Una defensa izquierdista de la libertad de expresión

El activismo woke es un pasatiempo narcisista de clase media-alta. Un reciente libro reivindica un progresismo universalista y antidogmático frente a las políticas de identidad de izquierdas y derechas.
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Como izquierdista heterodoxo tenía muchas ganas de leer el nuevo libro de Umut Özkırımlı, Cancelados: Dejar atrás lo woke por una izquierda más progresista (Paidós, 2023). Özkırımlı, estudioso del nacionalismo e investigador principal del Institut Barcelona d’Estudis Internacionals, es un hombre comprometido de izquierdas: se opone al neoliberalismo capitalista y es un enérgico defensor de los derechos humanos de todas las personas marginadas. Pero está escandalizado con “cómo la izquierda se ha visto arrastrada a una espiral de odio tóxico e indignación, alejándose de los ideales democráticos de libertad y pluralismo que pretende representar” 

Extrae inquietantes similitudes entre el populismo de derechas contemporáneo y la política de identidad radical de la izquierda “woke”, y quiere ayudar a la izquierda a encontrar el camino de vuelta a una “política progresista universalista” comprometida con “una visión basada en la formación de coaliciones y de un programa basado en valores compartidos”. Considera que su libro es “un llamamiento a todas las personas desencantadas del populismo reaccionario y la política identitaria radical a liberarse del dogmatismo y del fanatismo, y a adoptar una nueva agenda progresista basada en nuestra humanidad común, respetando al mismo tiempo nuestras diferencias”.

Desde mi punto de vista, hay mucho que elogiar en este libro: tanto en el objetivo de Özkırımlı como en algunas de las sugerencias que hace para conseguirlo. Hablaré de ello más adelante. Por desgracia, también hay algunas cosas que me siento obligado a criticar. Algunas cuestiones clave se tratan de forma demasiado superficial; y algunas de las críticas de Özkırımlı a otros escritores son, en mi opinión, injustas.

A pesar de estas imperfecciones, el libro de Özkırımlı tiene el mérito de ser una de las primeras denuncias explícitas y exhaustivas de la “cultura de la cancelación” desde dentro de la izquierda radical. Y esto lo convierte en un importante punto de partida para el diálogo y el debate: no solo dentro de la izquierda, en sentido amplio, sino también entre personas justas de todas las tendencias políticas.

Empezaré por lo positivo, que es mucho. Al rastrear los orígenes de la “política de la identidad”, Özkırımlı concede acertadamente un lugar de honor al Colectivo Combahee River de lesbianas socialistas feministas negras, activo en la década de 1970, y cita extensamente su Declaración Colectiva de 1977, así como entrevistas más recientes con las fundadoras del Colectivo. Señala que las mujeres de Combahee fueron también las primeras en referirse a los “sistemas de opresión entrelazados”, mucho antes de que se acuñara el término “interseccionalidad”. Y subraya que “Su visión era interseccionalista pero inclusiva, abierta a la idea de trabajar a través de las diferencias. Sacaba su fuerza de las experiencias vividas y la opresión sufrida por sus miembros, pero no excluía la solidaridad con otras personas que sufrían diferentes clases de opresión […] Finamente, quizá lo más importante fuese que formaba parte de un programa político radical que era explícitamente anticapitalista”.

Özkırımlı continúa señalando el profundo contraste con la izquierda woke actual, que no ve “que la cancelación y la denuncia son también cuestiones de poder y privilegio; que la política identitaria radical es individualista y narcisista; que la terapia personal no es un sustituto de la acción política colectiva; que la indignación performativa no promueve la causa de la justicia social.”

Son críticas que corrobora a lo largo de su libro. Renuncia, comprensiblemente, a la hercúlea tarea de discutir detalladamente “las causas y las dinámicas de la transformación de un concepto antaño radicalmente progresista en una tenue sombra de su antiguo ser”, pero da espacio a las críticas de la política de identidad radical planteadas por marxistas como Adolph L. Reed Jr., izquierdistas independientes como Todd Gitlin y liberales como William Julius Wilson y Martha Nussbaum, críticas que en conjunto señalan el camino hacia una izquierda humanista renovada marcada por la solidaridad en las luchas colectivas.

Özkırımlı también aborda de frente la industria de la Diversidad, la Equidad y la Inclusión (DEI). Cita las pruebas empíricas que demuestran los repetidos fracasos de la “formación para la diversidad” en la consecución de sus objetivos, y realiza críticas mordaces y contundentes de las versiones del “antirracismo” ofrecidas por sus dos principales gurús contemporáneos, Robin Di Angelo e Ibram X. Kendi, así como por el autor británico Reni Eddo-Lodge. Hasta aquí todo bien.Yendo más allá, Özkırımlı critica las vastas expansiones recientes del concepto de “daño”, junto con “la imprecisión y la arbitrariedad de las definiciones de daño” y la falta de cualquier definición objetiva de “daño emocional”, “que depende casi enteramente de las percepciones de individuos o grupos particulares”. Considera que no hay nada malo per se en los conceptos de microagresiones, espacios seguros y trigger warnings [advertencia de contenido sensible], una opinión moderada y sensata con la que estoy moderadamente de acuerdo, aunque con el matiz de que existen críticas cuidadosamente razonadas sobre la falta de claridad conceptual en la noción de microagresión, que Özkırımlı no menciona. El autor menciona las pruebas empíricas que sugieren que los trigger warnings pueden ser de hecho perjudiciales para los supervivientes de traumas, pero sobre todo denuncia “la aplicación sistemática de dobles raseros”. Por ejemplo, un debate en la Universidad de Brown entre dos feministas sobre la cuestión de las agresiones sexuales en el campus hizo necesaria la creación de un “espacio seguro” para los estudiantes que pudieran sentirse “traumatizados”: “estaba equipado con galletas, libros para colorear, pompas, plastilina, música relajante, almohadas, mantas y un vídeo de cachorros retozando, así como estudiantes y empleados formados para tratar los traumas”.

