Verdad, frustración y amenazas normativas: cómo tratar con extremistas

El autoritario se activa cuando percibe una alteración del statu quo aceptado y cree que los líderes responsables de retomar el control son incapaces de hacerlo.
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Todo grupo político radical tiene su cuota de majaras e inadaptados. Aun así, los movimientos contraculturales parecen haber tenido más de la cuenta (…) La explicación parece sencilla. Aunque la contracultura no cuente entre sus filas con más chalados que el resto de grupos, está poco preparada para enfrentarse a ellos. Esta torpeza se debe a su incapacidad para distinguir entre desviación y disensión social (…) por este motivo siempre ha tendido a idealizar el comportamiento delictivo (…) reinterpretar (e intelectualizar) el crimen (…) que se considera forma de hacer crítica sociológica.

Este párrafo, que forma parte de Rebelarse vende (Taurus, 2004), escrito por Joseph Heath y Andrew Potter, es uno de los más iluminadores con los que he tenido la fortuna de toparme. En un libro escrito casi por las mismas fechas, The authoritarian dynamic (Cambridge University Press, 2005), Karen Stenner establece un concepto que resulta tan poderoso y útil para explicar la realidad actual como el de Heath y Potter: la “amenaza normativa”.

Conocer lo que activa a uno mismo es una tarea útil si se hace con honestidad: nos permite saber de antemano qué líneas no podríamos cruzar sin perdernos. Cada cual tiene las suyas, algunos tienen pocas y flexibles. Otros tienen muchas, muy rígidas. Basta acercarse a cualquiera de ellas para que se prenda el infierno pero, mientras se respete una distancia de seguridad, todo está “desactivado”.

Esas líneas son las amenazas normativas que mostró Stenner. No son aleatorias, son amenazas al orden normativo. Este orden, en palabras de Stenner, es “ese sistema de oneness y sameness que hace de ‘nosotros’ un ‘nosotros’”: una demarcación de personas, autoridades, instituciones, valores y normas que para algunas personas y en un determinado momento define “quiénes somos” y en “qué creemos”. En las sociedades modernas, complejas y diversas, continua Stenner, lo más peligroso para esa necesidad de sameness y oneness es la pérdida de confianza en los líderes y la falta de consenso en los valores básicos compartidos del grupo.

Cuando se suman la desconfianza en la capacidad/fiabilidad de autoridades, instituciones y líderes y el cuestionamiento de reglas compartidas que requieren amplios consensos, las personalidades autoritarias se sienten impelidas a revocar su aceptación del orden social, pero solo lo harán, explica la autora, si perciben la posibilidad de instituir otro sistema de autoridad (u otra demarcación que redefina ese “nosotros y ellos”) que les augure una mayor unidad y consenso.

No conozco a nadie que carezca en alguna medida de esos impulsos autoritarios. Todos somos y tenemos intolerantes dentro de nuestros grupos preferidos. Las instituciones milenarias han sabido gestionarlos con cierto éxito y por eso han sobrevivido.

Por mucho que pueda repugnarme, es mejor Bildu en una institución votando que ETA matando. Mi línea roja, mi amenaza normativa realizada, está en fotografiarse campechanamente con ellos. Por mucho que me asquee, es mejor Sánchez diciéndole a Rufián que parte de la culpa del problema “catalán” es del Tribunal Constitucional que tener que mandar al ejército. Mi línea roja, mi amenaza normativa violada estaría en la retirada de Borrell de primera línea en el control de la situación. Por mucho que me revuelva por dentro pensar que Ciudadanos va a aceptar los votos de Vox, mi amenaza normativa ejecutada estaría en verlos permitir legislar en contra de derechos de las personas LGTBI.

Para activar al autoritario se necesita lo mismo en todas las personas: percibir una alteración brusca del statu quo aceptado y tener la convicción de que los líderes responsables de retomar el control son incapaces de hacerlo.

Todo lo demás es y debe ser frustración. Los partidarios de la recentralización no lograrán todo lo que les gustaría y otros pensarán que la descentralización debería ir más más lejos, algunas feministas tendrán que frustrarse, los partidarios de Podemos tendrán que renunciar a sus objetivos, Vox y el Partido Popular deberán aceptar su cuota de inmigrantes y la protección a las mujeres, y todos tendrán que renunciar a cosas y modificar ligeramente leyes que consideran intocables. Una adecuada administración de frustración es imprescindible si queremos mantener íntegros los mimbres de la convivencia y del sistema social que nos ha dado las décadas más pacíficas y fructíferas de la historia de la humanidad.

El PSOE lidió con su grupo radical. Podemos era en sus orígenes tan intolerante como pretende serlo hoy Vox. Se pueden recordar sus escraches y sus guillotinas para la monarquía, sus baladronadas y su violencia “juguetona” e implícita, su apoyo a regímenes como el venezolano, su impugnación al consenso del 78 y sus rodeos al Congreso. El PSOE pactó con Ciudadanos y la línea roja de Cs fue no pactar con Podemos. El PSOE pudo haber llegado a un acuerdo con Podemos de forma independiente, de la misma manera que el PP lo ha hecho con Vox. Ambas “hipocresías” habrían sido toleradas por Ciudadanos: habría considerado que se respetaba esa distancia de seguridad imprescindible que sus votantes necesitaban. Pero Podemos no aceptó, porque esperaba sobrepasar al PSOE y llegar al poder.

Tras las elecciones andaluzas, Vox ha sido menos ambicioso o inexperto. Simplemente le ha deslumbrado la posibilidad de ser considerado un agente en el juego. El PP ha sabido lidiar mejor con su cuota radical y Ciudadanos ha podido salvar la cara.

