Ilustración: André da Loba

¡Abran las jaulas!

A menudo se afirma que el sistema capitalista conduce inevitablemente a la explotación de los animales. Sin embargo, algunos expertos consideran que el capitalismo ofrece la mejor esperanza de reducir el sufrimiento animal.
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Cuando, hace 43 años, mi artículo “Liberación animal” apareció en las páginas de The New York Review of Books, mucha gente me dijo que era imposible abandonar la explotación de los animales mientras viviéramos en un sistema capitalista.1 Wayne Pacelle, presidente y director ejecutivo de la organización protectora de animales más grande de Estados Unidos, la Humane Society of the United States (hsus), opina lo contrario. En The humane economy. How innovators and enlightened consumers are transforming the lives of animals escribe que “el capitalismo en su mejor versión” es una fuerza contra el sufrimiento animal, que “aplica la creatividad humana para dar respuesta a las demandas de un mercado moralmente informado”.

¿Tiene razón? En la línea de quienes piensan que el capitalismo es el problema, hay que aceptar que en Estados Unidos la presión de la competencia desenfrenada llevó a muchos granjeros tradicionales a la quiebra. Aquellos que consideraban a sus animales individuos y no querían tenerlos en espacios cerrados, confinados en jaulas o contenedores, se dieron cuenta de que ya no podían sobrevivir como granjeros. Por cada pequeño productor de huevos que existe hoy, hace cuarenta años había veinte. En el mismo periodo, el número de productores de cerdo y productos lácteos ha disminuido en un 91% y un 88%, respectivamente. Mientras tanto, las granjas industriales –o, como las denomina la industria ahora, “operaciones concentradas de alimentación de animales”– han crecido tanto que el número de animales producidos se ha disparado de mil quinientos millones en 1960 a nueve mil millones en la actualidad.

Sin embargo, la culpa no es del capitalismo. Estos cambios se han producido porque los consumidores compran productos de granjas industriales, o bien a pesar de conocer lo que implica para los animales que comen, o bien porque ni siquiera se lo preguntan. El especismo, que deja a tantos de nosotros en la indiferencia respecto a los intereses de los animales, es anterior al capitalismo y ha perdurado también en los sistemas económicos alternativos, ya sea el comunismo de Estado de la antigua Unión Soviética o el socialismo más idealista de los kibutz israelíes.2

A diferencia de lo que sucede en la Unión Europea, en Estados Unidos los esfuerzos por lograr una ley nacional que proteja a los animales de granjas industriales han fracasado. En cambio, los defensores de los animales han apostado por educar a los consumidores y usar el mercado moralmente informado para mejorar las condiciones de los animales. The humane economy analiza el impacto económico de la preocupación del público por los animales a través de una amplia gama de abusos hacia los mismos. Como podría esperarse, el interés se enfoca principalmente en perros y gatos, y Pacelle nos cuenta que dos grandes cadenas de tiendas de mascotas, PetSmart y Petco, han respondido a esta inquietud con un nuevo modelo económico. En lugar de vender mascotas, ponen a disposición de organizaciones de rescate espacios donde ofrecer en adopción animales que necesitan un hogar. Las tiendas dejan de percibir ingresos del comercio de las mascotas de raza y no reciben nada de las adopciones, pero esa pérdida se ve compensada por el incremento en ventas de productos a sus agradecidos consumidores.

Al hablar de la industria del entretenimiento, Pacelle plantea un contraste entre el éxito del Cirque du Soleil, que no utiliza animales, y el declive de los circos tradicionales cuyo atractivo se basa en “tigres feroces y elefantes que bailan”. El público ya cuenta con la información suficiente como para no disfrutar un espectáculo en el que animales exóticos hacen trucos que nunca harían si no los obligara el miedo que les producen sus entrenadores.

Aquellos que se oponen a la experimentación con animales llevan años insistiendo en el desarrollo y práctica de experimentos in vitro y simulaciones por computadora. Dichos métodos están cada vez más extendidos, en gran medida por motivos económicos, lo que ha permitido acabar con experimentos excesivamente dolorosos como la prueba de irritación ocular de Draize, en la que sustancias que van desde cosméticos hasta limpiadores cáusticos para el hogar se introducen sin anestesia en los ojos de conejos inmovilizados.

