La cadena perpetua no construye seguridad

La idea de que la dureza funciona mejor que el tratamiento profesional es, además de falsa, peligrosa.
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España rechazó en los 70 incluir en su Constitución la pena de muerte y la cadena perpetua, por considerarlas inhumanas y degradantes. Se abre ahora este debate, avanzado el siglo XXI, sin que el más mínimo dato de la realidad lo justifique y siempre al calor de hechos puntuales que conmocionan a la opinión pública. Siempre con argumentos falaces.

Ya en 2003, con la aprobación de la LO 7/2003, bajo el título Medidas de Reforma para el Cumplimento Íntegro y Efectivo de las Penas, se reformaron varios artículos del Código Penal. Desde entonces, una persona puede ser condenada a 40 años de prisión. 40 años es en la práctica una cadena perpetua de duración mayor que la que regulan los países que formalmente tienen contemplada la cadena perpetua en sus códigos.

Cuando se aprobó esta Ley, el Gobierno explicó a la opinión pública que era para que los presos de ETA cumplieran una pena mayor, ya que no saldrían de prisión hasta que cumpliesen 40 años de condena. Lo cual, obviamente, no era cierto. Y no lo era porque el propio Código Penal lo impide en su Artículo 2: “No será castigado ningún delito con pena que no se halle prevista por ley anterior a su perpetración”. Por lo tanto, no era de aplicación a los que entonces estaban en prisión o habían cometido un delito con anterioridad.

Pese a ello, a la opinión pública y a las víctimas se les presentó esta reforma del Código como una medida de aplicación inmediata. Pero los presos de ETA siguieron saliendo de prisión a medida que completaban el cumplimiento de sus condenas, según el código en vigor por el que habían sido condenados.

Después llegó la llamada doctrina Parot, que pretendía la retroactividad en la aplicación de disposiciones penales desfavorables, y que se presentó de nuevo como la fórmula que mantendría en prisión más años a los presos de ETA, y que acabó siendo derogada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Más tarde, en 2015, se aprobó la prisión permanente revisable, presentada en un paquete de medidas legales contra el terrorismo yihadista. Ahora se debate si va a mantenerse, ampliando incluso sus destinatarios, sus efectos.

La tentación de usar de manera torticera el Código Penal como única alternativa frente a problemas que no se sabe cómo afrontar ni resolver se combina con la utilización demagógica de la preocupación por los delitos más crueles y con un escaso respeto a nuestro marco normativo, a los principios que establecen la Constitución y nuestras leyes, contrarias a las penas inhumanas y degradantes.

El endurecimiento del Código Penal se presenta como una fórmula para incrementar la seguridad, pero es fácil comprobar que estas medidas nada tienen que ver con la comisión o no de nuevos delitos, con la seguridad ni con la prevención. Quien comete un delito terrible, de los que encajarían en las normas modificadas, no deja de hacerlo si la condena prevista es de 30 años o de 40 o de toda la vida. El incremento de la pena no actúa como elemento disuasorio en estos casos.

La protección de la sociedad de la acción de desalmados debe ser, desde luego, un objetivo. Conseguir esa protección es uno de los sentidos de la privación de libertad y para ello se aparta temporalmente de la sociedad a quien ha cometido un delito. Nuestras leyes prevén, además, acciones de reeducación para evitar que vuelva a hacerlo cuando recobre la libertad. La mayor parte de las personas condenadas lo están por delitos menos graves y completar con éxito esos programas de tratamiento contribuye sin duda a evitar que reincidan y que cometan otros delitos de mayor gravedad.

El sistema penitenciario español está orientado a la reinserción (aunque no tenga todos los medios para hacer su trabajo) y es eficaz. España es un país que tiene una tasa de criminalidad muy por debajo de los países de nuestro entorno. Y en los delitos más graves todavía estamos más abajo en la tabla. Según las estadísticas del Ministerio del Interior de España, basadas en los datos de Eurostat, España sería el país con menor tasa de homicidios de la UE, si exceptuamos Austria. Entre 2005 y 2016, el número de muertes violentas ha descendido en España un 43%.

Tenemos unas fuerzas de seguridad y unos funcionarios penitenciarios muy competentes y un marco legal muy adecuado para que hagan su trabajo. El sistema de seguridad funciona razonablemente bien. Sin embargo, la impresión que se transmite a la ciudadanía es la contraria. Sería muy prolijo explicar qué mecanismos se utilizan para que se instale en la mentalidad de la mayoría la idea de que cada vez hay más delitos y de que cada vez son más graves, pero desde luego nada es inocente. La derecha cree que uno de sus puntos fuertes ante la opinión pública es que representan mejor la defensa de la seguridad, frente a la izquierda que representaría la defensa de la libertad. Por eso se presentan como valores contradictorios, antagónicos. Pero España ha demostrado que, cuanto más se ensancha la libertad, mejor va la seguridad. Las cifras no mienten.

La idea de que la dureza funciona mejor que el tratamiento profesional es, además de incierta, peligrosa. Nos conduce a una espiral inquietante de endurecimiento del sistema sin que haya ninguna razón objetiva detrás. España tiene un buen nivel de seguridad, cada vez mejor. Deberíamos apreciar el buen funcionamiento del sistema, aunque tenga obviamente insuficiencias y fallos. Pero algunos están empeñados en alentar el miedo de la sociedad y en presentarse como salvadores frente a una supuesta inseguridad extrema. Diagnóstico equivocado, receta equivocada, deriva peligrosa de nuestra democracia.

La cadena perpetua revisable (todo es revisable, claro) hará necesario formar a los funcionarios de prisiones para que sepan cómo se debe trabajar con alguien que no tiene horizonte; tendrán que programarse actividades, no de preparación para la vida en libertad, sino para que puedan afrontar la reclusión permanente; habrá que disponer de más psicólogos y psiquiatras para evitar que la desesperanza no se traduzca en violencia hacia ellos mismos o hacia otros. Nuestras prisiones cambiarán y con ellas nuestra democracia de la que son espejo.

La cadena perpetua es, además de innecesaria para nuestro sistema de seguridad e ineficaz para la prevención del delito, una pena inhumana y degradante. Para muchos, es un castigo más cruel que la pena de muerte porque es condenar a alguien a vivir el resto de su vida sin horizonte, sin esperanza, sin futuro. Por eso tantas personas condenadas a perpetuidad acaban quitándose la vida. Esta es una siniestra realidad que viven algunos sistemas penitenciarios de algunos países que mantienen esta pena.

Ni siquiera cuando el azote del terrorismo se cobraba cada año decenas de víctimas se atrevió nadie a suscitar el debate de la cadena perpetua. Eran otros tiempos y la conciencia democrática era más sensible a ciertas cosas. Tampoco conocíamos este populismo punitivo en el que llevamos instalados todo el siglo XXI, que ha encontrado la respuesta más fácil y más inútil ante cada problema que conmueve o preocupa a nuestras sociedades: hacer una nueva ley que castigue con más dureza que la anterior las conductas. Como si la promulgación de la ley actuase como escudo protector frente a la irracionalidad, el fanatismo, las distorsiones de la personalidad…

Hay muchas cosas que podemos y debemos hacer para mejorar la seguridad, para prevenir, para detectar, para evitar que el terror actúe. Instaurar la cadena perpetua no es una de ellas.

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Mercedes Gallizo es diputada por el PSOE en la Asamblea de Madrid. Entre 2004 y 2011 fue directora general de Instituciones Penitenciarias. Es autora del libro Penas y personas. 2.810 días en las prisiones españolas (Debate, 2013).


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