La dignidad del Congreso

Las paredes del Congreso de los Diputados dan cuenta de nuestra historia, de sus mejores días y también de los más duros.
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Llegué al Congreso de los Diputados hace ahora dos años. Fue tras las elecciones de 2015, que pondrían fin al bipartidismo imperante, transformando el paisaje parlamentario. Con los nuevos partidos llegamos también los jóvenes, de forma que los pasillos, la cafetería, los despachos se poblaron de veinteañeros en vaqueros y zapatillas.

Es posible que en el imaginario social el Congreso no goce de gran prestigio, pero a mí no se me ocurría un lugar más digno para trabajar. Desde niña había creído que la política era la herramienta más poderosa que había para cambiar la vida de las personas y mejorar un país y, de repente, allí estaba yo, en el lugar donde se hacen las leyes.

Cada mañana durante los dos primeros meses traspasé con idéntico asombro las enormes puertas del palacio de 1850. Recorría con pasos amortiguados por las gruesas alfombras de la Real Fábrica de Tapices el camino hasta mi puesto, girando la cabeza a cada lado para contemplar los retratos de quienes alguna vez presidieron las Cortes. Desde sus ornamentados marcos me miraba la mitad del callejero de Madrid: Argüelles, Sagasta, Espartero, Ríos Rosas, Cánovas, Salmerón.

Las paredes del Congreso dan cuenta de nuestra historia, de sus mejores días y también de los más aciagos. Están las huellas liberales de Cádiz y está Julián Besteiro, inmortalizado en el despacho donde esperó, incauto, una clemencia que no llegaría. Está Torcuato Fernández-Miranda, arquitecto de una transición que no vio concluir. Está Luisa Fernanda Rudi, hasta el momento el único rostro de mujer entre las decenas de cuadros, de la que los ujieres veteranos suelen hablarme como la mejor presidenta que han conocido.

Algunos lectores habrán tenido ocasión de visitar el Congreso en sus jornadas de puertas abiertas. A quienes no lo han hecho se lo recomiendo encarecidamente. Ya en el hemiciclo, destacan los nombres de los comuneros, Padilla, Bravo y Maldonado, ocupando el lugar de importancia que tal vez ya no tengan, ni en las calles ni en las aulas. Sin embargo, aquella rebelión castellana reunió las condiciones para ser llamada protoliberal, con reivindicaciones sobre la representación y la fiscalidad que después dieron origen a las revoluciones burguesas, de La Fronda a la Revolución Gloriosa, y luego, de las Trece Colonias a la Revolución Francesa.

Junto a ellos brillan también los héroes del 2 de mayo. Por encima de hazañas bélicas, esos nombres nos señalan el nacimiento de la soberanía nacional que guiará el espíritu liberal de las Cortes de Cádiz. Ese liberalismo sobrevivirá con dificultad a los siglos XIX y XX. Irrumpirá para ser después aplastado por la reacción una y otra vez, dejándonos para el recuerdo algunos episodios memorables.

Junto a las tribunas del parlamento se guarda la carta de despedida que un sereno general Torrijos escribió a su esposa antes de ser fusilado en las costas de Málaga, un siglo antes de la Segunda República. El texto pone los pelos de punta por la entereza y el sentido de la responsabilidad de un hombre consecuente, que iba a perder la vida con 40 años por enfrentarse al absolutismo. Su lectura es especialmente recomendable estos días en que los enemigos de la democracia liberal pretenden investirse desde un escondite: “Voy a morir, pero voy a morir como mueren los valientes”, le decía a su “amadísima” Luisa.

Cien años después, la mujer ya no sería solo la receptora pasiva de desgracias maritales. Otra liberal, Clara Campoamor, “ciudadano antes que mujer”, convencería a sus colegas, desde una tribuna que veo cada día, de la necesidad del sufragio femenino. Lo hizo con la misma pasión y la misma convicción que habían guiado antes a Torrijos: “Nadie como yo sirve en estos momentos a la República española”, proclamó, cerrando un debate para la historia.

Tras la guerra civil, el Congreso sería un edificio de fantasmas, solo rehabilitado, en su acepción física, pero también moral, con el retorno de la democracia. Una democracia que hoy parece sólida y por la que sigo paseando en vaqueros y zapatillas, pero cuya conquista fue ardua. No solo hay pinturas, bustos, tapices, lámparas y alfombras en nuestro parlamento: también hay cicatrices, decenas de disparos nunca reparados en sus paredes y sus engalanados techos. En medio de toda la decoración esmerada tienen la misión de recordarnos lo frágil que es la libertad.

Bajo esos agujeros de bala que nos dejó la reacción, nuestros diputados han seguido votando leyes como la del matrimonio igualitario. Por mi parte, comienzo mi tercer año entre estos muros con el mismo respeto que el primer día, y con el convencimiento de que la política ha de ser una actividad dignísima. 

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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