En el año 221 a.C. la dinastía Qin había logrado unificar China en torno a un Estado centralizado, con una administración burocrática designada bajo criterios meritocráticos. Europa tardaría casi mil años más en conseguirlo. Sin embargo, para el año 206 a.C. el emperador había muerto y la dinastía había caído, incapaz de sofocar las numerosas insurrecciones que se habían declarado a lo ancho de su vasto territorio.
La revuelta original estuvo protagonizada por un grupo de 900 reclutas que se dirigía a cumplir el servicio militar cuando fue sorprendido por un temporal de lluvia que retrasó la expedición. Las leyes que ordenaban la vida bajo la dinastía Qin eran crueles y a menudo comportaban castigos desproporcionados para faltas leves. El sistema se conoce como “legalismo”, aunque su sentido esté muy alejado de lo que hoy entendemos por principio de legalidad: las leyes no eran sino la codificación de la voluntad del emperador, que entendía el poder como un ejercicio enfocado a su propio beneficio. El régimen era totalitario, punitivo y confiscatorio, hasta el punto de que un campesino debía entregar las dos terceras partes de su cosecha en concepto de impuestos.
En el caso de los reclutas sorprendidos por las inclemencias meteorológicas, el legalismo sancionaba el retraso, cualquiera que fuera su causa, con la pena de muerte. Conocedores del destino que el régimen les reservaba, los instigadores de la insurrección, Chen She y Wu Guang, decidieron que no tenían nada que perder si se rebelaban. Su ejemplo cundió y se replicó en numerosos lugares de China, propiciando la caída de la dinastía Qin solo 14 años después de su proclamación.
Los Monty Python ilustraron a la perfección, desde el humor, las consecuencias disruptivas de un sistema de penas desproporcionadas en esa hilarante escena de La vida de Brian en la que un desdichado harapiento va a ser lapidado por haber pronunciado el nombre de Jehová. Como no puede ser de otro modo, el verdugo acaba apedreado por idéntico delito y el reo termina coreando el nombre de Jehová, con choteo y baile incluidos.
El incentivo a perseverar en la falta cuando ya no cabe la redención lo expresa muy bien el personaje al que interpreta Leonardo DiCaprio en Érase una vez en Hollywood. Rick Dalton, un actor encasillado que trata de relanzar su carrera, está rodando una escena en la que hace, otra vez, de villano de western. Ha tomado a una niña como rehén en una taberna y amenaza con matarla, apuntando a su cabeza con un revólver. Cuando alguien trata de disuadirlo advirtiéndole que el asesinato se paga con la horca, el pistolero da prueba de que no vacilará respondiendo que el castigo por secuestrar a una niña es también la horca: “Pero solo pueden colgarme una vez, ¿verdad?”.
Puede que Tarantino y los Monty Python hagan ficción, y que la China Qin quede muy lejos. Sin embargo, sus enseñanzas son válidas fuera de la pantalla en esta España nuestra de 2020. No para ajustar las penas a derecho, claro, tarea acometida hace muchas décadas. Pero sí para abordar el régimen de disciplina interna de nuestros partidos políticos, obligados a buscar un equilibrio virtuoso que permita limitar la discrepancia pública de sus miembros sin pretender ahogarla. Porque el aparato que interpreta la disonancia como una traición imperdonable está mandando a la militancia un mensaje que incentiva la persistencia en la divergencia: si no cabe el perdón, no hay nada que perder por elevar el tono del desacuerdo.
Los partidos políticos precisan de mecanismos de deliberación internos que permitan ventilar privadamente los intercambios de parecer propios de una organización democrática, pues sabemos que los votantes penalizan a las formaciones que perciben poco cohesionadas. Sin embargo, esta unidad de discurso no puede procurarse a costa de hurtar la discusión o aplacar al discrepante. De lo contrario, la insurrección se propagará como aquella que acabó con la dinastía Qin. Alguien echará cuentas y concluirá que no pueden colgarlo dos veces y, así, no tardará en escucharse al coro de condenados: ¡Jehová, Jehová, Jehová!
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.