El uso económicamente más significativo que les damos a los animales, no obstante, es como alimento. Yuval Noah Harari, autor de De animales a dioses, una brillante historia de nuestra especie, ha descrito el trato que reciben los animales en las granjas industriales como “quizás el peor crimen de la historia”.3 Esto pone la producción industrial de animales en el centro de cualquier investigación sobre las posibilidades que tiene el mercado de lograr una transformación humana de nuestra relación con los animales, ya que si falla en eso estará fracasando en enfrentarse a la mayor fuente de sufrimiento que infligimos a los animales.

Tanto en el ensayo “Liberación animal” como en el posterior libro del mismo título describí tres formas extremas de confinamiento que prevalecen en granjas de cría intensiva: contenedores para becerros, contenedores para cerdas preñadas y jaulas en batería para gallinas ponedoras. Todas estas formas de confinamiento ahora son ilegales a lo largo y ancho de la Unión Europea –veintiocho países con más de quinientas millones de personas–. Este extraordinario logro es consecuencia, principalmente, del apoyo enérgico que organizaciones y coaliciones europeas de defensa animal han recibido por parte de la sociedad, pero la ciencia también ha desempeñado un papel importante.

El Reino Unido y Suecia fueron precursores. Gracias a votantes suficientemente preocupados por el bienestar animal como para convertirlo en un tema electoral, se prohibieron los contenedores para becerros y cerdas preñadas, y se hicieron esfuerzos para prevenir una ola de importaciones de países miembros de la Unión Europea que tuvieran estándares más bajos de bienestar animal. La Unión Europea es un área de libre comercio, así que requiere estándares homogéneos entre países. La Comisión Europea solicitó al Comité Científico Veterinario un informe acerca de los requerimientos básicos de bienestar para becerros, cerdas y, más tarde, gallinas ponedoras. La comisión de expertos declaró de manera inequívoca que las granjas industriales no cumplían adecuadamente los requisitos en sus contenedores y jaulas de uso estándar. Los informes recomendaban reformas de gran alcance, que el Parlamento Europeo apoyó y la Comisión Europea aceptó. Actualmente, en Estados Unidos estos tres métodos están prohibidos solo en California, como resultado de una votación realizada en 2008 por iniciativa ciudadana, aunque a partir de 2019 también serán ilegales en Michigan.

¿Por qué en Estados Unidos los esfuerzos por proteger a los animales de granjas industriales no se han concretado en el tipo de cambio legislativo que sí se ha logrado en Europa? ¿Será que a los estadounidenses les preocupan menos los animales? La experiencia de California sugiere que no es así: cuando los electores tuvieron la oportunidad de expresar sus puntos de vista acerca de si debían permitirse métodos de confinamiento que impidieran a los animales moverse o estirar sus extremidades, la respuesta fue un rotundo no. (Ese mismo año Barack Obama resultó elegido presidente y California fue uno de los estados más favorables a su causa; sin embargo, más californianos votaron a favor de dar libertad de movimiento a los animales en granjas industriales [63%] que a favor de Obama [61%].)

Es improbable que este cambio hubiera ocurrido en California de no haber existido la posibilidad de un referéndum impulsado por los ciudadanos. Sin embargo, ante la ausencia de dicho mecanismo, a nivel federal no han aparecido signos de una legislación de tipo europeo en la materia. No podemos ignorar el hecho de que los legisladores estadounidenses son menos receptivos a las opiniones de los ciudadanos que sus contrapartes europeos, especialmente cuando una industria que cuenta con recursos financieros considerables se opone a estos puntos de vista.

Ante la falta de una legislación nacional, ¿qué tan exitoso ha sido el mercado estadounidense moralmente informado para cambiar los tres métodos más extremos de confinamiento? Analicémoslos uno por uno.

En Liberación animal describí el método que en ese momento recomendaba la industria para producir carne de ternera:

Separar a los becerros de sus madres desde el primer día de nacidos.

Colocarlos, por el resto de sus vidas (aproximadamente dieciséis semanas), en contenedores de 1.5 por 0.6 metros (dimensiones que les imposibilitan mover el cuerpo al menos durante su último mes de vida).

Alimentarlos hasta su muerte con una dieta a base de líquidos, a pesar de que para entonces ya habrán pasado por mucho la edad en que, normalmente, deberían estar comiendo pasto (esta técnica mantiene la carne de un color rosa pálido, que el productor puede vender a un precio alto).

No colocar paja para que los becerros se recuesten, porque se la comerían (véase punto anterior).

Asegurarse de que los becerros no tienen acceso a ninguna fuente de hierro, un elemento que oscurece su carne. Revisar niveles de hierro en el suministro de agua y usar un filtro si estos son altos. Construir los contenedores de tal modo que los becerros no alcancen ninguna pieza oxidada, porque podrían lamerla para obtener hierro.

