La historia más triste del mundo es un dudoso honor que se disputan muchos países. “Nosotros tenemos el pasado más terrible de las naciones que han sido”, me dijo una vez un húngaro, y me pareció que hablaba como un español.
Dos siglos de conflictos fratricidas y golpes de Estado tampoco han contribuido al optimismo nacional. Sin embargo, hace cuarenta años que este es un país democrático y en paz. Puede parecer una hazaña modesta a ojos de nosotros, los millennials; y aun de la llamada generación X; no digamos de los benjamines de la generación Z. Pero estas cuatro décadas han sido las de mayor prosperidad que ha conocido España.
Por supuesto, la Constitución del 78, que hoy atraviesa su particular crisis de los cuarenta, no ha significado el fin de la historia. El desafío secesionista no solo ha propiciado una honda fractura social en Cataluña, también ha ocasionado la crisis institucional más importante de la democracia. Los nacidos tras la muerte de Franco hemos conocido oportunidades que se les negaron a nuestros padres y nuestros abuelos, pero también hemos heredado un país abocado a la falta de certezas económicas y laborales. Y nos hemos hecho mayores con la crisis, que nos ha dejado más desigualdad, más precariedad y más pobreza.
España, en fin, tiene problemas, pero también buenas razones para desprenderse de su pesimismo histórico. Cómo negar que la del perdedor es una estética romántica y cautivadora, como de púgil fracasado, de poeta maldito, de jazzman dipsómano. Por eso tiene mérito la Constitución del 78, que renunció a la bohemia y al pintoresquismo para anunciarnos un país con vocación de normalidad y hambre de futuro.
La Transición es, quizá, nuestro mejor mito fundacional, porque se construyó sobre un reencuentro: un abrazo pintaría Juan Genovés. En realidad, ese abrazo se había extendido mucho antes. El primer alegato contra el cainismo lo suscribieron nuestros abuelos, en la cama.
El 1 de abril de 1956, en el cumpleaños de la dictadura, un grupo de estudiantes liderados por Jorge Semprún redactó el manifiesto que sentaría la bases para la reconciliación nacional dos décadas después. El documento, a cargo del PCE y de la Asociación Socialista Universitaria, reunía por primera vez, en un solo sujeto, esas dos Españas de la Guerra Civil: “Nosotros, hijos de los vencedores y de los vencidos”. Nosotros.
El espíritu de esa generación del 56 lo recogió después Marcelino Camacho, quien, con ocasión de la aprobación de la Ley de Amnistía del 77, proclamó desde el Congreso: “Pedimos amnistía para todos, sin exclusión del lugar en que hubiera, pues, estado nadie. Yo creo que este acto, esta intervención, esta propuesta nuestra será sin duda para mí el mejor recuerdo que guardaré toda mi vida de este Parlamento”.
Seguramente fueron más espléndidos los vencidos que los vencedores, pero ya Plutarco nos avisó de la “superioridad del vencido sobre el vencedor en materia de generosidad”. Y está bien que así sea (“paz, piedad, perdón”, había pedido Azaña en el 38), aunque toda una nueva generación de izquierdas no sea capaz de entenderlo.
Hace unos días, Nacho Prendes me contaba lo mucho que le había impresionado conocer a Albie Sachs durante un viaje institucional a Sudáfrica. El señor Sachs ha sido juez del Tribunal Constitucional de Sudáfrica, activista blanco contra el apartheid, por la democracia y los derechos civiles, y uno de los padres de la constitución de su país. Perdió un brazo y la visión de un ojo en un atentado con bomba y antes había sido encarcelado sin juicio en dos ocasiones por oponerse al apartheid y formar parte del Congreso Nacional Africano.
En 1998, Sudáfrica puso en marcha una comisión para la verdad y la reconciliación. Su objetivo era hacer posible la convivencia después del apartheid, renunciando a la venganza. Algunos han criticado que fuera más una comisión para la impunidad que para la amnistía. Sachs nunca logró reunir las pruebas que incriminaran a los responsables de su detención ilegal y de las vejaciones a las que fue sometido en prisión.
Lejos de albergar rencor, Sachs lo apunta como un triunfo personal, una venganza dulce: fue él quien se aseguró de introducir en la nueva constitución democrática sudafricana los derechos a la presunción de inocencia y a un juicio justo. Lo cuenta con una sonrisa.
Así que sonriamos nosotros, españoles, también. Y anotemos bien nuestras victorias. La Constitución del 78 es la mayor de todas.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.