Eran los primeros días de 1999. En la pantalla de televisión se veía a un grupo de actores malencarados, vestidos de presidiarios, dentro de una celda. A cuadro aparecía Arturo Montiel, en aquel entonces candidato del PRI al gobierno del Estado de México, sentenciaba: “los derechos humanos son de los humanos, no de las ratas”, mientras la reja de la prisión se cerraba a sus espaldas.
La propuesta era abatir la criminalidad desde la dureza, olvidarse de sutilezas e ignorar los derechos de los acusados; es decir, agravar las condiciones carcelarias y que la suerte de cada detenido dependiera de un tribunal de venganzas que de entrada los tratara como animales.
Diez años después, cuando el secuestro y asesinato de los hijos de los empresarios Alejandro Martí y Nelson Vargas elevaron la indignación a su punto más alto, mediáticamente hablando, el Partido Verde Ecologista de México (PVEM) lanzó una campaña con un slogan particularmente contradictorio: “Porque nos interesa tu vida, pena de muerte para asesinos y secuestradores”.
No son pocos los políticos que en la víspera de un proceso electoral secuestran el discurso de los derechos humanos para convencer a la gente de que por su bien es necesario que el Estado viole esos derechos, mezclando de manera burda el legítimo reclamo de justicia con el deseo de venganza.
En el mundo civilizado se ha establecido como norma que el asesino, el violador o el secuestrador vayan a prisión y paguen su deuda con la sociedad, que la reclusión funcione como un mecanismo de readaptación que al final otorgue a las personas la oportunidad de intentar una vez más. La venganza que de un tiempo a la fecha proponen los políticos niega cualquier posibilidad de reinserción social con el argumento de que las cárceles son escuelas del crimen.
No hace mucho, en la Ciudad de México se propuso aplicar la castración química a quienes fuesen declarados culpables de abuso sexual, sin importar que se trata de menores de edad, pues según el argumento, “peritos y psiquiatras” han determinado que el violador padece una enfermedad incurable. La idea fue exportada a entidades como Oaxaca donde, en el colmo del absurdo, el expresidente de la Comisión de Derechos Humanos del Congreso del Estado, defendía humillar y mutilar la personalidad de violadores, abusadores sexuales de menores y pederastas con una inyección de químicos para inhibir su deseo sexual.
De manera más reciente, durante las campañas de 2021, el partido FuerzaXMéxico propuso la pena máxima para los feminicidas, consistente en “cortarles los huevos”.
El paso natural dentro de esa lógica perversa sería plantear una iniciativa para eliminar a todos los sentenciados por delitos graves del sistema penitenciario, a los miles que pueblan cada penal del país, pero el rédito político obliga a prometer a los votantes que quienes cometen un delito serán linchados y se les hará sufrir.
Ninguno de los promotores de estas ideas admite ser corresponsable del fracaso institucional en su función de proveer justicia efectiva a las víctimas o reformar el sistema penitenciario para que cumpla con su función. En su pobre análisis, la propuesta de los políticos es escalar en la violencia e incapacitar al delincuente para evitar su reincidencia, pero también para impedirle reintegrarse a una vida digna; un ejercicio solo equiparable al de cortarle las manos a los ladrones.
Javier Sicilia propuso hace unos años a la clase política excluir el dolor de las víctimas de la propaganda electoral, no hablar en nombre de las familias ni tratar de sacar “raja” política de su dolor. Para el poeta, las cárceles en México se habían convertido en sitios de castigo, “sitios donde seres, en sí mismos desesperanzados, son sumidos en una desesperanza mayor”.
Amigo de Sicilia, Juan José Pedraza, director de los centros de readaptación social de Querétaro entre 2004 y 2009, es de los convencidos de que es posible creer en el otro, creer que todos tenemos derecho a ser mejores y que esto se puede lograr. Con treinta años dedicado a la docencia, creyente de que la educación transforma, Pedraza recuerda un principio fundamental del Pentathlón Deportivo Militarizado Universitario, del cual fue comandante: “Nunca te avergüence haber creído en la dignidad de alguien desprovisto de ella, pues el perverso y el irredento absolutos solo existen en patología”.