La producción de carne de ternera fue el primer asunto relativo a las granjas industriales en despertar el interés público. En la década de los ochenta, señala Pacelle, las imágenes de estos miserables becerros se grabaron de tal modo en la cabeza de los estadounidenses que el consumo per cápita de carne de ternera se redujo de un máximo de 3.9 kilogramos a 136 gramos. Tomó dos décadas de cabildeo para que la industria aceptara cambiar, en 2007, los contenedores individuales por un método de alojamiento en grupo que se hará efectivo en 2017. Desde entonces, el consumo de carne de ternera no se ha recuperado.

Las cerdas de cría –madres de los cerdos utilizados para producir carne– eran, y en muchos casos todavía son, mantenidas en contenedores apenas medio metro más espaciosos que los utilizados para los becerros. Estas cerdas alcanzan un gran tamaño, de modo que no pueden caminar ni moverse. De estar libres en un bosque, pasarían el día buscando comida, socializando con otras cerdas o cuidando de sus crías. Pero en los contenedores de gestación, como los llaman, no hacen más que estar paradas o sentadas, excepto por el breve periodo en que están comiendo. Desarrollan un comportamiento estereotípico para liberar estrés: se balancean hacia atrás y hacia adelante o roen las barras de sus contenedores. Solo se les permite salir de los contenedores para parir, amamantar a sus crías y pasar a otra variedad de confinamiento severo llamado “contenedor de parto”. (Los productores de cerdos no dicen que sus cerdas están “embarazadas” o que “dan a luz”, eso sería decir que se parecen a nosotros. Las cerdas “gestan” y después “paren”.) Tan pronto como las separan de sus crías las madres quedan de nuevo preñadas, a menudo por inseminación artificial. Entonces regresan a sus contenedores de gestación.

La estrategia de Pacelle para cambiar esta práctica requería consumidores moralmente informados. Durante muchos años el progreso fue lento, pero en 2011 recibió una llamada telefónica de Carl Icahn, un inversionista decidido que le ofrecía su ayuda en la lucha contra la crueldad hacia los animales. En una inspirada maniobra, Pacelle lo puso al tanto de los esfuerzos de hsus por persuadir a McDonald’s de dejar de comprar carne de cerdo a productores que utilizaban contenedores de gestación.

Los intentos por hacer que McDonald’s adoptara exigencias más sólidas de bienestar animal en sus suministros no eran ninguna novedad. En 1994 Henry Spira, pionero en temas de derechos animales, compró acciones de la empresa con el fin de promover una resolución en la junta directiva y exigir a sus proveedores la “alternativa menos restrictiva” para albergar animales. Tras ciertas disputas legales, Spira retiró su resolución a cambio del compromiso corporativo, asumido a través de una declaración pública, de exhortar a sus proveedores a tomar “todas las acciones razonables” para garantizar un trato digno a los animales. Spira era consciente de que eso podía quedarse solo en el papel, pero aceptó el trato partiendo de que “si McDonald’s se mueve un milímetro, todos los demás se mueven con ellos”. Fue la primera vez que la empresa aceptó su responsabilidad sobre la manera en que sus proveedores trataban a los animales.

Durante los dos años siguientes no hubo ningún cambio. Después la cadena tomó la decisión equivocada de demandar a un grupo de activistas londinenses por haberla difamado en un folleto. La mayoría de los activistas cedieron y pidieron disculpas, pero Helen Steel y David Morris decidieron enfrentarse al gigante corporativo y representarse a sí mismos ante el tribunal. Así comenzó el juicio por difamación más largo en la historia legal británica, después del cual un juez determinó que las declaraciones sobre la responsabilidad de McDonald’s en el trato cruel de animales no eran difamatorias, porque eran ciertas.

Tras la mala publicidad que McDonald’s recibió por este juicio, Spira renovó sus esfuerzos para persuadir a la compañía de que debía hacer transformaciones sustantivas. En 1997 lo acompañé a una reunión con Bob Langert, director de sostenibilidad de McDonald’s. Langert aceptó emplear a la experta en temas de ganadería Temple Grandin para hacer una revisión de los mataderos en los que adquirían carne, y dijo que considerarían poner en práctica cualquier cambio que ella recomendara a fin de mejorar el bienestar de los animales. Le propusimos que exigiera a sus proveedores una reducción progresiva del número de los contenedores de gestación para las cerdas, pero no hubo un gran avance en este punto.4 Después de la muerte de Spira en 1998, otras organizaciones –entre ellas, hsus– dieron seguimiento a la campaña. A lo largo de la siguiente década algunos de los proveedores más importantes de McDonald’s comenzaron a reemplazar sus contenedores, pero la empresa mantuvo su negativa de exigirles nuevas alternativas.

