El creciente descrรฉdito de la crรญtica literaria invita a preguntarnos quรฉ estรก ocurriendo en una sociedad cada vez mรกs gobernada por un ilusionismo democrรกtico que en realidad esconde una tiranรญa publicitaria. Denostar o sofocar la crรญtica supone en primer lugar prescindir de la interpretaciรณn, un acto por otra parte indisociable de la propia literatura, entendida como una disciplina que, en sus manifestaciones mรกs responsables, sale siempre a averiguar el mundo y con รฉl todo lo que se ha dicho sobre la cuestiรณn. Toda gran obra โdesde Homero hasta Joyce, por ponernos canรณnicosโ entraรฑa un gesto crรญtico hacia su tiempo histรณrico que se ramifica hasta abrazar la cantidad de pasado que el autor decide sondear, delimitando su campo de acciรณn. No hay, a este respecto, ninguna legislaciรณn convenida ni frontera alguna โni siquiera el canon, que se ha constituido en virtud de su agonismoโ, tan solo la aceptaciรณn y el estรญmulo de ese gesto. Cuando se debate acerca de la misiรณn de la crรญtica, sobre el sentido de su negatividad o su mera razรณn de ser, a menudo se obvia el detalle, por lo demรกs evidente, de que negar o domar la libertad de juicio equivale a desnaturalizar la creaciรณn literaria, convirtiรฉndola en una fantasรญa inocua y complaciente o incluso perjudicial.
Ya Walter Benjamin advirtiรณ que era ocioso quejarse de la decadencia de la crรญtica pues habรญa sido sustituida, desde hacรญa mucho tiempo, por la publicidad. Por otra parte, como asumรญa el propio Benjamin, la crรญtica periodรญstica naciรณ con la publicidad, como intento de defensa contra la mercantilizaciรณn absoluta, por una necesidad de custodiar el fuego que ha ardido a lo largo de los siglos, mรกs allรก de la tรฉcnica y de las diversas organizaciones econรณmicas. Desde Platรณn y Aristรณteles la literatura ha sido sometida a un juicio final que no ha hecho sino renovar sus responsabilidades. Otra cosa es la toma de conciencia, en un determinado momento polรญtico, del estado en que se encuentra la esfera pรบblica, de la capacidad de supervivencia que la literatura, como actividad del espรญritu, tiene todavรญa ahรญ, de su articulaciรณn con el cuerpo civil, de si puede operar aรบn en el รกmbito mercantil o bien si su voz, por contundente y mordaz que sea, simplemente ya no se oye y tendrรก que volver a circular por las catacumbas.
Para tratar de prolongar, como mรญnimo, esas preguntas, se han publicado a lo largo de este aรฑo tres libros muy adecuados para la discusiรณn y cuya confluencia quizรก no sea tan azarosa. Los Ensayos literarios de Samuel Johnson (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2015; ediciรณn de Gonzalo Tornรฉ) vienen a llenar un vacรญo en la bibliografรญa en espaรฑol, brindando por fin la oportunidad de hacerse una idea muy cabal de la obra de un crรญtico tan citado y reverenciado como poco leรญdo. El caso del doctor Johnson es ademรกs muy elocuente con respecto al problema que nos ocupa. Su nombre se asocia siempre a una idea de autoridad acadรฉmica y humanรญstica que en realidad es equรญvoca. Johnson no ejerciรณ una autoridad transmitida, sino que antes tuvo que procurรกrsela. Por problemas econรณmicos, se vio obligado a abandonar sus estudios en Oxford al aรฑo de haberlos empezado y, gracias a eso, se marchรณ a Londres y malviviรณ durante toda su juventud de colaboraciones periodรญsticas, al tiempo que profundizaba en sus estudios. Solo cuando estaba a punto de imprimirse su Diccionario de la lengua inglesa (1755) โtarea que increรญblemente emprendiรณ a solas, con la ayuda de unos pocos amanuensesโ la universidad, persuadida de su prestigio, le concediรณ, laboris causa, el tรญtulo de artium magister, de modo que el doctorado que acompaรฑa su posteridad no se lo ganรณ en la provincia acadรฉmica sino en las calles de la metrรณpolis, en un Londres donde comenzaba a ensayarse la sociedad literaria. Johnson lidiรณ en una ciudad que empezaba a mostrar signos de creciente alfabetizaciรณn, en plena expansiรณn capitalista, con periรณdicos y revistas y un poderoso gremio de libreros que entonces ejercรญan aรบn de editores. Antes que humanista y poeta, Johnson fue un crรญtico plenamente moderno, audaz y combativo, injusto y parcial, arrogante y apasionado. En este sentido, la secciรณn mรกs reveladora de la ediciรณn de Tornรฉ es la muestra de sus artรญculos periodรญsticos, donde nos podemos topar con invectivas como esta:
Resulta fรกcil concebir por quรฉ cada moda se convierte en popular, quรฉ inactividad la favorece y quรฉ imbecilidad la asiste; pero seguramente ningรบn hombre de genio puede aplaudirse a sรญ mismo por repetir un cuento que ya tiene cansado a su auditorio, y que no otorga ningรบn honor a nadie salvo a su inventor.
