Johannesburgo.
Con la muerte el viernes de Robert Mugabe, el mundo ha perdido a uno de sus líderes más icónicos de los últimos tiempos, pero también dice adiós a un dictador implacable que perpetró un genocidio y arruinó a su país con sus políticas económicas de corte comunista.
Robert Gabriel Mugabe nació en la colonia británica de Rhodesia del Sur en 1924, y recibió de misioneros católicos la formación como maestro que continuaría en Sudáfrica y Ghana. La militancia política del joven Mugabe se moldeó en la influyente universidad sudafricana negra de Fort Hare y empezó a manifestarse a su regreso en los 60 a Rhodesia, cuando fundó el movimiento de liberación al que consagraría su vida.
Detenido en 1964 por sus actividades subversivas, este joven introvertido de aspecto de seminarista pasó diez años entre rejas que aprovechó para estudiar varias carreras a distancia en la Universidad de Londres. A su salida de prisión en el 74 se hizo con el liderazgo del movimiento emancipatorio negro.
Con apoyo de China, Mugabe lanzaría una campaña guerrillera contra el régimen de Ian Smith, que había declarado la independencia del Reino Unido para mantener unas políticas raciales que ya no eran aceptables para la metrópoli. Más de 27.000 personas morirían durante la guerra civil entre los rebeldes y el Ejército rhodesio, y Smith acabo cediendo a un salida del poder negociada que encumbraría a Mugabe ante el entusiasmo del mundo. Tras toda la sangre derramada, Zimbabue nacía avalado por la mismísima Reina de un parto limpio e incruento que daba garantías a los blancos con el parlamentarismo británico como modelo.
Revolucionario, marxista, católico y profundamente apegado a una tradición británica de la que formaba parte y no pudo renegar ni cuando más se peleó con el Imperio, estaba llamado a hacer posible la esperada síntesis entre el África orgullosa que se liberaba y la civilización avanzada y democrática que no había sabido contentarla. A su disposición tenía además un país fértil y de enorme capital humano, que los blancos rhodesios se han marchado no dejan de añorar y buscar por encima de todos los traumas.
Además del compromiso de convivencia, a Mugabe se le aplaudió en sus primeros años que respetara el pluralismo político, redujera la pobreza y extendiera la educación pública. Ante el entusiasmo de organizaciones como la FAO por las políticas económicas chavistas, y teniendo en cuenta lo pronto que empezaron las matanzas, es lícito preguntarse si no era todo fruto de la buena voluntad con otra gran esperanza de África.
Porque Mugabe llegó al poder en el 80, y casi enseguida empezó a afrontar el malestar de la etnia minoritaria ndebele, de la que formaba parte el líder de la otra guerrilla que combatió por la independencia, Joshua Nkomo. Ante el descontento social y los supuestos indicios de una rebelión armada en la región de Matebeleland, donde se concentran los ndebeles, Mugabe y su núcleo de poder de la mayoría shona a la que él mismo pertenecía pusieron en marcha un plan de exterminio en el que fueron asesinados entre 1982 y 1987 de más de 20.000 ndebeles, en su mayoría hombres jóvenes susceptibles de resistir al régimen. Pese a lo evidente de la masacre Mugabe siguió conservando parte de su crédito dentro y fuera de África, donde su verdadera naturaleza no se reveló hasta que cometió un atropello mucho menor pero infinitamente más famoso.
Fue nada más empezar la década del 2000, cuando después de poner en marcha un programa de redistribución forzada de la tierra promovió la toma de granjas de los blancos por parte de veteranos de la guerra contra Smith que se habían cansado de esperar más recompensa. Las ocupaciones provocaron un éxodo masivo de agricultores blancos que sumió al que había sido el granero de África en la escasez de comida y abrió la puerta a la hiperinflación y otras calamidades provocadas por las nacionalizaciones, la impresión desenfrenada de billetes y los niveles de corrupción estratosféricos que propicia el poder absoluto. Así se gestó otro de los legados señeros de Mugabe: una hiperinflación con pocos precedentes en la historia de la economía que destruyó por completo el poder de compra de los zimbabuenses en la segunda mitad de los 2000.
Para entonces Mugabe ya había perdido también el apoyo de buena parte de los shona, y solo se mantenía en el poder a través del fraude electoral y la violencia contra sus rivales, como la que perpetró en 2008 contra la oposición tras una derrota electoral que no habría aceptado sin la presión de Sudáfrica. La crisis se saldó con un gobierno de coalición en el que el ministro de Finanzas opositor Tendai Biti empezó a sanar la economía nacional con medidas realistas desconocidas para Zimbabue.
Sin embargo, Mugabe volvió a hacerse con todo el poder en 2013 entre denuncias de fraude. La economía volvió a caer y ya nadie le movería la silla hasta que la gerontocracia militar que le mantenía en el poder le retirara como a un viejo patriarca que ha perdido la cabeza. Ocurrió en 2017, después de que sus antiguos camaradas perdieran la paciencia ante sus intentos de designar como sucesora a su segunda esposa, “Gucci” Grace Mugabe, como se la conoce por su afición al lujo.
Tras deponer al matrimonio presidencial en un golpe militar incruento, los generales que mandan en Zimbabwe no solo renunciaron a castigar a Mugabe. Él y su familia disfrutaron de un curioso estatuto honorífico no muy distinto al de los monarcas que incluía sueldo y viajes pagados en avión del Estado a Singapur, donde Mugabe se trataba y murió hospitalizado.
Pese a todos los destrozos causados, aún es un héroe para muchos. Fui testigo de la adoración que despertaba en la rueda de prensa que dio con Zuma en su visita oficial a Sudáfrica en 2015. Mugabe venía a mendigar inversiones y créditos, pero se hizo el dueño de la sala con un discurso larguísimo e inconexo lleno de ocurrencias y sentencias sarcásticas sobre la historia y la política que mostraba todo su cinismo y cautivó a toda una audiencia entregada. Los periodistas le hacían fotos con sus teléfono móviles mientras le alababan la inteligencia. Los ministros de Zuma le aplaudían puestos en pie con cara de haber conocido a un santo.
La actitud ante Mugabe era muy distinta entre las masas de emigrantes y exiliados que cuidan los jardines, limpian las casas y ponen los cafés en la Sudáfrica que él tanto envidiaba y al mismo tiempo despreciaba por haber privilegiado la convivencia a la justicia revolucionaria.
“Decía que nos dio dignidad, pero qué dignidad es haber de irte de tu país para sobrevivir trabajando para otros blancos”, decía dos días después de la muerte de Mugabe el camarero Stanley, un emigrante de Zimbabue que, como cientos de miles de compatriotas, saca adelante a su familia trabajando en las prósperos zonas residenciales de la Sudáfrica blanca que Mándela no quiso destruir.
Marcel Gascón es periodista.