiado lejos. La crisis económica ha hecho aflorar grandes desigualdades y ha mostrado una realidad dolorosa: las sociedades occidentales han dejado a mucha gente atrás. Todo ello ha dado origen a un malestar que brota, acá y allá, en forma de populismo y nacionalismo, poniendo en jaque a la democracia liberal.

No podemos desandar el camino que emprendió la Iglesia católica hace muchos siglos, ni detener el capitalismo o poner fin al cambio tecnológico que sigue favoreciendo la fragmentación y la individualización. Pero quizá podamos hacer algo por recuperar la cohesión de nuestras sociedades diversas, devolviendo al centro de la política la idea aglutinadora capaz de superar todas las diferencias identitarias: la noción de ciudadanía.

La condición de ciudadanos es la que nos iguala a todos en dignidad, en libertades y en derechos. La ciudadanía es una cámara de rayos X a través de la cual los hombres y mujeres más distintos aparecen como semejantes. No se trata de retornar a los días de la uniformidad que persiguen los reaccionarios, sino de aceptar con naturalidad la diferencia, sin olvidar que el paraguas democrático que la recoge es el mismo que nos convierte en iguales, que nos hace ciudadanos.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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