Por otra parte,

no se lanzó ninguna advertencia de contenido sensible cuando una estudiante que estaba haciendo un máster de (sexualidad) género en la London School of Economics (LSE, por sus siglas en inglés) presentó una ponencia en una conferencia celebrada en abril de 2021 que concluía con las siguientes palabras: ‘Si las TERF piensan que lo trans representa una amenaza endémica para el feminismo, seamos la amenaza para el feminismo […] Imagínate esto: te pongo una navaja en la garganta y te escupo en la oreja mi transexualidad. ¿Te excita? ¿Te asusta? Eso espero, joder’”. Uno no puede sino preguntarse por el nivel académico de LSE. 

De forma más abstracta, Özkırımlı observa que “las definiciones actuales del daño, y por extensión de las microagresiones, se basan en una dinámica de poder vertical y descendente entre víctimas y agresores”, en la que los dos papeles se asignan de forma simplista según una “jerarquía de víctimas” vinculada a las identidades demográficas de cada persona. Özkırımlı critica este enfoque por ser “esencialista”, y señala que es 

políticamente defectuoso – de hecho, peligroso–, puesto que reduce la resistencia política a subversión simbólica en temas que solo son relevantes para un segmento minúsculo y, sí, “privilegiado” de la población. Existe una razón por la que el concepto de microagresión no cuajó entre los habitantes crónicamente desempleados y empobrecidos de Misisipi, Luisiana […] (a pesar de que algunas de estas personas figuran entre las sometidas a las peores formas de maltrato cotidiano). A diferencia de la política de la identidad de las feministas queer negras, que extraía su fuerza de su realidad vivida, las microagresiones fueron inventadas y se convirtieron en “una cosa” entre los miembros relativamente pudientes y educados de las clases medias y medias altas, a menudo con algún vínculo con las universidades elitistas de la Ivy League o del Grupo Russell. 

La industria de la indignación

Özkırımlı ve la obsesión de la izquierda woke por vigilar la expresión como

el resultado final de un ciclo que comienza con la ampliación del significado de daño y la erosión de las fronteras entre el sufrimiento individual y el colectivo, y entre el físico y el emocional; continúa con la sobrevaloración del victimismo como un estatus moral opuesto al privilegio y la creación de una jerarquía del victimismo; y concluye con la transformación de la identidad, que era originalmente una herramienta para la justicia, en un valor sagrado en sí mismo, una mercancía que ha de salvaguardarse a toda costa. La lógica anticapitalista de la política identitaria es reemplazada por una lógica neoliberal que convierte a los activistas en empresarios

Y en esto detecta inquietantes similitudes con la derecha contemporánea, que también se centra en proteger identidades sagradas. Cita el estudio de 2014 de los científicos sociales Jeffrey M. Berry y Sarah Sobieraj, The Outrage Industry: Political Opinion Media and the New Incivility (La industria de la indignación: los medios de opinión política y la nueva incivilidad):

La manera en que los comentaristas conservadores y progresistas utilizan la indignación los une […] Consideremos prácticas tales como el empleo de un lenguaje que potencia los extremos ideológicos (por ejemplo, la descripción de alguien como “de extrema derecha” o “de extrema izquierda”), la “demostración” de que un oponente es un hipócrita (a menudo con citas descontextualizadas aportadas a modo de pruebas), la presentación de su versión respectiva de los temas de actualidad como la “historia real” y de otras crónicas como sesgadas. Tomados en su conjunto, hallamos extraordinarias similitudes entre conservadores y progresistas. Hay guiones que podrían reescribirse con facilidad para el otro bando, reemplazando simplemente los sustantivos”. 

Özkırımlı comenta que “nada ilustra mejor la fusión de la derecha y la izquierda en una descomunal máquina de indignación que lo que ha llegado a designarse ampliamente como ‘cultura de la cancelación’”. Señala con razón  la hipocresía de los derechistas que se quejan de la “cultura de la cancelación” izquierdista, pero guardan un extraño silencio cuando la censura emana de grupos de presión proisraelíes, donantes ricos o políticos de derechas, tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido. Demasiadas personas hoy en día, tanto de “izquierda” como de “derecha”, exigen libertad de expresión para sus amigos al mismo tiempo que tratan de amordazar a sus enemigos. Pero incluso los hipócritas pueden tener razón la mitad de las veces.

