La discapacidad no es una cuestión de lenguaje

Pido a los activistas biempensantes que pululan alrededor de las organizaciones que dicen defender los derechos de las personas “con diversidad funcional” que dejen de imponer su criterio a la hora de definirnos como colectivo.
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“La discapacidad es una putada”. Esta oración simple cayó como un jarro de agua fría entre los colegas que nos tomamos unas cañas después de un seminario de doctorandos. Estábamos hablando del tema y se pensaban que yo apoyaría el argumento de que el problema de la discapacidad es eminentemente social y, por tanto, es la sociedad la que tiene el problema al no aceptar la diversidad. Expuse las razones que sustentaban esta afirmación y les agüé el afterwork a mis colegas, pero creo que tenía el deber ético de mostrar algunas de las consecuencias prácticas de las teorías –más bien, la teoría hegemónica del modelo social de discapacidad– que tan alegremente pulula por la universidad. 

No defenderé que solo las personas con discapacidad pueden pronunciarse sobre el tema. Nadie en su sano juicio impediría a una fisioterapeuta pronunciarse sobre los avances de un paciente afectado de parálisis cerebral con el argumento de que ella no los ha vivido en sus propias carnes. Pero sí me atrevo a solicitar a los activistas biempensantes que pululan alrededor de las organizaciones que dicen defender los derechos de las personas “con diversidad funcional” que dejen de imponer su criterio a la hora de definirnos como colectivo –no es lo mismo tener un 33% de discapacidad que un 70 o un 90%, no es comparable la discapacidad física con la intelectual– y se dediquen a tratar de buscar soluciones a los innumerables problemas que sufren cada día millones de personas. Una pista: el lenguaje es el menor de nuestros problemas y retorcerlo no cambia la realidad.  

Por mucho que en la legislación cambien los términos, un niño con debilidad motora en un lado del cuerpo se verá diferente a sus compañeros en Educación Física y no podrá hacer algunas de las cosas que sus compañeros hacen con soltura si no quiere quedarse postrado en una silla de ruedas. Y eso fastidia y molesta, porque a nadie le gusta sentirse diferente, queremos ser tratados como los demás. No hay nada de lúdico en tener una hemiparesia, por mucho que haya algunos cursos formativos en la universidad que intenten buscar “lo lúdico” en la diversidad (esto es, en lo que conocemos como discapacidad). 

Por mucho que en la universidad entonen todos los 3 de diciembre –por si no lo saben, el Día Mundial de la Discapacidad– un canto a la “maravillosa diversidad” física y psíquica reinante en las aulas, la realidad es que solo un porcentaje muy pequeño de las personas con discapacidad llega a la universidad. Y de ese porcentaje la inmensa mayoría tenemos una discapacidad de tipo físico, lo cual (como podrán deducir) no impide desempeñar labores intelectuales. Además, hay un sesgo de clase importante como explicaré más adelante. 

En mi afán de arrojar algo de luz sobre este asunto, me he lanzado a explorar algunas de las razones por las que mis colegas del seminario y las organizaciones que dicen representarnos han acogido con tanto alborozo “el modelo social” y el término estrella de “diversidad funcional”. Porque resulta que los que menos usamos el “término adecuado” somos los supuestamente beneficiarios. ¿Qué nos ocurrirá para que seamos los primeros en seguir empleando el término discapacidad e incluso reivindicarnos como “tullidos” o “cojos” y quienes no sufren discapacidad alguna se horroricen ante estos términos y conminen a los nuevos docentes a hablar de “diversidad funcional”? 

