Michelle Bachelet asestó un duro golpe ―tal vez mortal― al gobierno de Nicolás Maduro con el informe sobre el caso Venezuela que presentó el 4 de julio pasado, en su carácter de Alta Comisionada para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. El documento es una suerte de radiografía de las atrocidades cometidas por el régimen venezolano. Bachelet reporta, por ejemplo, que, durante 2018, se produjeron en el país 5,287 muertes por resistencia a la autoridad. La cifra es oficial. Pero le resulta “inusualmente alta”. Y detrás de esa estadística se hallan las FAES (Fuerzas de Acciones Especiales), un escuadrón tenebroso adscrito al entramado estatal. Esta organización fue creada inicialmente para combatir la delincuencia común. Ha ido demasiado lejos: actúa a su libre albedrío, fuera del corsé del Estado de Derecho. Los hombres duros de las FAES visten de negro. Usan pasamontañas. Andan en carros sin placas. Llevan calaveras como emblemas. Son robocops que cumplen con los estereotipos de una truculenta película de acción. Si un ciudadano de a pie se cruza con ellos, se le sube la adrenalina de inmediato. Alerta roja.
La responsabilidad de los excesos referidos por Bachelet no solo recae sobre las FAES. También están en la mirilla el Sebin (policía política) y la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM). Bachelet ―una izquierdista con pedigrí, hija de un general asesinado por la dictadura de Pinochet― ha boceteado un compendio de las torturas y asesinatos que se habrían cometido bajo la administración de Maduro. El inventario recuerda a Videla o a Pinochet: asfixia con bolsas de plástico, aplicación de corriente eléctrica, palizas, aislamiento, violaciones, temperaturas extremas. Esto es público dentro y fuera del país. Recordemos que el año pasado un panel de expertos convocados por la OEA presentó un informe de 400 páginas que señalaba que hay fundamentos para sostener que en Venezuela se habrían cometido crímenes de lesa humanidad y, también el año pasado, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) emitió igualmente un informe en el que se documenta el debilitamiento de la institucionalidad democrática. ¿Por qué, entonces, el pronunciamiento de Bachelet resulta capital?
Primero: porque la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos es la máxima autoridad mundial en esa materia. No es poca cosa. Segundo: porque el informe está muy bien sustentado. Venezuela, que viene de una cimentada tradición democrática, es un país en el que las organizaciones no gubernamentales juegan un papel protagónico, aun en despotismo. Y esas ONG han trabajado como hormiguitas para documentar la crueldad de la era chavista. Ese material ha servido de insumo al equipo de Bachelet para elaborar su radiografía. Su equipo entrevistó a más de 500 personas. Tercero: el que la alta comisionada haya negado a Maduro y a su régimen una carta de buena conducta tendrá un enorme peso de cara a la investigación que desarrollará la Corte Penal Internacional sobre Venezuela. Este es el quid del asunto: La Haya. Y hay que subrayarlo. ¿Cómo puede despachar o desechar la CPI un documento suscrito por el ACNUDH, con miles de evidencias?
Montémonos en la máquina del tiempo para entender mejor la jugada: a finales de 2017, Luisa Ortega Díaz, a quien meses antes el gobierno de Maduro había destituido inconstitucionalmente del cargo de fiscal general de Venezuela, presentó ante la Corte Penal Internacional una denuncia contra el régimen venezolano por presuntos delitos de lesa humanidad. Incluso solicitó que se librara una orden de captura internacional contra Maduro. Ortega, exiliada en Colombia, se ha mostrado muy activa en su cacería, quizás una forma de expiar su culpa porque por un buen tiempo hizo parte de la jerarquía chavista. La Fiscal sostiene que entre 2015 y 2017 se produjeron 8,090 muertes que suponen graves violaciones a los derechos humanos. Parte de los asesinatos sería imputable a la ya extinta OLP (Operación de Liberación del Pueblo), un operativo estatal que pretendía atacar la delincuencia común y que, según Ortega, aplicó una “limpieza social”. La otra parte de los crímenes se habrían cometido en el marco de las manifestaciones en contra del régimen.
El gatillo fue apretado en exceso: la cifra manejada por Ortega supera a la de las muertes que se produjeron durante el estallido social que se registró durante el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez (1989). Vuelvo a la cronología: en febrero de 2018, la CPI puso en marcha una investigación preliminar sobre Venezuela. Y hace poco, en mayo pasado, el presidente de la CPI, Chile Eboe-Osuji, designó a tres jueces para que se encarguen del caso. Esos tres jueces forman parte de la Primera Sala de Cuestiones Preliminares. Ellos deberán solicitar a la Fiscalía de la CPI la información que haya recabado sobre la presunta violación de derechos humanos ocurrida en Venezuela y luego decidirá si hay méritos para iniciar un juicio.