Y en este caso los hipócritas tienen razón a medias. Özkırımlı lo reconoce, al menos a medias, y es mordaz con la intolerancia de la izquierda contemporánea hacia la disidencia interna, especialmente en lo que se refiere a los excesos de la política identitaria:

¿Por qué son ignorados los presentimientos de las generaciones precedentes de pensadores progresistas y marxistas, así como de las feministas queer negras? Y, lo que es más importante, ¿por qué hasta la más leve crítica de las ortodoxias wokes sobre cuestiones de raza, género y sexualidad se descalifican de inmediato por “dar alas a la extrema derecha”, “coquetear con el fascismo” o estar en “el lado equivocado de la historia”? ¿Cuándo perdió su dimensión crítica la izquierda actual? 

También es igualmente mordaz con el “negacionismo casi patológico” de la izquierda woke en respuesta a las críticas razonadas de su antiliberalismo. Como ejemplo cita la famosa “Carta sobre la justicia y el debate abierto”, publicada en julio de 2020 por Harper’s Magazine y firmada conjuntamente por “153 conocidos intelectuales y artistas, entre los que se incluyen liberales de toda la vida, de derechas o de izquierdas, … así como figuras con innegables credenciales progresistas radicales como Noam Chomsky, Todd Gitlin y Cornel West”. En opinión de Özkırımlı (y mía), se trataba de “un artículo de opinión bastante intachable sobre las amenazas a la libertad de expresión”. Escrita poco después del brutal asesinato policial de George Floyd, la carta comenzaba dejando clara su bona fides liberal:

Nuestras instituciones culturales afrontan un momento decisivo. Poderosas protestas por la justicia racial y social conducen a demandas largamente esperadas de reforma policial, junto a llamamientos más amplios en pos de mayor igualdad e inclusión en nuestra sociedad, y también en la educación superior, el periodismo, la filantropía y las artes. 

A continuación proseguía (aquí mis citas son algo más extensas que las de Özkırımlı, para dejar claro el razonamiento):

Pero esta revisión necesaria también ha intensificado un nuevo conjunto de actitudes morales y compromisos políticos que tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y tolerancia de las diferencias en favor de la conformidad ideológica. Mientras aplaudimos el primer elemento, también alzamos nuestras voces contra el segundo […] El intercambio libre de información e ideas, el fluido vital de una sociedad liberal, está cada día más constreñido. Si hemos llegado a esperar eso de la derecha radical, el espíritu censor también se extiende de forma más amplia en nuestra cultura: una intolerancia a las visiones opuestas, una moda de la vergüenza pública y el ostracismo, y la tendencia a disolver complejos asuntos políticos en una certeza moral cegadora. Defendemos el valor del discurso contrario robusto e incluso cáustico. Pero ahora es demasiado frecuente oír llamamientos a una retribución rápida y severa en respuesta a lo que se percibe como transgresiones de discurso y pensamiento […] Esta atmósfera sofocante acabará por dañar las causas más vitales de nuestro tiempo. La restricción del debate, sea a manos de un gobierno represivo o de una sociedad intolerante, daña invariablemente a aquellos que carecen de poder y hace a todos menos capaces de la participación democrática. La forma de derrotar las malas ideas es a través de la exposición, el argumento y la persuasión, no intentando silenciarlas o deseando que no existieran.

Pero, como documenta detalladamente Özkırımlı, lo que hizo exactamente la “izquierda” dominante fue tratar de rechazar esta crítica. Özkırımlı cita extensamente, y luego responde, las diversas evasivas que emplearon los periodistas y académicos “progresistas” tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido: 

  • La carta refleja la irritación de los intelectuales blancos cis de élite al verse desafiados por voces anteriormente marginadas.
  • La cultura de la cancelación no existe: es una invención de la derecha.
  • La cultura de la cancelación existe, pero busca desmantelar las relaciones de poder existentes y permitir la expresión de los marginados.
  • La cultura de la cancelación, si es que existe, rara vez tiene consecuencias negativas en la vida real de sus destinatarios.

La cuestión de fondo, como observó elocuentemente el periodista estadounidense Jonathan Rauch en su libro The Constitution of Knowledge, es que existe una profunda diferencia entre la cultura de la cancelación y la crítica honesta:

La crítica busca entablar conversaciones e identificar el error; la cancelación busca estigmatizar las conversaciones y castigar al que se equivoca. A la crítica le importa si las afirmaciones son ciertas; a la cancelación, sus efectos sociales. La crítica explota la diversidad de puntos de vista; la cancelación impone la conformidad de puntos de vista. La crítica es un sustituto del castigo social (matamos nuestras hipótesis en vez de a los demás); la cancelación es una forma de castigo social (matamos tu hipótesis matándote socialmente).

