Al calor de la crisis, Podemos recogió el malestar del 15M para canalizarlo institucionalmente. Representaba a una coalición de trabajadores y clases medias que con la crisis se enfrentaban a la precarización y la incertidumbre, con un relato de los años de la burbuja y el bipartidismo que fue especialmente exitoso entre las generaciones jóvenes y urbanas.
El PSOE había sido incapaz de dar respuestas a los retos económicos y laborales, especialmente de los jóvenes, y veía cómo sus siglas perdían atractivo en los núcleos urbanos y entre las clases productivas. Esa inercia se ha prolongado en los últimos dos años. El CIS de mayo confirmaba esta situación: el PSOE aparecía como tercera o cuarta fuerza en la mayoría de las categorías socioeconómicas de votantes, y solo mantenía una presencia importante entre los pensionistas, los parados y las personas dedicadas al trabajo doméstico.
La agudización de la crisis territorial había catapultado a Ciudadanos, que habría conseguido robarle hasta 900.000 votos, y a la izquierda los socialistas continuaban luchando por mantenerse como referencia frente a Podemos. A la formación morada también le había pasado factura su posición en el eje territorial, así como el agotamiento de un liderazgo, el de Pablo Iglesias, que ya resta más que suma. Con todo, el PSOE no conseguía reafirmar su autoridad como referencia de la izquierda.
La irrupción de Podemos seguía haciendo mucho daño a los socialistas. El nuevo partido retaba el discurso tradicional de la socialdemocracia, y lo hacía, además, sin las mochilas de las que el PSOE debía responder por su responsabilidad en la gestión del país. Podemos podía permitirse un relato, populista al cabo, que no necesitaba ser contrastado con lo factual, pues los ciudadanos no disponían de un historial al que acudir. Era, por tanto, un mensaje infalsable y posmoderno, superador de la dialéctica materialista para explotar el potencial antagonista del lenguaje y los símbolos. La socialdemocracia había dominado un mundo eminentemente industrial, ahora en declive, y ni siquiera desde su anclaje material podía defender los frutos de una gestión reciente dominada por la recesión.
Al mismo tiempo, el PSOE es el partido más antiguo de España y, aunque eso provee ciertas ventajas que tienen que ver con la experiencia, la penetración territorial e institucional y la existencia de contrapesos internos, también comporta una cierta rigidez estructural y la presencia de una fuerte burocracia que lastra la flexibilidad y la capacidad de respuesta ante las situaciones sociales cambiantes. Ello se debe, fundamentalmente, a la existencia de incentivos discrepantes entre el electorado, la militancia y las distintas élites y cuadros medios del partido.
En este sentido, Pablo Iglesias, con una organización mucho más pequeña y menos profesionalizada a su cargo, podía permitirse un liderazgo más vertical y ejecutivo, aun bajo la apariencia de un órgano asambleario y dejando al margen la estructuras confederales de sus confluencias.
En líneas generales, las ventajas que Podemos había tenido sobre el PSOE eran parecidas a las que los nuevos partidos europeos habían rentabilizado frente a la vieja socialdemocracia. Todo eso cambió, sin embargo, cuando la ejecutiva socialista tomó la decisión de destituir a Pedro Sánchez, después de que el candidato solo pudiera reunir los votos de Ciudadanos para su investidura y ante la amenaza de que pudiera intentar un segundo acuerdo de gobierno con Podemos y las formaciones nacionalistas.
Tras ser defenestrado, Sánchez se desprendió de las ataduras de la organización para concurrir a las primarias del PSOE y alzarse como nuevo secretario general. Desde esa legitimidad orgánica pudo entonces reformar los estatutos para dejar en manos de la militancia las decisiones sobre los pactos postelectorales, impedir que el Comité Federal pudiera expulsar al secretario general mediante una moción de censura y concentrar todo el poder en el líder y su ejecutiva.
Despejado el camino de enemigos, rivales y contrapesos internos, Sánchez pudo ejecutar la moción de censura que lo ha catapultado a La Moncloa pactando con Podemos y los nacionalistas. Es cierto que, obviando el relevo en el Ejecutivo, el equilibrio parlamentario permanece inalterado: el PSOE continúa teniendo 84 escaños que dificultarán su acción de gobierno y España cuenta hoy con los mismos presupuestos que pactaron PP y Ciudadanos.
Sin embargo, la moción ha permitido a Sánchez acometer la transición de la vieja socialdemocracia hacia la nueva izquierda, una muy mala noticia para Podemos. La aritmética parlamentaria nos anuncia que este no será, como acostumbraban los viejos partidos socialdemócratas, un gobierno de “hacer” cosas, sino un gobierno en lo que lo relevante es “ser”. Un mandato que ha soltado lastre con respecto a la concepción material de la política para instalarse en un universo posmoderno de símbolos, gestos y afectos, y en el que la evaluación de la gestión es sustituida por la recompensa moral.
Sánchez cuenta con los mismos diputados que ayer y con un presupuesto que la semana pasada repudiaba. Eso no ha empañado, no obstante, el entusiasmo con que una parte del electorado de izquierdas ha acogido el relevo en el gobierno. Un entusiasmo que tiene que ver con la reversión de una frustración y desesperanza alimentadas por las encuestas, así como con una labor de oposición que había sido discreta. A falta de acción de gobierno, este ánimo se justifica en un juicio moral: por fin gobiernan los buenos.
Es cierto que Pedro Sánchez ha tenido aciertos en estos pocos días de gobierno. Quizá el mayor de todos haya sido la configuración de un gabinete de ministros moderado en el que predominan los perfiles profesionales y técnicos por encima del aparato socialista, en el que se pone énfasis en la importancia de la representación con un gran número de mujeres y en el que se distingue un cierto pluralismo ideológico: hay nuevos ministros que son reconocidos como próximos a otras formaciones, y también hay ministros que en su etapa previa al gobierno han sostenido posturas que contradicen el programa socialista sobre sus actuales competencias.
Es una muestra más de la libertad de movimientos de la que goza Pedro Sánchez, tras haberse emancipado del aparato burocrático del PSOE y blindar su liderazgo. Esta capacidad ejecutiva recuerda a la discrecionalidad con la que nuevos partidos y líderes europeos han lanzado sus candidaturas. Si a ello le añadimos que la de Sánchez será una legislatura corta, con margen reducido para acometer cambios legislativos y volcada en el simbolismo, podemos afirmar que el nuevo gobierno es una plataforma electoral con la que el nuevo PSOE espera poder llegar a las elecciones en disposición de ganarlas.
Una plataforma en la que el peso histórico de las siglas se sacrifica a mayor gloria de la estrategia del candidato, en una maniobra en la que convergen la audacia de Sánchez y la táctica habitual del asesor Iván Redondo, y que genera dudas en el medio y largo plazo. En todo caso, estamos ante una campaña electoral favorable a los socialistas, en medio de los focos y en la que el déficit en la acción de gobierno será previsiblemente suplida por una labor de oposición a la oposición.
Sánchez parece haber acometido con éxito el tránsito hacia la nueva izquierda, adquiriendo por el camino sus ventajas competitivas y dejando atrás los lastres materiales y burocráticos de la vieja socialdemocracia. Sin embargo, será difícil que el PSOE pueda soslayar los ejes que marcan las líneas de fractura de la política española, especialmente en lo que respecta a la cuestión territorial. Si el concurso de estos clivajes impide el éxito electoral hacia el que el presidente ha orientado la legislatura, todo lo que hemos señalado como ventajas se podrían tornar debilidades. Del buen tiempo y el viento en las velas dependerá que no haya amotinados en Ferraz.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.