Aquí es donde encaja el informe de Bachelet. Dado el cargo que ostenta, representa lo que los romanos calificaban como auctoritas: una persona que por la posición que ocupa o por su prestigio personal ejerce gran influencia sobre los demás. Su documento cuenta. Por ello, el Grupo de Lima y la Asamblea Nacional de Venezuela han decidido remitir el informe de Bachelet a la CPI. Saben el enorme peso que tiene. Desde luego, la CPI es un organismo muy burocrático. Puede andar a paso de morrocoy. Pero que en su seno se esté gestando un eventual juicio contra Maduro y la cadena de mando de su gobierno (porque en los juicios que allí se abren las responsabilidades son individuales: no son imputables al Estado como cuerpo) es algo que debe resultar inquietante para la nomenclatura chavista.
El informe Bachelet no debe debe verse como un hecho aislado. Forma parte de un conglomerado de medidas que estrechan cada vez más el cerco contra el régimen de Maduro. Los golpes han sido fuertes y de distinta índole. Estados Unidos ha aplicado severas sanciones a la estatal petrolera (PDVSA), principal fuente de ingresos del país. El Departamento del Tesoro ha incluido en su “lista negra” o lista OFAC (Oficina de Control de Activos) al propio Maduro y a su hijo; a su esposa Cilia Flores y a sus tres hijos; al ministro de la Defensa, Vladimir Padrino López; al presidente de la Asamblea Nacional Constituyente, Diosdado Cabello; al exvicepresidente Tareck El Aissami (a estos dos últimos por supuestos vínculos con el narcotráfico); y a muchos otros altos cargos. La OFAC también ha sancionado a los presuntos testaferros de la élite gobernante. La violación de los derechos humanos, la corrupción, el lavado de dinero, el tráfico de drogas y el terrorismo forman parte del expediente que se arma contra el gobierno a escala internacional.
De allí que el informe de Bachelet contribuye a subir la presión contra el régimen. La Corte Penal Internacional podría jugar un papel clave en el desenlace de la crisis venezolana. Y el informe elaborado por la oficina de la alta comisionada sería una excelente materia prima para los magistrados en caso de que el juicio en La Haya, el lobo al que tanto teme Maduro, llegara a prosperar. Pero esta aseveración es relativa. Puede que la CPI no termine siendo el destino final del régimen. Porque hay otro elemento que está en el tablero: las negociaciones que celebran gobierno y oposición en Barbados.
La crisis que sacude a Venezuela rebasa el ámbito jurídico. La comunidad internacional apuesta por una salida pacífica al conflicto. Una de las opciones que se plantean es que a Maduro se le perdonen sus pecados a cambio de que acceda a celebrar elecciones libres y dé paso a una transición. El informe de Bachelet es un as bajo la manga. Pende como una espada de Damocles sobre la espalda de Maduro: si no hace concesiones en Barbados, se expone a un mayor aislamiento y tal vez a un juicio internacional. Y si hace concesiones también corre un riesgo: los crímenes de lesa humanidad, si acaso los hubiere en su caso, no prescriben.
Por eso, Maduro duda. Tiene derecho a dudar. No controla el futuro. ¿Quién le garantiza que en cinco o diez años no será juzgado? El régimen puede alegar que no hay medicinas por las sanciones, o que no hay comida por las sanciones, todo ello discutible. Pero no puede alegar jamás que mandó al pelotón de fusilamiento a más de 5 mil personas en 2018 por las sanciones. Esa es la importancia del informe de Bachelet: que desnuda al régimen con una experticia casi forense y que allana el camino para un eventual juicio internacional si fracasaran las negociaciones de Barbados. El documento, en sí mismo, surte un efecto coercitivo contra Maduro y sus negociadores. Tal vez lo incline a pactar (buscando una fórmula que lo provea de un salvoconducto) o, tal vez, lo deslice hacia el despeñadero de la inmolación. Lo que sí es cierto es que Bachelet ha dejado al rey desnudo. Y Maduro no está para un striptease.
(Caracas, 1963) Analista política. Periodista egresada de la Universidad Central de Venezuela (UCV).