Aunque los derechistas puedan denunciar en voz alta la cultura de la cancelación de la izquierda, el hecho es que la gran mayoría de los objetivos de la cultura de la cancelación de la izquierda son liberales o progresistas heterodoxos. Esto no es casual, ya que el objetivo es silenciar la disidencia interna, no a los derechistas. Además, aunque los titulares de los periódicos cuentan historias de intentos de cancelación contra intelectuales prominentes que, de hecho, son “demasiado grandes para ser cancelados” –J.K. Rowling, Steven Pinker, Richard Dawkins–, su verdadero objetivo, como señala Rauch, es:

…el público espectador de personas mucho menos poderosas que comprendían que podían ser los siguientes […] “Esta carta no trataba realmente de Pinker en absoluto”, escribió un estudiante de posgrado llamado Shaun Cammack. “De hecho, tiene una función muy específica: disuadir a académicos y estudiantes menos conocidos de cuestionar el consenso ideológico. […] Hay 575 personas que se oponen a Pinker por sus opiniones, y en el pequeño mundo de la academia eso señala un coste extraordinariamente alto para la disidencia”. Pinker estaría bien, pero los más pequeños captarían el mensaje pretendido, que era evitar ideas o pensadores inaceptables.

Y aquellos que no captaron el mensaje, o que se sintieron impulsados a decir la verdad tal y como la veían a pesar de las posibles consecuencias, a menudo se quedaron sin trabajo en el mundo académico.

Al final, la mayor perdedora de la cultura de la cancelación izquierdista es la propia izquierda. Lo más obvio es que la cultura de la cancelación proporciona a la derecha un blanco fácil, permitiéndole hacerse pasar –de forma hipócrita, sin duda, pero provechosa al fin y al cabo– por defensora de las libertades fundamentales de todo el mundo. 

Además, la arrogante censura de la izquierda horroriza y aleja a los ciudadanos de a pie que podrían ser sus aliados en cuestiones políticas concretas. Pero aunque estas son las consecuencias negativas más obvias, son las menos importantes a largo plazo. Las consecuencias más graves de la cultura de la cancelación son internas: al silenciar la disidencia e imponer una conformidad ideológica, la izquierda socava su propia capacidad de debatir racionalmente la política y la estrategia y de corregir sus propios errores. Eso era obvio en los antiguos países comunistas, donde los disidentes podían enfrentarse a la cárcel o a algo peor; pero también era evidente en los partidos comunistas y otros de la vieja izquierda en Occidente, donde los disidentes no se enfrentaban más que a la excomunión social. Los movimientos de izquierda (y otros también) deberían celebrar a sus disidentes internos (y a los críticos externos reflexivos), no condenarlos al ostracismo o vilipendiarlos. Como John Stuart Mill observó hace mucho tiempo en su famoso ensayo Sobre la libertad

El mal peculiar de silenciar la expresión de una opinión es que se está robando a la raza humana; a la posteridad tanto como a la generación actual; a los que disienten de la opinión, aún más que a los que la sostienen. Si la opinión es correcta, se les priva de la oportunidad de cambiar el error por la verdad; si es errónea, pierden, lo que es casi un gran beneficio, la percepción más clara y la impresión más viva de la verdad, producida por su colisión con el error.

El brillante ensayo de Mill -que analiza en detalle ambos lados de esta bifurcación- no ha perdido nada de su actualidad un siglo y medio después.

Pero ahora, mis críticas.

Lo woke y el capitalismo

Özkırımlı etiqueta el importante y polémico libro de Greg Lukianoff y Jonathan Haidt, La transformación de la mente moderna (2018), como una “crítica conservadora”, y se refiere casualmente a “Haidt, Lukianoff, [y] otros analistas de la derecha”. Y esto, a pesar de que cita a Lukianoff describiéndose a sí mismo como “un demócrata liberal tratando de identificar y detener lo que ha ido mal en el liberalismo”, y a Haidt declarando que él nunca ha votado “a un republicano, nunca he dado un céntimo a un candidato republicano, nunca he trabajado para una causa republicana o conservadora. […] Por temperamento, disposición y emociones, soy liberal […] pero en mis creencias sobre lo que es mejor para el país, soy centrista. Ahora intento dar un paso atrás y estudiar las cosas”. 

Özkırımlı no da ninguna prueba de que Lukianoff y Haidt sean otra cosa que sinceros en sus profesiones de creencia política. Es cierto, señala que en su libro no hay “ninguna mención a las disparidades estructurales de poder entre la derecha y la izquierda, los miles de millones de dólares canalizados hacia causas conservadoras por una red de donantes ricos, [y poca mención de] los propios intentos de la derecha de reprimir la libertad de expresión.”

Esta crítica es acertada, pero malinterpreta el tema del libro de Lukianoff-Haidt, que no pretendía ser un análisis exhaustivo de las amenazas a la libertad de expresión en la academia contemporánea, sino más bien una investigación psicológicamente informada de la cultura obsesionada con la seguridad: “cómo las buenas intenciones y las malas ideas están abocando a una generación al fracaso”, en palabras del subtítulo del libro. Puede que Haidt y Lukianoff no sean tan de izquierdas como Özkırımlı o yo quisiéramos, pero es tremendamente injusto calificarlos de derechistas.