Estรก hablando de los imitadores de Spenser, pero casi nos da igual, pues lo importante, lo inรฉdito, es la salida de tono, la justa distancia que sabe tomar y que habrรญa resultado imposible con el envaramiento de la cรกtedra, donde muy probablemente se habrรญa visto obligado a observar un decoro taxonรณmico que nunca le hizo falta. Lo mismo ocurre en las Vidas de los poetas ingleses (1779-1781), la รบltima gran obra que emprendiรณ y en la que se dispuso, de hecho, a examinar una propuesta editorial y publicitaria. La literatura inglesa estaba entonces empezando a organizarse en un cuerpo canรณnico y los libreros quisieron publicar una selecciรณn de los que a su juicio eran los mejores poetas en lengua vernรกcula. Para consagrar su operaciรณn, solicitaron el amparo de Johnson que, lejos de plegarse a la mera divulgaciรณn y prestar su autoridad al comercio, escribiรณ unas introducciones excรฉntricas, mezcla de biografรญa y exรฉgesis y donde no le importa perderse en digresiones llenas de observaciones acerbas. En el ensayo dedicado a Abraham Cowley, por ejemplo, ataca a los metafรญsicos โa la llamada escuela de John Donneโ con toda la crueldad de la que es capaz:
Los poetas metafรญsicos fueron estudiosos, y centraron sus esfuerzos en plasmar sus estudios en rima, pero con tan poca fortuna que no escribieron poesรญa, sino solo versos que, con demasiada frecuencia, soportaban mejor el juicio de los dedos que el del oรญdo, pues la modulaciรณn era tan imperfecta que solo podรญan llamarse versos si se contaban las sรญlabas.
A esta impugnaciรณn formal le sigue luego una reprimenda de orden moral con la que sin embargo Johnson acierta precisamente a definir y concretar la originalidad que con el tiempo la modernidad ha sabido reconocer en esa generaciรณn. Sospecho que en ese punto radica la diferencia que T. S. Eliot mantuvo siempre con el doctor. Johnson acusa a los metafรญsicos de proponer una dicciรณn inapropiada para un pensamiento novedoso pero inmoral. Y ahรญ las gafas de su tiempo le impidieron reconocer que esa brusca alteraciรณn en la expresiรณn y en las emociones constituรญa en realidad una importante evoluciรณn, mucho mรกs arriesgada que el neoclasicismo que defendรญa.
Por ello mismo resulta mรกs valiosa y sorprendente la apreciaciรณn que hace Johnson de Shakespeare en el prefacio y las notas a su ediciรณn de 1765, la mรกs rigurosa en su siglo desde el punto de vista filolรณgico y la mรกs personal y atrevida en su aportaciรณn hermenรฉutica. Como observa Gonzalo Tornรฉ en su prรณlogo, la brusquedad de Johnson adquiere para nosotros, inevitablemente saturados de lectura romรกntica, unos โcontornos alucinadosโ. A diferencia de lo que le ocurriรณ con los metafรญsicos, Johnson, en su enjuiciamiento de Shakespeare, no pudo ceรฑirse a los lรญmites de su moral cristiana y, al mismo tiempo que seรฑalรณ sus defectos con gran desparpajo, supo reconocer y conceptualizar aquello que salva al dramaturgo del caos y la precariedad en los que trabajรณ. A pesar del miedo que le suscitaban algunas tragedias, como El rey Lear, o de la impaciencia que le causaba la torpeza en el manejo de la trama, Johnson detectรณ la capacidad de Shakespeare para dramatizar la totalidad de la vida y atravesar toda virtualidad humana, superando los lรญmites de su รฉpoca pero sin caer aรบn en la bardolatrรญa propia de las siguientes generaciones.
