Tras la quiebra del bipartidismo en 2015, muchos anunciaron un nuevo tiempo parlamentario en el que los compromisos entre formaciones de ámbito estatal adquirirían un mayor peso y los partidos periféricos, nacionalistas o regionalistas, tendrían menor capacidad de condicionar la política nacional.
Sin embargo, la transmutación del bipartidismo imperfecto en un sistema de partidos pluralista no ha alterado en lo sustancial el juego de equilibrios. Podemos consiguió aunar los apoyos de Izquierda Unida, a los que sumó una parte del voto tradicional socialista y un voto joven huérfano de representación, socializado en el rechazo a los viejos partidos. El PSOE perdió apoyos hacia su izquierda y también hacia un centro político que ocupó Ciudadanos. La formación de Albert Rivera se nutrió asimismo de antiguos apoyos del PP, y su voto, como el de Podemos, denotaba un fuerte clivaje generacional. Además, el salto de Barcelona a Madrid ya nos anunciaba la centralidad de la cuestión catalana. Por último, el PP se mantenía como un partido robusto, pero menguado por su desgaste en el centro del espectro ideológico.
En la práctica, la suma de los cuatro partidos nacionales equivalía a la de los dos viejos bloques del bipartidismo. Eso significaba que eludir la dependencia de los nacionalistas pasaba por proponer pactos a tres. Y aquí empezaban los problemas. El partido mejor situado para articular ese tipo de acuerdos bilaterales era Ciudadanos, que podía negociar a su izquierda con el PSOE y a su derecha con el PP. Estas tres formaciones conformaban, además, el consenso constitucionalista, que debería servir de amplio espacio de encuentro político. No obstante, el eje ideológico dificultaba la celebración de acuerdos, especialmente al PSOE, para quien el entendimiento con el PP resultaba muy difícil de justificar ante un electorado al que había tratado de educar en la doctrina del “cordón sanitario” contra la derecha. Y tanto más si tenemos en cuenta que le había crecido un competidor a la izquierda, Podemos, que enarbolaba un discurso beligerante contra los populares y que capitalizaría cualquier connivencia de los socialistas con los conservadores.
La otra alternativa de pacto a tres podía pivotar precisamente sobre el PSOE, buscando los apoyos centristas de Ciudadanos y los de la izquierda de Podemos. Pero esta opción también se reveló improbable debido a las oposiciones mutuamente excluyentes que lideraban Iglesias y Rivera. La formación morada extremó las exigencias ideológicas para excluir a Ciudadanos de las negociaciones, tal como se pudo comprobar con ocasión del rechazo a la investidura de Sánchez después de que PSOE y Ciudadanos alcanzaran un acuerdo de gobierno. Por su parte, el partido naranja no podía pactar con una formación que se había situado netamente fuera del consenso constitucionalista.
Así las cosas, las soluciones de gobierno tendrían que pasar por el entendimiento de dos formaciones nacionales y, de nuevo, la negociación con otros partidos de ámbito periférico. La ruptura del bipartidismo había significado un catalizador de la anquilosada política parlamentaria y también la constatación de que habría que abrazar una sana cultura del pacto entre formaciones rivales. No obstante, la interacción de los distintos clivajes electorales limitó en la práctica la consecución de acuerdos, y la fragmentación se tradujo en una mayor inestabilidad parlamentaria. Asumidas las incompatibilidades mencionadas, las posibilidades de entendimiento que inauguraba el posbipartidismo eran las siguientes: PSOE-Ciudadanos, PP-Ciudadanos o PSOE-Podemos. Los dos primeros se articularían sobre el consenso constitucionalista y el tercero sobre una base ideológica de izquierdas.
En algo más de dos años hemos visto operarse las tres modalidades de pacto, en un periodo que ha conocido una repetición electoral, dos mociones de censura y un cambio de gobierno. El primero fue un acuerdo que trató de propiciar un giro progresista dentro del consenso constitucional. Pero esos dos atributos, progresismo y constitucionalismo, se han mostrado difíciles de conciliar en los pactos intentados. Así, el rechazo de Podemos al pacto PSOE-Ciudadanos obligó a elegir entre uno y otro: el gobierno de España se articularía sobre un acuerdo constitucionalista o sobre uno progresista. La repetición electoral significó el retroceso de la izquierda y el aumento de la mayoría parlamentaria del PP, lo cual inclinó la balanza del lado de un pacto constitucionalista que permitiera recuperar la estabilidad.
Pero la aritmética parlamentaria obligaba al concurso de fuerzas periféricas externas al consenso constitucionalista. Durante casi dos años el gobierno en minoría de Rajoy fue posible gracias a los apoyos puntuales de Cs, desde el lado constitucionalista, y el PNV, desde un nacionalismo conservador, pero en este tiempo el PP experimentó un acusado desgaste motivado por su (no) gestión del conflicto territorial. El eje centro-periferia se hizo cada vez más presente en la política nacional, propiciando el ascenso de Ciudadanos y el retroceso de los populares.
Hace menos de dos semanas se conoció la sentencia del caso Gürtel, que precipitaría la salida del PP del gobierno sobre la base de un acuerdo que, por primera vez, se suscribió fuera del consenso constitucionalista. Un pacto por el que Pedro Sánchez recabó, a la izquierda, los apoyos de un Podemos que rechaza el denominado “régimen del 78”, y que incorporó a un nacionalismo ideológicamente diverso, que contiene ya un independentismo declarado. Durante el debate de la moción de censura, el candidato socialista a la investidura recuperó el discurso del cordón sanitario, haciéndolo extensivo a Ciudadanos, partido con el que más duramente se aplicó Sánchez desde la tribuna. Sus palabras sugieren que tal vez no sea posible reeditar una alianza de progreso en el marco de la Constitución, al menos bajo su liderazgo.
Es cierto que no estamos ante una coalición de gobierno, sino ante una “coalición de rechazo”, como bien ha señalado Santos Juliá, aunque no tanto contra Rajoy como contra la amenaza electoral de Ciudadanos. En todo caso, con menos de una cuarta parte de los escaños del Congreso y mayoría absoluta del PP en el Senado, el PSOE necesitará volver a reeditar los acuerdos que le dieron la investidura para poder acometer su programa de gobierno. La interacción de los dos ejes que operan en esa alianza de intereses que ha hecho a Sánchez presidente, el ideológico y el constitucional/territorial, suele generar movimientos de subducción en la política parlamentaria.
Quizá fuera Alcalá Zamora quien mejor lo explicara, cuando le dijo a Cambó que debía decidir si quería ser el Bismarck de España o el Bolívar de Cataluña. Vale la pena recordar que aquella colaboración conservadora entre el líder de la Lliga y el gobierno de Maura terminaría mal para ambos, como había acabado mal el experimento “solidario” de Salmerón que coaligó a la izquierda republicana con un regionalismo variopinto y más bien tradicionalista. Sánchez debe elegir entre el eje ideológico y el eje constitucional/territorial. Huelga decir que el nuevo presidente no es Maura y que enfrente no encontrará interlocutores de la lealtad y la talla política de Cambó.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.