Zuckerberg y el “filtrado” de la opinión pública digital

Hay que “domesticar” constitucionalmente a los Señores de Internet, pero la forma de lograrlo no puede ser dando poderes exorbitantes a supervisores públicos.
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”Es hora de volver a nuestras raíces en torno a la libertad de expresión. Estamos sustituyendo los verificadores de hechos por Community Notes, simplificando nuestras políticas y centrándonos en reducir los errores”, explicó hace unos días Mark Zuckerberg, fundador de Facebook. Aunque su declaración iba mucho más allá y suponía un alineamiento con las tesis libertarias de Elon Musk, propietario de X (el antiguo Twitter) y espadón digital de Trump, que postulan que las plataformas digitales han de ser un foro abierto en la lógica de la metáfora clásica del libre mercado de las ideas. Algo que choca con las nuevas tendencias regulatorias en Europa que han impuesto a las redes sociales exigencias en relación con la moderación de contenidos.

Cuando internet estaba en su momento germinal, apareció como la panacea de la sociedad sin gobiernos, en la que la libertad nacería de la ausencia de regulación. “Gobiernos del Mundo Industrial… no sois bienvenidos entre nosotros”, “declaro el espacio social global que estamos construyendo independiente por naturaleza de las tiranías que estáis buscando imponernos”, “el ciberespacio no se halla dentro de vuestras fronteras”, “es un acto natural que crece de nuestras acciones colectivas”, “estamos creando un mundo en el que todos pueden entrar, sin privilegios o prejuicios debidos a la raza, el poder económico, la fuerza militar, o el lugar de nacimiento”, “estamos creando un mundo donde cualquiera, en cualquier sitio, puede expresar sus creencias, sin importar lo singular que sean, sin miedo a ser coaccionado al silencio o el conformismo”. Son extractos de la Declaración de independencia del ciberespacio que J. P. Barlow presentó en Davos en 1996.

Casi treinta años después la realidad es muy distinta. Como tuve ocasión de relatar en estas páginas (aquí), internet se ha convertido en una selva dominada por unos Señores de Internet que nos recuerda a la poliarquía medieval con dimensiones globales. Y la libertad e igualdad de los cibernautas difícilmente se puede hacer realidad en un espacio digital en el que los fallos del mercado son cada vez más evidentes (concentraciones oligopolísticas, posiciones privilegiadas de poderes económicos y tecnológicos…). Es cierto que resulta muy difícil (por no decir imposible) impedir que una persona tenga acceso a la Red de redes, pero hoy día la difusión y recepción de los mensajes está fuertemente condicionada por la intervención de las plataformas digitales en la selección, recomendación y moderación de los contenidos. Dígase claro: las plataformas digitales han dejado de ser operadores “neutrales”, meros cauces de comunicación, para condicionar severamente el debate público a través del uso de mecanismos de inteligencia artificial que buscan no solo aplicar las normas comunitarias de cada plataforma sobre los contenidos admitidos o no en la misma, sino que, de forma más general, atienden a unos intereses determinados que el público desconoce al amplificar o silenciar ciertos discursos. Decisiones que, por mucho que sean adoptadas por “algoritmos”, lo hacen de acuerdo a una programación que persigue unos intereses humanos.

La cuestión que se plantea entonces es hasta qué punto la regulación pública es la respuesta adecuada a esta realidad y, en consecuencia, si resulta legítimo que se impongan obligaciones y cargas a las plataformas digitales en la moderación y gestión de los contenidos.

Pues bien, como he adelantado, la Unión Europea ha sido pionera a la hora de promover toda una serie de normas que regulan la actividad de las redes sociales (especialmente, la conocida como DSA). Sin embargo, esta aproximación europea contrasta con la lógica norteamericana que, aunque con gran debate en ese país, sigue fiel al ideal del libre mercado sin regulación. Una aproximación que será llevada al paroxismo por la Administración Trump.

En mi opinión, Europa acierta. Por recurrir a una metáfora: aquella playa virgen que iba a ser construida por los usuarios ha sido colonizada por grandes empresas que la están urbanizando indiscriminadamente. Lo cual justifica establecer unas normas para preservar aquellos bienes públicos que consideramos de relevancia. Si a un constructor podemos exigirle que al urbanizar deje zonas verdes o que cumpla con ciertas normas para preservar la seguridad o la accesibilidad, ¿acaso no podemos imponerle a una red social que adopte medidas para garantizar la privacidad o para prevenir la difusión de noticias falsas?

En el ámbito de la libertad de expresión, debemos ser conscientes de que esta no es solo un derecho de defensa frente a la censura del Estado, como originalmente pudo plantearse en una visión liberal. Los derechos fundamentales, y también las libertades públicas, tienen una dimensión objetiva que trasciende su importancia individual y que incorpora un mandato de protección de esos valores. En el caso de la libertad de expresión sería la preservación de una opinión pública robusta, abierta, plural. Por ello, en la lógica del constitucionalismo social y democrático el Estado no puede ser visto como un enemigo de la libertad (aunque en ocasiones pueda amenazarla), sino que este es también su aliado. Y, en consecuencia, los poderes públicos deben intervenir para crear aquellas condiciones que hagan posible la plena realización de esos valores y bienes y para permitir el pleno ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos.

