En el bicentenario de Marx son muchos los artículos que recuerdan al genio de Tréveris, repasando sus errores y sus aciertos, su superación y su vigencia, su alma de filósofo y su voluntad de científico. Marx vivió para la revolución y trató de formular las condiciones económicas que la precipitarían, así como el sujeto social que sería su protagonista.
La burguesía fue en el pasado una fuerza de cambio formidable que permitió desarrollar las fuerzas de producción y acceder a un modelo económico más racional, en sentido hegeliano, que facilitó la ruptura con el feudalismo. Es por ello que Marx y Engels afirmarán en el Manifiesto comunista que “la burguesía ha desempeñado, en el transcurso de la historia, un papel verdaderamente revolucionario”.
Sin embargo, creen que el capitalismo en el que la burguesía prospera no ha terminado con las contradicciones, que las nuevas relaciones de producción plantean un abismo insalvable entre el capitalista y el asalariado. Entonces se proponen la búsqueda de un nuevo sujeto social que pueda resolver de una vez por todas las antinomias del sistema. El capitalismo, dice Marx, está condenado a su autodestrucción porque en su naturaleza está el progresivo ensanchamiento de su contradicción, que conducirá inexorablemente a la pauperización de los trabajadores y, por tanto, a su rebelión.
La clase proletaria está llamada a hacer la revolución que ponga fin al capitalismo. Solo ella puede representar los intereses de toda la sociedad y, por tanto, guiar la instauración de una sociedad sin clases, sin estado: socialista.
Sin embargo, la revolución no llegó y allá donde lo hizo, como en Rusia, condujo al despotismo oriental que Marx había definido como la explotación de toda la sociedad por el Estado. El progreso político, económico y social llegaría de la mano de los partidos socialdemócratas, que bien emprendieron la vía reformista como herramienta para avanzar mientras se creaban las condiciones propicias para una revolución que entendían como necesaria en sentido determinista (Kautsky); o bien conmutaron deliberadamente reformismo por revolución, entendiendo que, en el medio plazo, los efectos del primero alcanzaban las proporciones de una verdadera revolución (Bernstein).
En todo caso, cabe preguntarse qué sujeto social señalaría hoy Marx como la clase encaminada a acometer transformaciones políticas y económicas. Quizá sea importante subrayar que en nuestros días el escenario democrático se considera dado. Marx siempre consideró que la democracia era un régimen burgués que favorecía la perpetuación del capitalismo, y en alguna ocasión refirió de forma despectiva a las instituciones del liberalismo político como “cretinismo parlamentario”.
No obstante, consideraba que la democracia podía ser un instrumento útil para que el proletariado tomara conciencia y la clase obrera se movilizara políticamente. Hoy entendemos que los cambios políticos han de pasar necesariamente por el ejercicio parlamentario y que las demandas sociales solo consiguen ser plasmadas una vez se han canalizado a través de los partidos. En este sentido, la posibilidad del cambio no solo depende de la existencia objetiva de unas clases perdedoras del sistema, es necesaria una toma de conciencia y movilización conjunta de esos intereses que sea recogida por los cauces institucionales.
Esta triple necesidad de unas condiciones objetivas unidas a una toma de conciencia y una movilización democrática cohesionada hacen del cambio político un asunto complejo. Atendiendo a la primera dimensión, es fácil señalar quiénes son los perdedores del sistema: fundamentalmente, aquellos trabajadores que más frecuentemente sufren el desempleo, la temporalidad, la discontinuidad laboral y la precariedad. Este grupo está constituido especialmente por inmigrantes, jóvenes y mujeres.
Atendiendo a la segunda dimensión, la toma de conciencia de esos intereses, la cosa se complica. En la posmodernidad las clases no han desaparecido, pero el desarrollo del capitalismo, con su especialización del trabajo y crecimiento del sector servicios, ha transformado su naturaleza, las ha multiplicado y, en último término, ha difuminado la conciencia de clase. Esta atomización y dilución de la conciencia de clase dificulta el acceso al último estadio del cambio político: la movilización electoral conjunta.
Además, hay otros factores que intervienen en la movilización política. Los inmigrantes no tienen derecho a votar o lo hacen solo en las elecciones municipales. También sabemos que la renta es un factor a tener en cuenta a la hora de predecir la participación: las rentas bajas votan menos. Otro tanto sucede con los jóvenes, habitualmente más abstencionistas que los mayores. En el caso de las mujeres, el género no ha actuado tradicionalmente como un elemento de clase, aunque desde luego puedan identificarse opciones políticas más y menos proclives a recibir el voto de las mujeres. Las reivindicaciones igualitaristas son ampliamente transversales y es indudable que vivimos un momento feminista que tendrá repercusión en la agenda programática de los partidos.
Porque la otra cara del cambio político son los partidos. Si los trabajadores cuyas condiciones objetivas los convierten en perdedores del sistema no cobran conciencia de esta situación y se movilizan conjuntamente, los partidos no tendrán necesidad de escuchar sus demandas. Si los inmigrantes no pueden votar, difícilmente podrán ser la prioridad política de ninguna formación. Si los jóvenes votan menos, es previsible que los políticos antepongan la representación de los intereses de aquellos que les proporcionan votos.
El sesgo de edad es fácil de observar en los viejos partidos, que han priorizado los intereses de los trabajadores indefinidos y los pensionistas que constituyen el grueso de su electorado. No obstante, la quiebra del bipartidismo nos indica que la crisis propició la movilización de intereses que no se veían representados en los viejos partidos, dando lugar a dos nuevas formaciones con un electorado más joven.
Por último, la movilización política de muchos de los perdedores del sistema encuentra otros obstáculos que conviene tener en cuenta. Marx pensaba que, para que una clase pudiera representar a toda la sociedad, debía existir otra clase que representara todos lo vicios del sistema. Sin embargo, en nuestros días la naturaleza de la contradicciones es más compleja que aquella antinomia que enfrentaba a obreros y patronos. Es difícil que se produzca la movilización de los trabajadores precarios, temporales y parados contra los indefinidos si tenemos en cuenta que el trabajo indefinido constituye una aspiración para los primeros. También es poco probable que los jóvenes se organicen para defender sus intereses frente a los pensionistas si pensamos que los segundos son los padres o los abuelos de los primeros.
Así pues, podemos concluir que no hay una clase que pueda representar los intereses de toda la sociedad. Estos intereses son a menudo contrapuestos, diversos, pero también yuxtapuestos e integrados por relaciones sociales y familiares. No es un rasgo exclusivo de la posmodernidad: Marx no tenía razón cuando señalaba al proletariado industrial como representante de los intereses de la sociedad entera. Seguramente, la única conclusión posible es que, descartada la revolución, la movilización política y el cambio son asuntos complejos que nos abocan al cretinismo parlamentario.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.