Esta semana ha vuelto a emerger el fantasma del elitismo en el debate autocrรญtico de la izquierda. Los aires de crisis han contribuido a una nueva denuncia de la brecha entre los representantes de la izquierda y los trabajadores, una queja que, sin embargo, no es nueva. Robert Michels ya se encargรณ de desmentir que la llegada de los partidos obreros al poder fuera a poner fin al elitismo en la democracia, sirviendo quizรก de experimento a la teorรญa que despuรฉs formularรญa Foucault: que allรญ donde hay una elecciรณn se establece una relaciรณn de poder, de forma que el elitismo es insoslayable.
Rechazar el elitismo implica, por tanto, no solo rechazar el proceso electoral, sino oponerse a cualquier praxis polรญtica y social: las relaciones contractuales, los tribunales de justicia, el matrimonio o la coerciรณn policial son ejemplos en los que resulta imposible rehuir las relaciones de poder. El nexo entre los intelectuales y la sociedad tampoco escapa a esta jerarquizaciรณn. Sostener un rechazo del elitismo en tanto que causa de una dominaciรณn puede constituir un reproche acertado y, al mismo tiempo, no conducir sino a la parรกlisis, pues la รบnica forma de no incurrir en ejercicios de subordinaciรณn es renunciar a la acciรณn.
Esta es una de las razones sobre las que se ha fundamentado la crรญtica a la obra de Foucault, que Habermas llamรณ โcriptonormativistaโ. Una crรญtica que puede hacerse extensiva a la izquierda actual en tanto que posmaterialista. No es que la izquierda haya renunciado a la normatividad, sino que parece haber abandonado su carรกcter mรกs prescriptivo (o llevado la prescripciรณn mรกs allรก de lo posible) para centrarse en el aspecto moral. En este sentido, las propuestas de los intelectuales de izquierdas no se distinguen demasiado, en muchas ocasiones, de una exรฉgesis religiosa.
El deslindamiento progresivo que la izquierda ha operado entre identidad y materialidad puede tener mucho que ver con el momento histรณrico en sentido amplio, pero estรก detrรกs de su crisis actual. La socialdemocracia habรญa entendido muy bien que su papel era mejorar las condiciones de vida de los trabajadores. Lo expresรณ mejor que nadie Tony Blair en la vรญspera de una aplastante victoria electoral, cuando usรณ la metรกfora del โMondeo manโ para referirse a una clase trabajadora que anhelaba progresar materialmente.
La izquierda posmaterialista, en cambio, parece haber olvidado que la principal aspiraciรณn de los obreros es dejar de serlo, quizรก porque sus รฉlites nunca lo fueron. Las actuales filas de la izquierda partidista estรกn nutridas de urbanitas de clase media que se ideologizaron en la universidad y a los que los dilemas cotidianos que enfrenta una familia trabajadora le son ajenos. Politรณlogos o licenciados en filosofรญa que debaten conceptos gramscianos en asambleas de barrio residencial, convencidos de formar parte de ese producto de las revoluciones industriales que se dio en llamar clase obrera.
Recientemente, un conocido cantante de rap al que apodan El Nega defendรญa la posibilidad de pertenecer a la clase obrera y โcobrar mรกs de 2.000 euros al mes, vivir en una casa de tres habitaciones, hacer viajes en vacaciones y comprarse un puto iPhoneโ. Las palabras del mรบsico ilustran bien una percepciรณn habitual entre la izquierda acomodada, aquella que sabe que por ingresos u origen social nunca podrรญa militar en las filas del obrerismo, pero para la que el obrerismo es una identidad aspiracional. Han solucionado el dilema resolviendo que la clase, como el rock and roll, es una actitud.
Una entiende la dificultad de sustraerse al romanticismo de la clase obrera, como comprensible es la debilidad por el encanto del rock and roll; despuรฉs de todo, John Lennon, que sucumbiรณ a ambas tentaciones con mรกs talento que casi todos, ya dijo que โa working class hero is something to beโ. Sin embargo, en el mundo real, los trabajadores manuales siguen teniendo las mismas aspiraciones que aquel โMondeo manโ de Blair: comprarse un coche, pagar la hipoteca, reunir ahorros para que sus hijos vayan a la universidad que ellos no disfrutaron. Para ellos no hay nada denigrante en convertirse en clases medias. Al contrario.