En términos de alteración del orden consensuado y libertades, el Podemos original no es muy distinto de este Vox incipiente. Ambos grupos se crearon de nichos de votantes activados, con sus principios y valores sagrados que creían pisoteados. Podemos fue integrado, se le dejó jugar obligándole a respetar las reglas. Porque el Estado de derecho es procedimiento, y no es mejor escuchar a las “plazas” cuando son de nuestra cuerda que cuando son de la cuerda contraria. Tenemos el ejemplo de Venezuela y de Turquía. Ambos escucharon a las “plazas”. Ambos instauraron regímenes represores por aclamación.

Por asombroso que nos parezca, hay muchas personas que consideran que el feminismo se ha excedido y se ha convertido en una amenaza a sus valores básicos al considerar que culpabiliza, sin discriminar, a todos los hombres. Hay muchas personas que creen que el problema en Cataluña solo puede desembocar en la ruptura de su país y están dispuestos a mucho por impedirlo. Muchas de esas personas estaban enfadadas en sus casas mientras percibieran que había un partido fuerte que impediría que sus peores temores se materializaran. Pero Rajoy se fue. Llegaron Sánchez y Casado. Y se organizó Vox, porque esas personas “perciben la posibilidad de instituir otro sistema de autoridad (u otra demarcación que redefina ese “nosotros y ellos”) que les augure una mayor unidad y consenso”.

Hay un truco que se usa en política de manera habitual. Consiste en plantear cosas inaceptables para los otros grupos parlamentarios insertadas en propuestas sensatas. Ofrecer la aprobación de una petición de paz en el mundo y añadir una enmienda que hará que el electorado del otro grupo grite “¡traición!” Eso es el ABC del juego parlamentario.

En condiciones normales todos lo saben y aunque provoque indignación la cosa no suele pasar a mayores gracias a la alternancia política y las mayorías estables. Solo salen leyes “peores” de lo que podrían ser y ciertos asuntos se retrasan más de lo deseable. Pero podemos vivir con ello. En contextos atomizados y de alta polarización social la cosa cambia bastante. Lo queramos o no, en España vamos a un sistema con tres partidos en el entorno del 20%, otros dos que cubrirán juntos el 30%, y varios más que representarán 10% restante del electorado. Eso quiere decir que vamos a ver ese truco clásico repetido hasta la saciedad. El problema es que ya no resultará tan inocuo.

El ala izquierda razonable del espectro habrá de lidiar con sus extremistas, el ala derecha deberá hacer lo mismo con los suyos, y el centro tendrá la obligación de posibilitar la alternancia y castigar con su indiferencia al que abdique demasiado ante su parte más radical.

Con todos sus defectos es una suerte tener al PP, al PSOE y a Ciudadanos. Como también explica Stenner, los partidos conservadores son diques de contención de los votantes con tendencias más autoritarias. Antes los contenían dentro, ahora han de hacerlo a través de pactos. Antes eran más fuertes, ahora dependerán de terceros. Pero lo que realmente volvería catastrófica la situación sería que no lo hicieran. Que los intereses partidistas nos llevasen a utilizar los pactos del ala opuesta hasta el punto de destruir el sistema. Algo similar a lo que han hecho y siguen empeñadas en hacer las fuerzas políticas en el Reino Unido con el Brexit. Un Partido Conservador con problemas de unidad plantea la opción favorita de su cuota de radicales esperando con ello medrar y salir fortalecido. El desastre le toca gestionarlo a otro conservador -conservadora en este caso- y el Partido Laborista, repitiendo idéntica deslealtad a su país, es dirigido por una persona que vuelve a mirar por sus propios intereses partidistas y pretende que se consume la tragedia. Amenazas normativas hechas realidad sumadas a líderes incapaces de dejar de medrar a costa del interés general.

Para conseguirlo será importante decir la verdad. No a los profesionales de la política, que conocen perfectamente cómo se cocinan los acuerdos y establecen las alianzas, que saben lo que vale la palabra de cada cual y los trucos que se emplean casi cada día en cada moción, pacto, acuerdo parlamentario o reunión de toma de contacto. Tampoco a los que han ostentado y ostentan responsabilidades de gobierno y conocen en sus propias carnes que el “todo esto es muy difícil” de Rajoy no era ninguna boutade sino la pura realidad, sino a los ciudadanos, politizados o pasotas, porque independientemente de cómo funcione el juego democrático, todo pasa por lo que se conoce con el aséptico término: “activar a los votantes”.

Hemos visto lo que ocurre cuando no se puede gestionar adecuadamente la cuota de autoritarios activados. Sucede que el ala izquierda y el ala derecha se alinean. Ha sucedido y sucede con los chalecos amarillos en Francia, donde Mélenchon y Le Pen se turnan en sus mensajes de ánimo. Hemos visto lo que sucede en Italia, donde Di Maio y Salvini están encantados de odiarse juntos en el gobierno.

Una de las enseñanzas de Rebelarse vende, de Joseph Heath y Andrew Potter, es que el capitalismo acaba venciendo a sus enemigos convirtiéndolos en mercancía. Los neutraliza por medio de la asimilación: los hace parte del propio sistema que pretenden destruir. Nuestros autoritarios, por mucha repulsión que hacerlo nos produzca, han de ser igualmente asimilados por el sistema, y hacerlo impidiendo que lleguen a gobernar y puedan romper los consensos básicos. Han de terminar, como gráficamente muestra en la portada del libro, en camisetas y tazas: tal vez nos afeen la vista pero serán más inofensivos.

Para lograrlo todos deberemos convivir con altas dosis de frustración y los políticos y medios de comunicación deberán decir la verdad y levantar el pie de la moralización y demonización del adversario o la sociedad acabará rompiendo la baraja y votando cada vez en mayor medida a líderes autoritarios.

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Elena Alfaro es arquitecta. Escribe el blog Inquietanzas.


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