De esta guisa, hay ámbitos de la normativa europea que regula las plataformas digitales que me preocupan desde una perspectiva liberal. En particular, se otorgan poderes exorbitantes a órganos reguladores y supervisores sin suficientes garantías, sobre todo cuando se quiere intervenir frente a ciertos riesgos. Lo hemos visto con las cartas del excomisario europeo T. Breton enviadas a redes sociales con ocasión de la guerra en Gaza y, de repetirse una pandemia como el covid, creo que la Comisión Europea haría uso de sus poderes para limpiar el espacio público digital de mensajes antivacunas que, a mi entender, en muchos casos estarían amparados por la libertad de expresión. 

Además, ya sea por recomendación de los poderes públicos europeos o por decisión libre de las plataformas digitales, se había producido un amplio “filtrado” de contenidos nocivos o problemáticos, como, por ejemplo, los discursos intolerantes (sexistas, racistas…), aunque los mismos no fueran ilícitos. De hecho, Facebook había creado una suerte de tribunal supremo de la libertad de expresión, su Oversight board, para resolver en última instancia sobre las decisiones de qué contenidos debían ser bloqueados de acuerdo con sus políticas. De ahí que sea legítimo plantearse el debate de hasta qué punto las redes sociales tienen el deber (incluso jurídico) de limpiar de este tipo de mensajes. Cuando sean ilegales, es claro que deben ser bloqueados, pero hay muchos supuestos “grises” que estaban siendo limpiados en aplicación de los códigos aprobados por las propias plataformas, con la consiguiente merma del carácter abierto de estos foros. Algo que se producía, además, en muchos casos por impulso de la propia Comisión Europea. 

Ahora bien, a pesar de estas cautelas, considero que la aproximación europea es adecuada al imponer a las plataformas digitales obligaciones de transparencia sobre la moderación y gestión de los contenidos, al establecer mecanismos de arbitraje y revisiones sobre sus decisiones de supresión de mensajes, y al obligar a que se analicen y adopten medidas para paliar los riesgos sistémicos que se deriven de su diseño o de su funcionamiento, incluidos los derivados de los sistemas algorítmicos, cuando se detecten efectos negativos o nocivos para los derechos de las personas o en relación con el discurso cívico y los proceso electorales, entre otros ámbitos. 

Más allá, aunque se ha quedado cerca, la Unión Europea no ha dado el salto de reconocer a las redes sociales como una suerte de “foro público” imponiéndoles obligaciones de tratamiento neutral de los mensajes e informaciones. Las plataformas pueden tener unas políticas más estrictas para bloquear contenidos lícitos (por ejemplo, una red social podría decidir limpiar cualquier contenido blasfemo u obsceno) y sus algoritmos pueden privilegiar los contenidos que quieran, siempre y cuando no generen un riesgo sistémico, como se ha mencionado antes. Pensemos en los problemas que puede plantear que una de las grandes plataformas digitales privilegie o silencie determinados grupos políticos en un momento electoral, como se está viendo en X con Alternativa para Alemania o con las injerencias vía Tiktok y otras plataformas en las presidenciales rumanas.

Así las cosas, mientras las democracias liberales se encuentran asediadas, debemos tomarnos muy en serio analizar qué está ocurriendo en la esfera pública digital y hay que poner la lupa sobre el funcionamiento de las grandes plataformas. Y, en Europa, ya disponemos de los instrumentos normativos para realizarlo. Eso sí, deben usarse con cautela y garantías porque, si por un lado urge “domesticar” constitucionalmente a los Señores de Internet, la forma de lograrlo no puede ser dando poderes exorbitantes a supervisores públicos. Por lo demás, en el mundo digital hemos de ser conscientes de que la censura que nos debe preocupar es poliédrica y presenta muy distintas caras: desde el clásico intervencionismo del Estado para acabar con ciertos discursos a través de prohibiciones y sanciones, a nuevas formas de censura privada de quienes controlan los foros digitales y tienen poder tecnológico para decidir lo que se lee o no en los mismos; pasando por medios más sutiles de censura vicarial o colateral en la que poder público y privado se pueden llegar a unir en el propósito de limpiar la esfera pública con riesgo para el libre debate de ideas. Así, tanto antes como hoy, debemos tratar de lograr ese precario equilibrio entre favorecer la mayor libertad individual de las personas para difundir sus ideas, creencias y dar cuenta de las noticias que gusten y la preservación de una esfera pública robusta, que no quede reducida a una ruidosa cacofonía.

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Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.


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