Esto no significa que nunca haya existido eso que todavรญa se llama orgullo de clase. La clase fue, tras la Revoluciรณn Industrial, el sujeto colectivo que dotรณ de pertenencia a millones de trabajadores que padecieron el desarraigo en un proceso de urbanizaciรณn a menudo traumรกtico. Las masas que abandonaron el campo y dejaron atrรกs a sus familias para afanarse en fรกbricas insalubres de la ciudad hallaron en esa clase de la que formaban parte con sus depauperados iguales la razรณn que daba sentido a sus vidas. La realizaciรณn por medio de un trabajo que otorgaba una identidad y el establecimiento de lazos de comunidad entre los obreros jugaron el papel de socializaciรณn que antes habรญa operado la naciรณn, y aun antes la religiรณn.
Sin embargo, en el mundo posindustrial los obreros aspiran a ser clases medias, mientras las รฉlites que se arrogan su representaciรณn parecen querer condenarlos a una estasis material que encuentran romรกntica. Hay algo cautivador en esa imagen de hombres enfundados en monos de trabajo que almuerzan sobre la viga de un rascacielos a cien metros de altura. Pero la imagen solo es irresistible en la medida en que uno no estรก preso en ella, en tanto que se trate de un cuadro del que uno puede entrar y salir a placer con vocaciรณn de voyeur.
Se ha planteado resolver la brecha entre las รฉlites izquierdistas y sus representados estableciendo cuotas de poder para miembros de la clase obrera. No cabe esperar grandes resultados de esta polรญtica, no solo porque conozcamos la โtendencia aristocrรกticaโ que opera bajo la ley de hierro de la oligarquรญa de Michels (la exigencia de especializaciรณn de la polรญtica compleja seleccionarรญa un tipo muy concreto y elitista de obrero, no al trabajador mediano), sino porque la observaciรณn nos sugiere que una cuota Caรฑamero o una cuota Corcuera no correlaciona necesariamente con la idoneidad de las polรญticas orientadas a los intereses de los trabajadores.
Como hemos seรฑalado mรกs arriba, afanarse en la supresiรณn del elitismo constituye un programa polรญtico en sรญ mismo (uno irrealizable y envuelto en un debate inevitablemente elitista) que, ademรกs, ocuparรก un tiempo muy valioso que podrรญa destinarse a acometer un programa polรญtico factible. No hay nada que impida a las clases medias o acomodadas urbanas representar eficazmente los intereses de los trabajadores, de hecho, el lรญder izquierdista mรกs exitoso de nuestra democracia sigue siendo, hasta la fecha, un abogado laboralista de Sevilla. La desconexiรณn entre los partidos de izquierdas y sus potenciales votantes no puede imputarse exclusivamente al origen de sus รฉlites, hay que buscarla en las ambiciones cruzadas de unos representados que quieren avanzar hacia el estatus de clases medias y unos representantes que querrรญan poder llamarse obreros.
A lo largo del texto he mencionado dos nombres de los que la izquierda ha renegado: Tony Blair y Felipe Gonzรกlez. No es una provocaciรณn, son los personajes que inevitablemente vienen a la cabeza al pensar en la izquierda que ha jugado un papel importante en Europa. No creo que sea una cuestiรณn menor que la izquierda haya ido adelgazando progresivamente la franja ideolรณgica que aspira a ocupar, de modo que todos sus referentes, polรญticos e intelectuales, queden hoy a la izquierda del PSOE. Difรญcilmente se pueden articular mayorรญas sociales en torno a proyectos tan estrechos.
La izquierda harรญa bien en no malgastar sus esfuerzos en la aboliciรณn de un elitismo consustancial a las organizaciones sociales y centrarse en mejorar las รฉlites que produce, ensanchando su base ideolรณgica y recuperando el sentido material de la representaciรณn. Un buen comienzo serรญa separar a los que quieren hacer polรญtica de los que quieren hacer rock and roll.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politรณloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.