Samuel Johnson consiguiรณ aunar en su servicio pรบblico habilidades que, sobre todo en Espaรฑa, estamos acostumbrados a reconocer por separado. Fue simultรกneamente un excelente filรณlogo y clasicista, un crรญtico ambicioso y un teรณrico ejemplar. Como teรณrico, Johnson parece ejercer el sentido comรบn que reclama Antoine Compagnon en su libro El demonio de la teorรญa (Barcelona, Acantilado, 2015), un exhaustivo repaso a lo que ha sido la evoluciรณn de la teorรญa literaria desde la Poรฉtica de Aristรณteles hasta Gadamer. Considerado en fuga, el trayecto de la teorรญa dibuja un lento proceso de desconfianza hacia la literatura, cada vez mรกs sospechosa a medida que se adentra en la ampliaciรณn democrรกtica, como si, en el fondo, el teรณrico no terminara de aceptar su secularizaciรณn y tratara de volver a sublimarla mediante una interpretaciรณn solipsista, liberada de la obra literaria, dispuesta solo a dialogar con otras teorรญas, a las que en รบltima instancia tambiรฉn aspira a abolir. Quizรก sea ese el gran asunto de la modernidad y el gran problema al que se enfrenta la crรญtica desde la Ilustraciรณn, es decir, cรณmo ejercer una autoridad en un mundo donde se ha destruido toda ilusiรณn de autoridad trascendente y a la que sin embargo se sigue apelando en todo hecho crรญtico y literario.
Sobre este asunto se explaya tambiรฉn Marcel Reich-Ranicki en un libro recientemente traducido, Sobre la crรญtica literaria (Barcelona, Elba, 2014), con un epรญlogo de Ignacio Echevarrรญa. Reich-Ranicki fue durante varias dรฉcadas el crรญtico mรกs popular y temido de Alemania, capaz de encumbrar a autores desconocidos en su exitoso programa de televisiรณn o de sostener duras polรฉmicas con autores consagrados como Martin Walser. Por su parte, Ignacio Echevarrรญa ha sido el crรญtico espaรฑol mรกs combativo de la democracia, dueรฑo de un criterio intransigente y de un estilo vigoroso, dรบctil y bien entrenado para la especulaciรณn hermenรฉutica, algo insรณlito en nuestra tradiciรณn, muy acostumbrada al impresionismo hueco e hiperbรณlico. Tanto Reich-Ranicki como Echevarrรญa han sido denostados (el segundo tuvo incluso que abandonar El Paรญs en una sonada polรฉmica, hace ya mรกs de diez aรฑos) por haber ejercido su libertad de juicio con severidad, en ocasiones incluso con saรฑa. Ambos se interrogan aquรญ precisamente sobre la pertinencia de la negatividad en el oficio del crรญtico. O, mejor dicho, Echevarrรญa, en un epรญlogo que en puridad es un ensayo complementario, amplรญa y complica las reflexiones de Reich-Ranicki, que, entre otras cosas, denuncia el paradรณjico desprestigio que tiene la crรญtica en Alemania, un paรญs cuyo principal filรณsofo habรญa utilizado la palabra โcrรญticaโ en sus obras mรกs importantes. La alusiรณn a Kant sirve a Echevarrรญa para aventurar una teorรญa segรบn la cual la resistencia a la crรญtica viene inducida por un malentendido:
Puede que a este respecto haya un malentendido generalizado. Puede que el reconocimiento que la crรญtica haya alcanzado como โinstituciรณnโ, por escaso que sea, permanezca supeditado a la vieja idea ilustrada de que el crรญtico es, en efecto, un mero portavoz del pรบblico, regulador y abastecedor de un humanismo general.
