El bien común no existe. Los científicos sociales lo repiten a menudo, pero cabe recordarlo. Los recursos de un Estado son escasos. Eso quiere decir que no podemos gastar todo el dinero que nos gustaría en implementar políticas para todos a quienes nos gustaría satisfacer. Que los recursos sean limitados plantea necesariamente un conflicto sobre su uso, pues los intereses de los ciudadanos son diversos y obedecen a su posición dentro de algunas categorías: si son jóvenes o mayores, si viven en la ciudad o en el campo, si tienen un renta alta o baja, si tienen hijos o no los tienen, si son empresarios o asalariados, etc.
La democracia es un sistema que permite canalizar estas distintas preferencias para que se articulen de forma ordenada y mayoritaria. Los partidos políticos recogen las demandas de sus votantes y tratan de representar sus intereses para que vuelvan a confiarles su voto. Esto tiene ventajas indudables, pero también algún inconveniente. Por un lado, los partidos se preocupan por gustar a sus electores para que estos les premien electoralmente. Por otro lado, los partidos pueden verse paralizados por esa necesidad de resultar sexy: no es fácil implementar políticas audaces, aun si son necesarias para el país, cuando estas son impopulares o van en contra de los intereses mayoritarios de tu coalición de votantes.
En España, los dilemas generacionales han cristalizado en la transformación del sistema de partidos. La ruptura del bipartidismo y la consolidación de Ciudadanos y Podemos dan cuenta de lo lejos que los españoles más jóvenes se sienten de las viejas siglas. El PP es un partido con un electorado veterano: la edad media de sus votantes es de 57 años, y el 60% de ellos tiene más de 55 años. Solo el 12% de sus apoyos proviene de menores de 35 años. Algo parecido sucede con el PSOE, con un votante de 55 años de media y un 40% de electores mayor de 55 años.
Los pasados éxitos electorales del socialismo se construyeron sobre una coalición de votantes heterogénea, con apoyos transversales entre generaciones. Sin embargo, en los últimos años el PSOE ha ido tomando una deriva parecida a la de los populares, con un creciente peso de votantes pensionistas o cercanos a la edad de la jubilación. Por la composición de su electorado es comprensible que los viejos partidos estén más dispuestos a desarrollar políticas que beneficien a estos colectivos y a prestar mayor atención a sus demandas. En las últimas semanas los socialistas han hecho pública su intención de implementar medidas que permitan una subida de las pensiones.
Qué duda cabe de que a todos los partidos les gustaría poder subir de forma generosa las pensiones. Pero dado que los recursos son escasos y que todas las políticas generan ganadores y perdedores, es preciso preguntarse quiénes serían los perdedores de unas políticas que pongan a los pensionistas en el centro del debate público. La subida solo podría hacerse a costa de subir los impuestos a los trabajadores o bien de detraer dinero de otras inversiones públicas que afectarían especialmente a los jóvenes y a la infancia. Pero los jóvenes y los niños merecen dejar de ser los perdedores de un sistema que, especialmente desde la crisis, se ha cebado con ellos.
El paso de la recesión económica elevó la pobreza infantil en España hasta situarnos a la cabeza de Europa, solo por detrás de Rumanía y Grecia. Además, el 37,6% de las personas entre 16 y 29 años vive en riesgo de pobreza o exclusión social. Los jóvenes españoles son los europeos que padecen el desempleo y la precariedad en mayor medida, y su inserción en el mercado laboral es costosa y discontinua. El 80% de ellos aún vive con sus padres y no puede emprender un proyecto familiar propio.
La desolación de estos datos contrasta con la relativa buena situación en que viven nuestros jubilados: solo el 5% de ellos sufre pobreza, una de las tasas más bajas de la OCDE. Este es un dato para felicitarnos. Además, los mayores han sido un apoyo muy importante para sus familias, especialmente durante los años más duros de la crisis: cuántos hijos y cuántos nietos salieron adelante gracias a unos abuelos que tan generosamente compartieron su pensión. Pero este reconocimiento imprescindible no puede hacernos olvidar lo perverso del sistema. Ningún adulto debería tener que depender económicamente de sus mayores y ningún jubilado debería verse privado de la tranquilidad merecida después de una vida de trabajo.
Un país que trata dignamente a sus ciudadanos no es aquel que genera relaciones de dependencia entre unos y otros. Un país que trata dignamente a sus ciudadanos es aquel que provee iguales oportunidades para poder vivir una vida plena. Los viejos partidos han abandonado a los jóvenes por una razón muy sencilla: los jóvenes no les votan. Han preferido restringir sus atenciones a un electorado de mayor edad, en una estrategia que puede parecer racional, pero que tampoco está teniendo recompensa si echamos un vistazo a la evolución de las encuestas, con un peso relativo menguante del viejo bipartidismo.
Aunque hemos dicho que el bien común no existe y que los grupos sociales tienen intereses diversos y a menudo contrapuestos, eso no significa que estemos abocados a un enfrentamiento generacional. No es preciso escoger entre hacer políticas para los jóvenes y hacer políticas para los mayores. Lo que ha de hacer un partido con sentido de Estado es buscar los puntos en los que los intereses de ambos colectivos convergen e invertir políticamente en ellos. Un partido que aspira a gobernar ha de ser un partido capaz de coaligar a votantes de distintas generaciones.
No hay duda de que jóvenes y mayores tienen intereses convergentes. Todos tenemos interés en que el Estado de bienestar tenga estabilidad y continuidad, y eso implica una alianza entre generaciones. Los pensionistas necesitan tener la certidumbre de que podrán contar con una pensión digna cuando llega el momento de la jubilación, después de décadas de trabajo. Pero esas pensiones solo podrán pagarse con más trabajadores cotizando. Esto significa que tenemos que corregir las disfuncionalidades de un mercado laboral con un paro estructural completamente atípico y una dualidad que produce desigualdad entre trabajadores. Ambos problemas perjudican especialmente a los jóvenes, que son además quienes deberían tener hijos: de continuar la baja natalidad actual, España será el país de la OCDE más envejecido hacia 2050.
Por tanto, no se trata de escoger si queremos hacer políticas para pensionistas o para jóvenes, se trata de comprender que resolver las dificultades que afrontan los jóvenes es también mejorar los problemas de los pensionistas. La tranquilidad de los padres depende de un sistema en el que sus hijos encuentren oportunidades, y los jóvenes necesitan que eliminemos las trabas que les impiden poner en marcha un proyecto de vida propio. Ha llegado el momento de poner fin a las dinámicas perversas de subordinación y dependencia, y de permitir que jóvenes y mayores se miren como iguales. El futuro de España pasa por una alianza entre generaciones.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.