Peor aún es la reflexión de Özkırımlı sobre si “Haidt, psicólogo social de formación, no hace más que regurgitar lugares comunes de los argumentos conservadores, dándoles un barniz de respetabilidad científica”. Esta insinuación elude la cuestión clave, que es si (y hasta qué punto) los argumentos de Haidt son válidos o inválidos. Si no son válidos, entonces por todos los medios culpa de ellos a los conservadores, si eso te hace más feliz; pero si son válidos, ninguna burla sobre los “argumentos conservadores habituales” puede cambiar esa validez. (Uno podría, incluso, conceder magnánimamente a los conservadores el mérito de tener ocasionalmente razón). Özkırımlı diserta largamente sobre la política del debate, pero apenas analiza en absoluto el contenido de los razonamientos de Lukianoff y Haidt. 

Y para colmo, Özkırımlı da la palabra al filósofo de Yale Jason Stanley opinando que “Haidt ha liderado la campaña contra la corrección política, que se convirtió en el mantra del movimiento Trump […] Su proyecto Heterodox Academy es una “máquina de rabia alarmista” […] que se dirige a “minorías oprimidas que están enormemente subrepresentadas en la academia.” 

Esto ni siquiera es culpabilidad por asociación; es culpabilidad por asociación inventada. Özkırımlı no respalda las desquiciadas acusaciones de Stanley, pero tampoco las critica.

El análisis que hace Özkırımlı de las polémicas en torno a J.K. Rowling también es mixto. Por un lado, da mucha importancia –quizá demasiada– a un vídeo de TikTok “en el que aparecían varios libros de Harry Potter colocados en una pira ardiente” para protestar contra “la supuesta transfobia de la autora”. Se indigna, y con razón, con que “la quema de libros, un ritual notoriamente asociado con los nazis en la época contemporánea, y ampliamente considerado como un sello distintivo de la censura y el totalitarismo, [pueda] ser apropiado por grupos progresistas en nombre de la solidaridad con uno de los grupos más marginados de la sociedad”. Pero no aporta pruebas de que algo más que una pequeña minoría de “progresistas” quemaría realmente los libros de Rowling, o incluso se alegraría de quienes lo hicieran. Observa, con razón, que muchos de los principales críticos progresistas de Rowling, “al igual que los pastores evangélicos o los partidarios de extrema derecha de Trump, […] presentan sus ideas como una amenaza existencial para los verdaderos creyentes, una amenaza que necesita ser quemada simbólicamente para que el ave fénix de un nuevo espíritu de género pueda surgir de las cenizas”. 

Y señala el “problema clave del activismo woke”: “la censura autoimpuesta [y] el empobrecimiento intelectual voluntario, siempre desde una posición de perpetua victimización”. Pero me parece que centrar el análisis en la quema de libros puede ser un poco exagerado.

Por otra parte, Özkırımlı también es injusto con Rowling. Aparentemente tratando de ser ecuánime, dice sin rodeos que “puede o no ser tránsfoba”, añadiendo inmediatamente que “la propia Rowling niega vehementemente estas acusaciones, y muchos en la comunidad LGBTQ+ creen que no lo es; por si sirve de algo, estoy de acuerdo con esto último”. Pero no analiza en absoluto el fondo de las acusaciones ni explica por qué no está de acuerdo con ellas. Tampoco aclara cómo interpreta la palabra “transfobia”, ni discute los malentendidos creados por los significados radicalmente diferentes que la gente atribuye a esa palabra. 

Özkırımlı, a su favor, cita íntegramente el célebre tuit de Rowling: “Vístete como quieras. Llámate como quieras. Acuéstate con cualquier adulto que te acepte. Vive tu mejor vida en paz y seguridad. ¿Pero obligar a las mujeres a dejar su trabajo por afirmar que el sexo es real?”

Lo que difícilmente suena tránsfobo, al menos si se da a la palabra su significado habitual de miedo u odio a las personas transgénero. Pero Özkırımlı ni siquiera menciona el ensayo posterior de Rowling, más extenso, en el que explica, de forma elocuente y compasiva, sus razones para pronunciarse sobre cuestiones de sexo y género. En un mundo cuerdo, los detractores de Rowling leerían su ensayo –no solo su tuit de 219 caracteres– y luego responderían, si quisieran, criticando sus argumentos. Özkırımlı desea sinceramente conducirnos hacia ese mundo más cuerdo, pero me parece que ha desaprovechado esta oportunidad en particular.

Tras criticar con razón “la imprecisión y arbitrariedad de las definiciones de daño” y la falta de una definición objetiva de “daño emocional”, Özkırımlı pasa sin embargo inmediatamente a decir, sin más análisis, que “Pocos estarían en desacuerdo hoy en día en que la incitación al odio legalmente definida causa daño y debe prohibirse…”

Sin embargo, el concepto de “incitación al odio” es tan ambiguo y controvertido como el de “daño”. Además, apelar a definiciones legales no ayuda: en primer lugar, porque las definiciones legales en algunos países pueden no ser menos vagas que el concepto en bruto; y en segundo lugar, porque no todas las leyes son moral o socialmente correctas. (Como izquierdista declarado, Özkırımlı debería saberlo.) Por ejemplo, el físico y crítico social de izquierdas Jean Bricmont ha publicado una crítica cuidadosamente razonada de la actual legislación francesa relativa a la “incitación al odio”. Bricmont, como John Stuart Mill e innumerables otros liberales e izquierdistas, discreparía enérgicamente de que “el discurso del odio definido legalmente cause daño y deba prohibirse”. Está claro que Özkırımlı piensa lo contrario, como tiene perfecto derecho a hacer; pero en ese caso necesita definir con más precisión el “discurso del odio” que propone criminalizar, y explicar por qué su prohibición haría más bien que mal.