Exhibición de virtud

Me atrevo a plantear la hipótesis de que somos los primeros en sufrir las contradicciones que anidan en un discurso cuyo fin exclusivamente es permitir a algunos exhibir su virtud ante los demás y sentirse bien consigo mismos sin que el statu quo –una desigualdad socioeconómica creciente– cambie lo más mínimo. Basta simplemente comparar cuánto cuesta una página del BOE y cuánto una silla de ruedas motorizada, un ascensor o los sueldos de los fisioterapeutas escolares, de los maestros de Pedagogía Terapéutica o Audición y Lenguaje que necesitan miles de niños con necesidades educativas especiales. No hay mes en que no salga alguna noticia o petición en redes de padres de niños con discapacidad reclamando que la sanidad pública no deje tirados a los niños necesitados de tratamiento intensivo por sus discapacidades cuando cumplen una determinada edad, que construyan un ascensor en un colegio para que un niño con parálisis cerebral pueda desplazarse libremente por el centro, que proporcionen un técnico de integración social a un niño con Trastorno del Espectro Autista durante toda la jornada escolar (y no solo unas horas para cubrir el expediente de la inclusión), que no aumenten las ratios de las aulas especializadas en Trastornos Generales del Desarrollo… 

Pasemos al ámbito de las relaciones interpersonales. A continuación, ilustro las nefastas consecuencias del paradigma buenista de la discapacidad en dos planos: en las relaciones afectivo-sexuales y en las relaciones entre iguales en la escuela. Creo que son los dos ámbitos que condicionan nuestra existencia de forma más intensa. 

Al mismo tiempo que algunos no tienen recato en hablar de lo que enriquece la diversidad y lo que podemos aprender de ella, vivimos en la época de las aplicaciones para ligar que consideran a los usuarios como mercancía disponible que solo es rentable en la medida en que tengan cierto capital sexual. ¿Cuántas fotos de tíos y tías “disponibles” puede ver una persona que se meta en esas aplicaciones en una hora? ¿50, 60, 100? ¿En qué fotos se habrá detenido? ¿Qué criterios sigue la persona para mover su dedo hacia la izquierda o hacia la derecha? Si no son hipócritas reconocerán que seguramente esa persona se haya detenido en las fotos de personas con “cuerpos normativos”, de los cuales habrán podido pensar “a este tío/ a esta tía me lo follaba”. Luego, si quedan en una cita con alguno de los seleccionados quizá la tía o el tío puede que resulte ser una cabeza hueca que solo tenga cierto capital erótico. Pero no nos engañemos, una persona con un solo brazo, con cojera o con ciertas dificultades en el habla lo tiene difícil en ese mercado, aunque probablemente tenga un mundo interior mucho más rico y sea más inteligente y culta que los que saben que su capital sexual les abre todas las puertas. 

El modelo social de la discapacidad ha encontrado acomodo, especial (y desgraciadamente) en la educación. Habrán oído hablar del derecho humano de todas las personas con discapacidad a la “educación inclusiva”.  ¿Qué significa? Como una de las funciones de la escuela es socializar, y el problema no está en la persona aquejada de una discapacidad sino en la sociedad, lo idóneo es que todos los niños – con independencia de sus capacidades – estén en la misma clase y reciban el mismo currículo con ajustes razonables en caso de que se acredite una necesidad educativa especial. 

En el despacho del sesudo investigador o activista, este argumento puede sonar a música celestial (al menos, de primeras). Todos en una misma aula, compartiendo el mismo espacio y los mismos materiales, ayudándose unos a otros procurando que “nadie se quede atrás”. ¡Han encontrado la fórmula de la Coca-Cola!  Y, sin embargo… 

… la realidad muestra de forma diaria los fallos de un modelo de inclusión que hace aguas por todas partes, porque pretende hacerse a coste cero y no se ha concebido desde el terreno sino por sujetos que, con suerte, habrán pisado un colegio especial de visita. Dudo mucho que los relatores de la ONU –que tanto nos aleccionan sobre inclusión en los informes de seguimiento de la Convención de Nueva York– hayan dado clase a niños con traqueotomía o necesitados de alimentación parenteral, hayan ayudado a asearse a menores aquejados de graves déficits motores o psíquicos, o hayan sufrido la impotencia de aquellos docentes que, en vez de impartir clase de su materia, dedican horas y horas del curso escolar a apagar fuegos. Uno de esos fuegos es el acoso escolar. 