En su libro, Compagnon hace tambiรฉn alusiรณn a ese problema, que es el de la tensiรณn entre la subjetividad y la aspiraciรณn universal: โKant, despuรฉs de haber establecido la subjetividad del juicio estรฉtico, trata de escapar a la consecuencia ineluctable de la relatividad de ese juicio.โ Echevarrรญa supone que โla crรญtica moderna, surgida en tiempos de la Ilustraciรณn, obviaba en su programa la negatividad que ha terminado por caracterizarla vulgarmenteโ, una intuiciรณn muy perspicaz pero demasiado sesgada y dependiente de las consideraciones de Reich-Ranicki sobre la tradiciรณn alemana, donde la teorรญa del juicio, el gusto y lo bello de Kant en su tercera Crรญtica nos llevarรญan a disquisiciones sin salida. Baste decir que Samuel Johnson, al fin y al cabo un ilustrado, pudo ejercer esa negatividad sin ningรบn escrรบpulo, tal vez por las particularidades biogrรกficas que hemos comentado. Lo importante, en cualquier caso, es advertir que la crรญtica moderna, desde el principio, debe convivir con un problema constitutivo e ineludible. Benjamin, en una reflexiรณn que trae a colaciรณn Echevarrรญa, advirtiรณ que durante el romanticismo se pasรณ a hablar de โjuez de arteโ a โcrรญtico de arteโ, lo que supone el trรกnsito difรญcil de una autoridad inapelable a otra relativa, discutible e incluso despreciable. Ocurre, sin embargo, que el crรญtico moderno, cuando sabe trascender las tentaciones de la mera opiniรณn, crea una ilusiรณn de autoridad objetiva que opera en un รกmbito de conocimiento superior al gusto, puesto que estรก fundamentada en lo que Robert Musil llamรณ el โnivel alcanzadoโ, una constelaciรณn de obras y experiencias intelectuales de las que el crรญtico se erige en custodio para una determinada comunidad a la que pretende definir con su persuasiรณn.
Y ahรญ nos encontramos con otro problema. Johnson escribรญa para una sociedad donde empezaba a consolidarse una clase media y en la que se popularizaba la novela como nueva forma de entretenimiento y a la vez como crรญtica a esa democratizaciรณn, atendiendo a la nueva anatomรญa social pero sin traicionar su propio โnivel alcanzadoโ. Tanto Reich-Ranicki como Echevarrรญa, en cambio, desempeรฑaron su oficio con una cultura de masas plenamente extendida, algo que servรญa de altavoz a su criterio y a la vez condenaba su negatividad a una perpetua discordancia. Por ello, seguramente, Echevarrรญa concluye:
Si bien la tarea del crรญtico consiste en โsocializarโ la experiencia de la lectura, sabe que el destinatario de esa tarea no es de ningรบn modo el pรบblico en general, sino una comunidad siempre en construcciรณn de individuos susceptibles de ser โmovilizadosโ a partir de esa experiencia.
No hay nada que objetar, pero ยฟdesde dรณnde puede el crรญtico movilizar hoy en dรญa a esa pequeรฑa comunidad? Echevarrรญa cuenta que Lee Siegel, crรญtico de The New Yorker, anunciรณ, en otoรฑo de 2013, que nunca mรกs volverรญa a escribir crรญticas negativas, aduciendo que el ritmo de internet y su consumo rรกpido demandan compasiรณn y generosidad. Tal vez se podrรญa tomar esa claudicaciรณn como el punto final de lo que han sido las tribulaciones de la crรญtica moderna, pues lo que propone Siegel constituye, simple y llanamente, la evangelizaciรณn de la publicidad y la inhibiciรณn del criterio. Siegel โy con รฉl todos los apologetas de la caridad intelectualโ obvia el problema de que no se puede prescindir de la crรญtica como si fuera un capricho o un fenรณmeno exรณgeno a la literatura. El ejercicio de la crรญtica negativa hizo posible el Quijote y todo Shakespeare. La novela de Proust surge de la complicaciรณn de una oposiciรณn crรญtica a Sainte-Beuve. La tierra baldรญa, de Eliot, no es sino un gesto crรญtico โya no negativo sino devastadorโ hecho canto. La regresiรณn a esa alegrรญa del gusto conduce inevitablemente a una literatura inofensiva y ornamental que por supuesto redunda en un empobrecimiento polรญtico. Es interesante, en este sentido, reparar en la reflexiรณn รบltima de Siegel en su entrada de blog:
En mi actual manera de pensar, la mortalidad me parece mayor enemigo que la mediocridad. Se puede ignorar la mediocridad. Pero se debe prestar atenciรณn a las incontables maneras con que la gente se enfrenta a su mortalidad. Dentro del vasto y variado esquema de cosas, de cara a experiencias frente a las cuales incluso las palabras mรกs poรฉticas fracasan y enmudecen, escribir un libro incluso inferior puede ser una manera superior de vivir.
Contra esa simplificaciรณn de la experiencia y a favor de la complejidad de estar vivos โcontra la mediocridad en la asunciรณn de nuestra condiciรณn de mortalesโ escribieron Johnson y todos los crรญticos y teรณricos a los que Compagnon somete a juicio. Y mientras haya un solo autor que escriba aรบn por esas mismas razones, no quedarรก mรกs remedio que seguir interpelรกndolo y reconociรฉndolo, como sea y donde nos dejen. ~
(Palma de Mallorca, 1977) es editor-at-large de Random House Mondadori.