Por último, Özkırımlı menciona brevemente, pero no profundiza en ella, una importante cuestión relativa a los orígenes intelectuales de la doctrina de la “izquierda” woke contemporánea: “[Los activistas de hoy… rastrean con orgullo los orígenes de su política hasta el relativismo moral [y yo añadiría, epistémico] del pensamiento posmodernista francés. Sin embargo, por extraño que parezca, cuando se trata de promover ‘su verdad’, la izquierda despierta no es menos absolutista que la derecha.” 

Se trata, en efecto, de una profunda paradoja; yo diría, de hecho, que la invocación selectiva del relativismo epistémico para apoyar un dogmatismo absolutista (al menos en algunas cuestiones) es el rasgo filosófico central de la “izquierda” de la Justicia Social Crítica. Los lectores interesados en profundizar en este tema pueden encontrar una valiosa panorámica histórica y un análisis en el reciente libro de Helen Pluckrose y James Lindsay, Teorías cínicas.

Por último, pero no menos importante, me parece que Cancelados, aunque escrito por un izquierdista anticapitalista sin complejos, no es suficientemente marxista, en el sentido de que no analiza los orígenes de clase de la ideología woke. Yo propondría la conjetura de que lo woke es, de hecho, una ideología por excelencia de la clase profesional-gerencial (PMC en sus siglas en inglés): la clase en el capitalismo moderno, teorizada por primera vez por Barbara y John Ehrenreich (y de la que yo soy un miembro de rango medio), que consiste en:

trabajadores mentales asalariados que no poseen los medios de producción, y cuya función principal en la división social del trabajo puede describirse a grandes rasgos como la reproducción de la cultura capitalista y de las relaciones de clase capitalistas. La PMC incluye, por tanto, grupos como científicos, ingenieros, profesores, trabajadores sociales, escritores, contables, gestores y administradores de nivel medio y bajo, etc.; en total, entre el veinte y el veinticinco por ciento de la población estadounidense.

Los Ehrenreich argumentaron que

La conciencia de la PMC […] está formada por los aspectos aparentemente contradictorios de su existencia: Tanto la PMC como la clase obrera se ven obligadas a vender su fuerza de trabajo a la clase capitalista, con la que comparten una relación antagónica. […] Pero la PMC también está en una relación objetivamente antagónica con la clase obrera: […] en la vida cotidiana, su función es la gestión y manipulación directa o indirecta de la vida de la clase obrera: en casa, en el trabajo, en la escuela. Así, los intereses de clase objetivos de la PMC residen en el derrocamiento de la clase capitalista, pero no en el triunfo de la clase obrera; y sus actitudes reales a menudo mezclan la hostilidad hacia la clase capitalista con el elitismo hacia la clase obrera.

Esto se escribió hace casi medio siglo, pero creo que es extraordinariamente clarividente hoy en día. Yo diría que la ideología woke permite a los miembros de la clase profesional-empresarial presentarse –y verse a sí mismos– como virtuosos defensores de los oprimidos, al tiempo que promueven principalmente sus propios intereses de clase. La ideología woke sirve a los intereses de clase de la PMC al menos de tres maneras:

  • Para los estratos superiores de la PMC -aquellos con autoridad directiva, en particular en los departamentos de Recursos Humanos de las empresas- el credo woke les permite regular el discurso y el comportamiento, y aspiracionalmente incluso los pensamientos, de la clase trabajadora y de los miembros subordinados de la PMC.
  • Para cualquier miembro de la PMC que desee entrar en el juego, la ideología woke puede funcionar como una baza en la competición intraclase por los puestos de trabajo y la influencia. Por ejemplo, en el mundo académico, las “declaraciones de diversidad” se utilizan a veces como mecanismo de filtro preliminar para los solicitantes de empleo, imponiendo una prueba de fuego política a través de la cual los candidatos inadecuados pueden ser rechazados antes de que se evalúe la calidad de su investigación o docencia.
  • Para los estratos más bajos de la PMC –aquellos que pueden estar económicamente a la par, o incluso por debajo, de muchas personas de clase trabajadora con las que entran en contacto (compárese asistente editorial o profesor adjunto con electricista o fontanero)– la ideología woke proporciona compensaciones psicológicas. Al igual que el racismo proporcionaba un “salario público y psicológico” a los blancos pobres del Sur de Estados Unidos (y en menor medida del Norte) –podemos ser tan pobres como los negros, pero al menos se nos concede la deferencia social apropiada a los miembros de la raza superior–, lo woke proporciona un salario psicológico a los miembros subempleados de la PMC, permitiéndoles sentirse no solo educativamente superiores a la clase trabajadora, sino también moralmente superiores.