“Seres exóticos”

Los niños no son seres de luz corrompidos por la sociedad sino seres humanos en formación que se relacionan con sus iguales de acuerdo con la ley del más fuerte. La sola constatación de que las personas con discapacidad tenemos casi todas las papeletas para sufrir acoso escolar en los centros ordinarios debería llevar a los investigadores honestos a replantear el modelo teórico hegemónico. Aun así, la razón más poderosa es de tipo ético: ninguna persona debería ser tratada meramente como medio para lograr un fin. Esa fue una de las señales de alarma que me hizo replantearme mi idilio con el modelo social: Kant no aprobaría que los niños con discapacidad en los colegios ordinarios sean tratados como “seres exóticos” para que los compañeros aprendan que existe la discapacidad y que merecemos el mismo respeto del que ellos gozan por el hecho de ser humanos. 

Es evidente que todos en la infancia aprendemos a base de ensayo y error qué está bien y qué está mal; el problema viene cuando ese aprendizaje supone que otra persona soporte unos costes físicos y psicológicos desproporcionados, esto es, cuando el respeto nos lo tenemos que ganar a base de “sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”. No me siento Winston Churchill mientras escribo. Las caídas accidentales por las escaleras, las burlas sutiles y las charlas anuales en tutoría cuando la cosa se iba de madre fueron una parte no pequeña de mi experiencia escolar. ¿Y saben qué? No se imaginan la vergüenza y la tristeza que le invade a una cuando es el objeto de una tutoría porque sus compañeros son incapaces de entender el concepto de “respeto”. Tan objeto era que para muchos de mis compañeros no tuve nombre propio en el patio hasta los 16 años. Y no, no fue gracias a una clase de Derechos Humanos o de Educación para la Inclusión y el respeto a la neurodiversidad. Resulta que la que escribe estas líneas era tan rara que la asignatura que mis compañeros más temían – y suspendían – era la que mejor se me daba. Así que o se acordaban de mi nombre para pedirme amablemente mis apuntes de Filosofía o se arriesgaban a suspender (no es casualidad que ahora me dedique a investigar y enseñar la disciplina que me devolvió mi nombre). Así empecé a tener algunas amistades, pero el camino para llegar hasta ahí no se lo deseo a nadie: tuve suerte y mi historia acabó bien, pero hay otros muchos que se quedan por el camino. Y es en ellos en quienes pienso cuando me decido a combatir los argumentos buenistas. 

En la universidad, generalmente, las personas como yo nos sentimos cómodas. Desde el primer momento me sentí respetada por mis compañeros y logré tejer una red de amistades y contactos que me acompañan hasta el día de hoy. La carrera es el momento de reflexionar sobre el pasado y aquí es donde entra en escena la idea, machaconamente difundida por las Áreas de Atención a la Diversidad en los campus universitarios, de que la discapacidad es un constructo social. Para una persona con ciertas heridas de guerra, ese discurso tiene muchísima potencia de primeras, pero las inconsistencias no tardan en aparecer cuando una empieza a reflexionar sobre su propia experiencia a partir de lecturas y de debates con personas intelectualmente honestas.

Si la universidad puede acoger con entusiasmo ciertas ideas y vanagloriarse de ponerlas en práctica es porque solo unos pocos, con discapacidades de tipo físico y generalmente de extracción socioeconómica media-alta, llegamos a estudiar un grado y las adaptaciones que podemos solicitar son de tipo metodológico –letra más grande en caso de discapacidad visual o más tiempo para completar los exámenes, por ejemplo–. Si los profesores de universidad tuviéramos que enfrentarnos diariamente a la diversidad de situaciones y necesidades educativas que presentan los niños y adolescentes en las aulas de primaria y de secundaria, estoy convencida de que el paradigma buenista habría sido refutado hace mucho tiempo. 

Como la situación anterior no va a ocurrir, lo que sí debería llamarnos la atención es que el deber de investigar para buscar la verdad y algunas soluciones (realistas y éticas) a los problemas expuestos se haya visto desplazado por la exhibición constante de virtud, que en nada ayuda a la inclusión socioeconómica y cultural de las personas con discapacidad.

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María del Mar Cuartero Cobo es investigadora y doctoranda en filosofía del derecho en la Universidad Autónoma de Madrid.


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