Maquiavelo en el vapor

Un recuerdo del político Manuel Camacho Solís. 
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El 5 de junio se cumplió un año de la muerte de Manuel Camacho Solís. Aunque nuestras opiniones políticas fueron casi siempre divergentes, fuimos buenos amigos. Es hora de recordarlo.

Su vocación política era de hierro. Tengo entendido que su padre –un severo médico militar– le infundió la seriedad y disciplina que lo caracterizó siempre, y el sueño de llegar muy alto en el gobierno. A una amiga suya de juventud le dijo: "voy a ser presidente de México, como Kennedy". Alguna vez me dijo que el mayor estadista de la historia mexicana era Porfirio Díaz. Es claro que Manuel aspiró a la presidencia por largos años.

Aunque defendía al sistema político mexicano como una "democracia sui géneris", creo hacia 1984 comenzaba a tener sus dudas. La prueba está en que fue Manuel quien en ese año se empeñó en presentarme a don Luis H. Álvarez, que acababa de ganar la alcaldía de Chihuahua. Tras el escandaloso fraude electoral de 1986 en ese mismo estado, don Luis emprendió una huelga de hambre. Manuel me pidió que intercediera para que la levantara. Camacho tenía esa virtud: tendía puentes de manera continua y sistemática. Para él, la política era, ante todo, el arte de la negociación.

Evoco una anécdota curiosa. Sucedió en el club Avándaro. Entré a las regaderas, seguí al vapor, y entre la bruma, de lejos, vi un personaje sentado, con la vista fija en un libro forrado de plástico transparente. Era Manuel leyendo los "Discursos" de Maquiavelo. ¿Se preparaba para aconsejar al Príncipe o para serlo?

En el sexenio de Salinas fue muy valiosa su interlocución con quienes (en esos años de grandes reformas económicas) insistíamos, sin éxito, en la necesidad de una verdadera reforma política. No objetó, por ejemplo, nuestra batalla por la anulación de las elecciones en Guanajuato, el movimiento cívico del doctor Salvador Nava en San Luis Potosí y alentó (sin éxito, por las resistencias internas del PRI) el ascenso electoral del PRD en Michoacán.

Tras el levantamiento zapatista, Manuel (que, en un gesto inédito, se había declarado en rebeldía frente a la decisión del presidente a favor de Luis Donaldo Colosio) vio la oportunidad de saltar al escenario para ofrecer sus buenos oficios de negociador en Chiapas. Nunca, que yo recuerde, registró con detalle esa experiencia. Creo que las negociaciones que encabezó fueron fructíferas en la medida en que refutaron a quienes abogaban por el uso de la fuerza, que hubiese convertido a Chiapas en un Tlatelolco étnico, mucho más doloroso.

Con todo, aquella intervención histórica de Camacho en Chiapas tuvo una faceta negativa: arrojó una sombra de duda sobre Colosio, al grado de que en febrero y marzo de 1994 parecía haber no uno sino dos candidatos del PRI a la presidencia. Esa diarquía (que algunos atribuían al propio presidente) proyectó sobre la arena política una atmósfera ominosa, la idea de que todo podía pasar. Una sensación de vacío, incertidumbre y peligro flotaba en el ambiente antes del fatídico 23 de marzo.

En los últimos años, cuando se unió a las fuerzas y personajes de la izquierda, volvimos a coincidir en un club de la Ciudad de México. Era un nadador consistente. Casi siempre desayunaba solo. Sabía sonreír pero reía poco. Era adusto, espartano, gentil, argumentativo. "Soy un crisis solver", me dijo un día. "Tanto, que a veces las creas tú mismo", le dije, sin que se molestara. Le atraían las crisis porque en su vida personal había padecido muchas y muy dolorosas. Vivía bajo el signo de la orfandad. Su padre murió en un accidente, su primera esposa falleció de cáncer, dejándole hijos pequeños. Al hablar con él, sentí muchas veces que se contenía para no estallar, que absorbía los problemas estoicamente, sin quejarse, pero que en su fuero interno sufría por los golpes del azar, por las traiciones de que se sentía objeto, por las decisiones equivocadas, por los sueños malogrados. Dichosamente, se volvió a casar y tuvo dos hijas, a las que dejó mucho antes de tiempo.

Recuerdo su voz juvenil y cordial, su actitud enérgica, y el entusiasmo con que vivía su vocación. Creo que dejó un legado de civilidad, de disposición al diálogo respetuoso y tolerante, virtudes que hacen mucha falta en México y el mundo. Lamenté su enfermedad y su muerte. Y muy a menudo, al entrar al vapor, pienso en Manuel y me imagino discutiendo con él, como tribunos romanos en las Termas de Caracalla, inmersos en estanques que emanan nubes efímeras, como la política y la vida.

(Publicado previamente en el periódico Reforma)

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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