Pacelle y Spira estaban convencidos de que cualquier movimiento por parte de McDonald’s marcaría una tendencia para la industria entera, y sabían también que los directores ejecutivos de las grandes empresas suelen escuchar a un activista multimillonario con un historial sólido de compra de acciones para convertirse en miembro de la junta directiva e impulsar cambios a nivel administrativo. Si Icahn había hecho esto para que él y sus inversionistas obtuvieran ganancias, ¿qué le impediría hacerlo para reducir el sufrimiento animal?

Con Icahn a su lado, Pacelle pudo saltarse la oficina de sostenibilidad de McDonald’s para hablar directamente con Don Thompson, el director ejecutivo. Le expuso el argumento de que siempre que la ciudadanía ha logrado someter a referéndum el tema de los contenedores para cerdas –en iniciativas en Florida en 2002, Arizona en 2006 y California en 2008– el resultado ha sido la prohibición. Los ejecutivos de McDonald’s eran también conscientes, sin duda, de que la cadena Chipotle había experimentado un rápido crecimiento desde que años atrás se había comprometido a no comprar a productores que mantuvieran encerrados a sus cerdos.

En febrero de 2012, McDonald’s aceptó reducir gradualmente sus compras de carne de cerdo a productores que usaran contenedores. A pesar de que un vocero del Consejo Nacional de Productores de Puerco había declarado “no sé quién les ha preguntado a las cerdas si querían moverse”, aquí operaban las reglas del mercado, no las del gobierno, de modo que a pesar de la resistencia de la industria sus cabilderos en Washington no tuvieron posibilidad de bloquear la medida. Durante los siguientes tres años, más de sesenta marcas grandes siguieron el ejemplo de McDonald’s. Entre ellas había cadenas de comida rápida especializadas en hamburguesas como Burger King y Wendy’s, supermercados como Safeway y Kroger, megatiendas minoristas como Costco y Target y, el año pasado, Walmart.

Si los contenedores para becerros y cerdas son malos, las jaulas en batería para gallinas ponedoras son aún peores. En Liberación animal cité el informe de un comité de expertos del gobierno británico encabezado por el eminente zoólogo F. W. Rogers Brambell. El Informe Brambell, que se dio a conocer en 1965, recomendaba que los animales deben tener “cinco libertades”: la capacidad de moverse, acostarse, ponerse de pie, estirarse y acicalarse sin restricciones de movimiento. El referéndum californiano de 2008 mostró un apoyo abrumador por un principio similar que ahora está incorporado en la ley estatal de California.

En 2013 Joy Mench y Richard Blatchford, del Departamento de Ciencias Animales y Centro de Bienestar Animal de la Universidad de California en Davis, llevaron a cabo una investigación financiada por el Departamento de Alimentos y Agricultura de California acerca de lo que las medidas sugeridas por Rogers Brambell implican para las gallinas. Tras filmarlas y procesar las imágenes obtenidas con un software diseñado para generar el espacio tridimensional requerido para cada una de las “cinco libertades”, concluyeron que agitar las alas, dejando una pulgada entre la punta de cada ala y el límite del contenedor, es lo que más espacio requería: 1916.1 centímetros cuadrados. Girarse requería 1316.1 centímetros cuadrados y ponerse de pie 561.2 centímetros cuadrados. (En comparación una hoja de papel tamaño carta tiene 603.2 centímetros cuadrados.)

No obstante, las directrices actuales establecidas por United Egg Producers, la organización de comercio de la industria del huevo, apenas permiten 432.2 centímetros cuadrados por gallina. Con ese nivel de hacinamiento, las aves no son capaces de aletear y solo pueden girarse si hay otra gallina que está acostada y por lo tanto ocupa menos espacio. Hasta ponerse de pie ocasiona que las aves se aplasten unas contra otras o contra el cable que rodea las jaulas. Las gallinas permanecen en esa aglomeración por lo menos un año, hasta que declina su tasa de producción de huevo o las matan.