Hace unos años se plantearon cuestiones similares en un fascinante artículo del conservador iconoclasta Julius Krein. El artículo, que suena casi marxista en su análisis de clase y cita sin pudor el trabajo de los economistas de izquierdas Thomas Piketty, Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, descarta a la clase trabajadora, quizá con demasiado pesimismo, por tener “escasa agencia política en el sistema actual y ningún medio aparente para adquirirla”, y argumenta que el verdadero conflicto de clase actual es entre el 0,1 por ciento superior y el siguiente 10 por ciento, es decir, la clase profesional-gerencial (un término que utiliza explícitamente). Krein es incisivo y mordaz sobre la “izquierda” contemporánea de la PMC:

Otro obstáculo para los radicales izquierdistas de clase media-alta es su propia falsa conciencia debilitante, que supera fácilmente la confusión atribuida con frecuencia a la clase obrera. En lugar de reconocer francamente sus propios intereses profesionales de clase, proyectan sus preocupaciones sobre la clase obrera y se presentan como salvadores altruistas, solo para quejarse después de la falta de entusiasmo de la clase obrera. Esta ceguera les impide a menudo reconocer las divergencias entre sus intereses y los de los supuestos beneficiarios de sus proyectos e impide su capacidad para llevar a cabo cualquier reajuste político más amplio.

Desde el otro extremo del espectro político, la crítica cultural marxista Catherine Liu expuso recientemente ideas similares en su libro Virtue Hoarders (Acaparadores de virtudes), una ampulosa polémica contra “los trabajadores de élite de la PMC que trabajan en un mundo de identidad performativa y señalización de virtudes” y, al hacerlo, socavan la lucha por “la justicia social y la redistribución económica”:

Como clase, a la PMC le encanta hablar de prejuicios en lugar de desigualdad, de racismo en lugar de capitalismo, de visibilidad en lugar de explotación […] En los círculos liberales [y de la izquierda woke], hablar de clase o de conciencia de clase antes que de otras formas de diferencia no solo es controvertido; es herético. Te llaman “reduccionista de clase” si argumentas que raza, género y clase no son categorías intercambiables. Insisten con el mortífero término legalista “interseccional” para dar cabida a la crítica materialista de su política. El PMC simplemente no quiere que se desenmascaren su identidad de clase o sus intereses.

Como ejemplo, Liu cita la desinvitación del académico marxista negro Adolph Reed por los Socialistas Democráticos de América de Nueva York: incluso escuchar sus puntos de vista sería “reaccionario, reduccionista de clase y, en el mejor de los casos, sordo”. No es de extrañar que la izquierda woke –con su base social en la PMC– hable tanto de raza, orientación sexual y (últimamente) identidad de género, y tan poco de clase.

Pero lo woke no solo sirve a la PMC. Lo woke es también una propuesta beneficiosa para la propia clase capitalista, como ha señalado perspicazmente el columnista conservador del New York Times Ross Douthat: “El activismo empresarial en cuestiones sociales no está en tensión con el interés propio de las empresas en la política fiscal y la tacañería empresarial en los salarios. Más bien, el activismo existe cada vez más para proteger el interés propio y la tacañería.”

Es cierto que la señalización de la virtud corporativa en cuestiones sociales controvertidas tiene el inconveniente, para la sociedad en su conjunto, de que

confirma la sospecha de los obreros de que el liberalismo ya no está organizado en torno a los intereses económicos de la clase trabajadora, y alienta a los conservadores culturales en su sentimiento de asedio general […] [Todo esto] ayudará a sostener al Partido Republicano incluso cuando se tambalee más hacia la demagogia y la paranoia – haciendo que el voto al Partido Republicano sea la única forma de protestar contra una política liberal respaldada por las empresas que parece indiferente al trabajador y un liberalismo cultural ascendente que tiene en su bando tanto a los consejos de administración como a Hollywood y el mundo académico. 

Pero, por supuesto, mientras este mismo Partido Republicano siga siendo pro-corporativo en su ideología económica los propios intereses corporativos tienen poco que perder con estas tendencias polarizadoras. De hecho, ganan en cualquier caso: “Su ideología woke les protege cuando el liberalismo está en el poder, y cualquier reacción solo ayuda a apuntalar un Partido Republicano que tiene su apoyo cuando llega el momento de hacer reformas fiscales.”

Özkırımlı dedica un largo capítulo final a esbozar su visión de una izquierda progresista renovada. Aquí solo puedo esbozar sus ideas y remitir a los lectores al libro para más detalles.Özkırımlı comienza extrayendo tres lecciones del exitoso activismo progresista, citando a Alicia Garza, una de las fundadoras de Black Lives Matter. En primer lugar:

La mayoría de los movimientos sociales contemporáneos confunden el poder con el empoderamiento… “El poder es la capacidad de impactar y afectar las condiciones de tu propia vida y la de los demás”; el empoderamiento, en cambio, “es sentirte bien contigo mismo, algo parecido a tener una autoestima alta”. “A menos que el empoderamiento se transforme en poder”, añade, “no cambiará mucho nuestro entorno.” El objetivo de la organización, concluye Garza, debería ser construir poder. 

