¿Qué es un oligarca ruso?

En la historiografía marxista sobre América Latina, un oligarca era siempre un rico que debía su fortuna a la complicidad con el capital extranjero que saqueaba las riquezas nacionales. Valdría la pena preguntarse por el lugar de los nuevos oligarcas rusos en el discurso de la izquierda fascinada con Putin.
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Se dice que uno de los primeros en utilizar la expresión “oligarcas rusos” fue el empresario Boris Berezovsky, allá por los 90, en una entrevista con el Financial Times. Gracias a la amistad con Boris Yeltsin, Berezovsky se convirtió en uno de los magnates más poderosos de Rusia, controlando antiguos emporios estatales como la fábrica de automóviles Lada y la línea de vuelos Aeroflot, además de otros negocios en los sectores bancarios, energéticos y de las comunicaciones. Como otros empresarios cercanos a Yeltsin –Mijail Jodorkovsky, Vladimir Gusinsky, Alexander Smolensky o Vladimir Vinogradov–, que acabaron en la quiebra, exiliados o asesinados, bajo los primeros gobiernos de Vladimir Putin, Berezovsky apareció muerto en su apartamento de Londres en 2013.

Muy pocos de los magnates de Yeltsin sobrevivieron a la era Putin, pero los que lo hicieron, como el potentado del níquel Vladimir Potanin, Mijaíl Fridman o Piotr Aven, dueños, estos dos últimos, de Alfa Bank y la petrolera TNK, ya eran para mediados de esta década algunos de los hombres más ricos de Rusia. Según la revista Forbes, estos empresarios y otros, como Alisher Usmánov, magnate del gas y figura emblemática de la llamada “segunda generación de oligarcas”, amasan fortunas de más de 17 mil millones de dólares. La consolidación del poder de Putin, en lo que llevamos de siglo XXI, se basa, en buena medida, en la vertebración de una nueva clase empresarial que le es leal porque sabe lo que cuesta la traición.

Los magnates rusos controlan sectores estratégicos de la economía del país, pero también funcionan como operadores de comercio, inversión y crédito en regiones de interés para Moscú o como agentes de influencia en grandes capitales de Occidente. La llamada “trama rusa” que ha develado el fiscal especial Robert Mueller en Estados Unidos ofrece un directorio de ese empresariado, involucrado en la compra y venta de favores políticos en Washington, especialmente en sectores del conservadurismo republicano y el equipo de campaña de Donald Trump.

Algunos de los oligarcas ahora sancionados por Estados Unidos, como Oleg Deripaska, se hicieron ricos al inicio del primer gobierno de Putin por medio de franquicias en la industria pesada, el gas, los aeropuertos y los servicios bancarios. Deripaska, zar del aluminio en Rusia, también cercano a Sergei Prikhodko, segundo al mando del primer ministro Dimitri Medvedev, hizo negocios con Paul Manafort, jefe de campaña de Donald Trump en 2016. Junto con el comerciante de origen uzbeko Iksander Makhmudov, dueño de la Compañía Minera y Metalúrgica de los Urales, Deripaska ha sido investigado en Gran Bretaña y España por denuncias de lavado de dinero.

Si se revisan las listas de Forbes se leerán decenas y decenas de nombres de magnates rusos que manejan miles de millones de dólares. Todos, en algún momento, se tomaron una foto con Putin, que sus propios medios exhiben con orgullo. Ninguno de ellos se ofende por aparecer en Forbes, como Fidel Castro o Hugo Chávez o Nicolás Maduro o Diosdado Cabello. De hecho, esos empresarios colaboran con las investigaciones de Forbes, aportando datos precisos sobre sus fortunas u ofreciendo información sobre sus labores de beneficencia y filantropía.

Otros oligarcas sancionados, como Victor Vekselberg y Aleksander Torshin, también tuvieron algún tipo de contacto con la campaña de Trump y el segundo está siendo investigado por un posible lavado de dinero a través de la National Rifle Association (NRA), que hizo cuantiosos aportes a las candidaturas de los republicanos para la presidencia o el congreso. Torshin mismo es donante de fondos y miembro vitalicio de la NRA, una institución severamente cuestionada en los últimos meses, en Estados Unidos, por el movimiento juvenil en favor del control de armas, que se ha articulado tras la masacre de Parkland, Florida.

En la historiografía marxista sobre América Latina que, para bien o para mal, las ciencias sociales soviéticas contribuyeron a difundir, un oligarca era siempre un rico o, más precisamente, un burgués, que debía su fortuna a la explotación de los trabajadores y a la complicidad con el capital extranjero que saqueaba las riquezas nacionales de los países pobres. Valdría la pena preguntarse por el lugar de esos nuevos oligarcas en el discurso de una izquierda latinoamericana, fascinada con Putin, que no se escandaliza por los nexos venales del capitalismo ruso con el conservadurismo norteamericano.

Algunos de los mejores historiadores latinoamericanos, como Tulio Halperin Donghi, llamaban “repúblicas oligárquicas” a los regímenes de “orden y progreso” de fines del siglo XIX y a las democracias restringidas de Brasil y Argentina en las tres primeras décadas del siglo XX. Los revolucionarios latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XX, con Fidel Castro a la cabeza, se formaron en el rechazo a ese tipo de regímenes políticos. Resulta irónico constatar que los sucesores y herederos de aquellos revolucionarios sean hoy aliados y partidarios de la gran república oligárquica rusa, un imperio renacido que fomenta las derechas conservadoras en Estados Unidos y Europa y las izquierdas bolivarianas en América Latina.  

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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