Imagen: Youtube / Gobierno de México

¿Honores al presidente?

Los "honores al presidente" no son nuevos: existen en la ley al menos desde hace medio siglo. Pero el gobierno actual ha abusado de esa figura, digna de una monarquía absoluta, y no de una democracia.
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A últimas fechas, existe una cierta sorpresa entre la opinión pública porque en ceremonias oficiales se “hacen honores al presidente de la República”. Sin embargo, la figura existe desde la época de Díaz Ordaz en la Ley sobre las características y el uso del Escudo, la Bandera y el Himno Nacionales, que establece en su artículo 41 que, después de ejecutar el Himno Nacional, se rendirían honores a la bandera “o al Jefe del Poder Ejecutivo Federal”.

Antecedentes más antiguos, pero en el ámbito militar, se encuentran en la época de Pascual Ortiz Rubio. El Reglamento de Ceremonial Militar, vigente desde el primero de enero de 1932, señala, por ejemplo, que “la guardia con bandera, nombrada al efecto, hará honores al C. Presidente de la república cuando concurra a un acto solemne” (artículo 7). No obstante, sería injusto homologar una práctica castrense, en la que se rinde pleitesía al jefe de las fuerzas armadas, con un protocolo civil, donde el jefe del Ejecutivo es titular de uno más de los tres poderes de la Unión.

El hecho es que los honores al presidente no son una ocurrencia del partido en el gobierno: la figura tiene, al menos, una vida legal mayor al medio siglo, pero ha sido el actual gobierno el que ha abusado de ella.

De entrada, suena mal que, en un ámbito republicano, la ley ponga en la misma categoría a la bandera y a un funcionario. ¿Acaso el líder del Ejecutivo es un símbolo patrio? La respuesta breve es que no y que el protocolo que le hace honores es de un talante netamente autoritario y poco democrático.

En una columna previa señalé que existe una teoría política, de corte autoritario, que sostiene que la presidencia no puede ser controlada por los tribunales, ni por el poder legislativo, salvo a través del juicio político. Esta posición, denominada como del Ejecutivo unitario, se basa en la defensa del principio de liderazgo que Carl Schmitt hizo en las tres primeras décadas del siglo XX y visualiza al Ejecutivo como una especie de rey electo.

La verdad es que el sistema constitucional mexicano no valida esas posiciones. Si bien es cierto que el presidente concentra la totalidad de poderes de su rama del gobierno, eso implica que tiene el máximo poder dentro del Ejecutivo y solo ahí. Alguien podría objetar esta interpretación arguyendo que el presidente también es Jefe de Estado, pero ese carácter solo lo tiene en los temas de representación exterior y defensa del país frente a fuerzas externas: hacia dentro de México, el presidente está sujeto al control de los tribunales y del Congreso de la Unión, así que nunca está por encima de la Suprema Corte o las cámaras legislativas. Por tanto, el presidente de la República no es un jefe absoluto, por más que sus acólitos abanderen versiones tropicales del principio del liderazgo o de la teoría del Ejecutivo unitario, porque estas ideologías no tienen cabida en nuestra Constitución, ni en el sistema republicano que regula.

En suma, los honores al presidente son un vestigio dinosáurico que ha permanecido en México a pesar de que la democracia despertó, como en una versión política del cuento clásico de Monterroso. El presidente no es un símbolo patrio, como la Bandera, el Himno o el Escudo Nacional. Las disposiciones de la vigente Ley sobre el Escudo, la Bandera y el Himno Nacionales que establecen honores al presidente (artículos 42 y 43) son simplemente inconstitucionales. Por ello, no debería ser extraño que un juez del tribunal constitucional mexicano no se levantara para hacerle reverencias al titular del Ejecutivo, aunque esto no haya sido precisamente lo ocurrido en la última ceremonia conmemorativa de la Carta Magna de 1917 (cuando la ministra presidenta Norma Piña sí se levantó para hacerle honores al presidente; lo que no hizo fue ponerse de pie y aplaudirle cuando llegó).

Jorge Carpizo escribió sobre las facultades metaconstitucionales del presidente y Enrique Krauze sobre la presidencia imperial y los caudillos en México. En estas obras se pueden encontrar las claves para entender por qué el mandatario actual se cree merecedor de homenajes como si fuera un emperador, encarnación del Estado como Santa Anna y pontífice sucesor de Juárez, al punto de que no saluda a la bandera cuando se ejecuta el Himno Nacional.

Si bien no hay evidencias de que Luis XIV haya dicho “El Estado soy yo”, rendir honores civiles al presidente de una república es lo más parecido a creerse esa frase. Y hay que decirlo con toda claridad: el jefe del Ejecutivo no es el Estado, no es símbolo patrio y no es constitucional rendirle pleitesía. Mucho menos, que se la otorguen sus pares, los titulares del poder judicial y legislativo. Si en los oscuros tiempos de Díaz Ordaz ya era insultante que la ley estableciera semejantes tributos, típicos de una monarquía absoluta, en la actualidad es un desfiguro irrisorio. ~

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