En segundo lugar:

El poder en sí mismo no puede lograrse sin cultivar relaciones y formar alianzas. [Desgraciadamente, señala Garza,] “hay una tendencia a construir alianzas solo con aquellos con los que nos sentimos más cómodos, aquellos que ya hablan nuestro idioma y comparten nuestros puntos de vista sobre el mundo”[…] [Pero] “la construcción de movimientos no consiste en encontrar tu tribu, sino en hacer crecer tu tribu por encima de las diferencias para centrarte en un conjunto de objetivos comunes”. Black Lives Matter logró algunos de sus objetivos acercándose a organizaciones que no son necesariamente radicales, ni siquiera progresistas. Esto no significaba que “tuviéramos que ser menos radicales”, dice Garza. “Significaba que ser radical y tener una política radical no eran una prueba de fuego para poder unirse o no a nuestro movimiento”.

Y por último: “No se puede iniciar un movimiento a partir de un hashtag. Solo la organización sostiene los movimientos” […] Implicar llamar puertas, entablar conversaciones difíciles, escuchar y ponerse en el lugar de los demás.

En resumen:

Lo que hay que hacer es seguir el consejo ofrecido por generaciones de activistas feministas negras y acercarse a quienes no piensan como nosotros, [y] tratar de convencer al mayor número posible de que hagan causa común para lograr un cambio que beneficie a la mayoría […] [Eso] debería empezar por lo que compartimos, y no por lo que nos divide; luego tenemos que ir añadiendo capas para abordar mejor la miríada de amenazas (interrelacionadas) e injusticias a las que nos enfrentamos hoy en día.

Como alternativa a priorizar la raza sobre la clase (como hace la izquierda woke) o la clase sobre la raza (como hacía la izquierda tradicional), Özkırımlı defiende la Narrativa de Fusión Raza-Clase, un enfoque “ambicioso y empíricamente probado” del que son pioneros el profesor de Derecho de la Universidad de California-Berkeley Ian Haney López y sus colegas. Como explica López:

La política de fusión de raza y clase no es una combinación. No es aditiva. Es una historia muy específica sobre la raza inseparablemente unida a la clase […] En los grupos de discusión y en las encuestas que otros y yo hemos realizado en los últimos tres años, hemos sondeado el poder de las narrativas de raza-clase como esta: “Tenemos que unirnos, independientemente de nuestra raza o etnia. Lo hemos hecho antes y podemos volver a hacerlo. Pero en lugar de unirnos, algunos políticos agravan las divisiones, insultando y culpando a los distintos grupos. Cuando nos dividen, pueden amañar más fácilmente nuestro gobierno y la economía para sus ricos donantes de campaña. Cuando nos unimos rechazando el racismo contra cualquiera, podemos elegir nuevos líderes que apoyen soluciones probadas que ayuden a todas las familias trabajadoras.” Este mensaje de julio de 2020 fue más convincente para todos los encuestados -incluidos los votantes blancos con derecho a voto- que el mensaje de miedo de la derecha. También funcionó mejor que los mensajes de la Izquierda Racial y la Izquierda Daltónica, incluso entre los votantes de color. En otras palabras, la investigación sugiere que un mensaje de fusión raza-clase es el mensaje político más persuasivo disponible hoy en día, ya sea de derechas o de izquierdas.

Nuestras estrategias retóricas en comparación con el mensaje de la oposición: 1) Dog whistle (lenguaje en código) 2) Denunciar racismo blanco 3) Progresista que no ve la raza 4) Raza-Clase

Aunque desarrollado originalmente en el contexto estadounidense, Özkırımlı piensa (y yo tiendo a estar de acuerdo) que es probable que el principio de Fusión Raza-Clase sea aplicable en otros lugares donde los antagonismos raciales/étnicos dividen a los trabajadores, y cita un prometedor estudio piloto en el Reino Unido.

Özkırımlı termina su libro dirigiéndose a sus probables detractores de la izquierda woke:

Me preocupa más la aceleración del cambio climático[…] que el primer Plan de Acción Federal 2SLGBTQI+ de Canadá […] Creo que es más urgente abordar el problema de la deforestación legal […] que el reconocimiento de “eunuco” como nueva identidad de género. Y me preocupan más los 1.700 activistas medioambientales asesinados en la última década o el 85% de la población mundial que vive con menos de 30 dólares al día que encontrar los pronombres más inclusivos para dirigirse a los demás. Entonces, ¿significa todo esto que los temas que preocupan a la Izquierda woke no son importantes? Por supuesto que no. ¿Deberíamos posponer su tratamiento hasta que se resuelvan otras cuestiones más urgentes? No necesariamente. ¿Creo que la política de identidad radical nos está distrayendo de cuestiones no relacionadas con la guerra cultural? Sí, lo creo. ¿Creo que el activismo “woke” es un pasatiempo narcisista de clase media y media-alta impulsado por el empoderamiento individual? Por supuesto que sí. Y me pregunto: ¿por qué hay tan pocos izquierdistas progresistas que griten “el emperador está desnudo”?

Yo también me lo pregunto.

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es físico y matemático, y profesor en la Universidad
de Nueva York. Es autor, junto con Jean Bricmont, de Imposturas
intelectuales (Paidós Ibérica, 2008).


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