De ahí su idea de mirar a los internos de otra manera: como seres humanos, como personas que pueden ser rehabilitadas mediante actividades como el arte y el deporte como actividades cotidianas, organizadas y metódicas que disciplinan, pues mientras el control solo somete, humilla y termina por hacer de la persona un ser sin dirección, “la disciplina permite que el hombre se construya”.
Con la idea de que la medicina no es para la gente sana, sino para los enfermos, Pedraza recuerda haber reunido a presos de distintos penales para montar El hombre de La Mancha, tras de cuyos ensayos diarios todos se unían para cantar “El sueño imposible”, que se volvería un himno de los internos.
Recuerda que fue en el penal de San José el Alto donde preguntó al director: “¿Quién es aquí el interno más peligroso, el más cabrón?” “El Chino”, le respondieron, un tipo que había intentado fugarse haciendo un hoyo en la celda, que eludió un módulo de seguridad y, por la azotea, saltó una reja para posteriormente desarmar a un guardia e incluso intercambiar tiros con los guardias de las torretas, pero que no pudo alcanzar la calle porque su escalera improvisada para ese fin no resistió.
Fueron a su celda. Él salió en chanclas, despeinado, con pants y camiseta. “Oiga, Chino, vengo a invitarlo a participar a una obra de teatro”, le dijo. “No. Yo no soy actor”, le respondió aquel, aunque tras hablar con él largamente aceptó a regañadientes. Le pidieron ponerse una sudadera y unos tenis, y cuando llegó a donde estaban los otros internos, estos, admirados, le abrieron el paso. “El Chino” estaba asombrado y se quedó. Hoy –dice Pedraza– ese irreformable le entra duro al teatro y a la talla en madera, porque, además, es un espléndido artesano.
Platica que en cierta ocasión se celebró en Querétaro una reunión nacional de directores de penales, a quienes invitó a ver una representación en el patio de la prisión, sin rejas, con público de fuera; durante el intermedio, los presos ponían un tianguis y todos podían comprar en alguno de los puestos. “¿De dónde traen a toda esta gente?”, preguntó un funcionario. La respuesta lo dejó en silencio: “Son los internos”. “¡Cómo es posible, yo nunca le doy la espalda a un interno y estos están aquí mezclados con la gente de afuera y con nosotros”, dijo tras unos momentos.
Hoy retirado, Juan José Pedraza explica que para esa gente el interno debe ser castigado y buscarán siempre sembrar la duda sobre éste. Para él, en cambio, el interno debe ser apoyado en su humanidad, debe ser susceptible de que se tenga fe y esperanza en él que debe mantener en contra incluso de esos intentos que buscan sembrar la duda y el temor.
Readaptarse significa recuperar la dignidad como hombre incluso en el lugar en el que menos se espera, aunque para los políticos en campaña o con aspiraciones todo se reduce a que quien “anda haciendo maldades y destruyéndole la vida a la gente no tiene por qué protegerlo tanto la ley”, sin importar si se habla de un menor de edad.
Se trata de una política sin escrúpulos cuyo fin último es generar visibilidad; legislar se reduce a presentar proyectos que abonen a la popularidad sin análisis de su factibilidad y peor aún, de su legalidad, pues el marco vigente y la reforma constitucional en materia de derechos humanos aprobada en 2011 impiden que estas iniciativas prosperen. Sin embargo, de cara a cada proceso electoral en México aparecen varios partidos y candidatos con su propia iniciativa bajo el brazo.
Nunca el contexto de violencia había sido tan atractivo para medrar con el miedo, sembrar en la gente una concepción de la justicia como venganza, muy alejada de los derechos fundamentales universales, complacer a una parte del electorado, lucrando con el dolor de las víctimas y prometiendo la versión más dura de la “justicia” como solución a la comisión de delitos, pero sin ningún atisbo de invertir mayores esfuerzos en prevenir la delincuencia, readapatar, reinsertar y acompañar a las víctimas con más medios y recursos.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).