A pesar de que United Egg Producers presume que el 76% de los huevos producidos en Estados Unidos vienen de gallinas mantenidas de acuerdo a sus estándares, ¿qué hay del otro 24%, que equivale a setenta millones de gallinas? Pacelle nos cuenta que Rembrandt, el tercer productor de huevos más grande del país, tenía millones de gallinas en jaulas de solo 309.6 centímetros cuadrados por animal. Rembrandt no tenía las gallinas aglomeradas en espacios tan reducidos porque su dueño fuera un sádico, sino como resultado de lo que podríamos llamar la “economía inhumana”. Aunque el hacinamiento matara a más gallinas, y aunque cada gallina pusiera menos huevos que otra en mejores condiciones, esos inconvenientes eran menores que los beneficios económicos que producía obtener un mayor número de huevos por el capital invertido en cada unidad de producción. Las gallinas son baratas, pero los cobertizos, las jaulas, la maquinaria de ventilación, los instrumentos para recolectar y separar los huevos y otros costos fijos no lo son. Si la competencia amontona a sus gallinas más que tú, puede vender los huevos a un precio más bajo y dejarte fuera del negocio.

Pero hay buenas noticias: Rembrandt está sacando a sus gallinas de las jaulas. También Rose Acre Farms, el segundo productor de huevos más grande de Estados Unidos. Sus directores ejecutivos le dijeron a Pacelle que querían adelantarse a la marea creciente de consumidores preocupados por el bienestar animal. O acaso quieren seguir vendiendo su producto en California, que ha prohibido la venta de huevos que no hayan sido producidos conforme a las leyes del estado. Quizá se dieron cuenta de que los sistemas desarrollados en Europa, donde las jaulas estándar usadas en Estados Unidos están prohibidas desde 2012, podrían funcionar para ellos. Tal vez, piensa Pacelle de manera optimista, tenían conciencia después de todo.

El mayor avance para el bienestar tanto de gallinas como de cerdas ha venido de McDonald’s, que en septiembre de 2015 anunció que empezaría un proceso de retiro gradual, a diez años, de huevos producidos en condiciones de confinamiento. McDonald’s usa dos mil millones de huevos al año –un 3% de la producción total estadounidense–, por lo que la retirada gradual condena a aproximadamente setenta millones de gallinas a pasar su vida enjauladas. La empresa argumenta que precisamente porque es un consumidor tan grande de huevos tomará tanto tiempo asegurar un abastecimiento adecuado. De cualquier modo, como era de esperar, las políticas de McDonald’s han provocado que otras marcas se deshagan de sus jaulas: desde septiembre de 2015 hasta el momento de escribir este artículo ha habido cerca de cien pronunciamientos, incluyendo a Kroger y Albertsons, las dos cadenas de supermercados más grandes de ese país; en abril, Walmart, la tienda minorista más grande del mundo y el mayor vendedor de comida de Estados Unidos, anunció que ellos también retirarían gradualmente los huevos de gallinas confinadas de todas sus tiendas en Estados Unidos y Canadá.

En conjunto, y una vez implementadas por completo, estas reformas –la eliminación de contenedores para becerros, contenedores de gestación para cerdas y jaulas de batería para gallinas– reducirán la inmensa cantidad de sufrimiento que padecen millones de animales en las granjas industriales de Estados Unidos. La gran mayoría de los becerros, cerdos y gallinas ponedoras, sin embargo, seguirán estando en condiciones de hacinamiento, y las reformas no modifican en absoluto la manera de transportarlos o matarlos. Ninguna de estas reformas tendrá tampoco impacto en la producción industrial de pollo para alimento, eso que John Webster, profesor de crianza animal en la Escuela de Ciencias Veterinarias de la Universidad de Bristol y fundador de lo que es hoy el centro de investigación de bienestar y comportamiento animal más grande del mundo, ha descrito como “en magnitud y severidad, el ejemplo más grave y sistemático de la crueldad del hombre hacia otro animal sensible”.5

Los problemas de la producción de pollo no se deben solamente al hecho de que las aves se críen en enormes cobertizos multitudinarios, rodeadas del hedor a amoniaco que ocasiona la acumulación de sus heces. El asunto fundamental es que hoy en día las gallinas han sido criadas para crecer tres veces más rápido que hace sesenta años: con solo seis semanas de vida están listas para el mercado y sus piernas, todavía inmaduras, no pueden soportar a menudo el peso alcanzado. En consecuencia, dice Webster, un tercio de ellas padecen dolores crónicos durante su último tercio de vida.

Si partimos de que cada año ocho mil millones de pollos son producidos como alimento en Estados Unidos, 2.6 mil millones de ellos experimentan dolores crónicos durante las últimas dos semanas de sus vidas. Los informes de la industria y publicaciones científicas brindan evidencia de que, cada año, 139 millones de pollos mueren antes de llegar al matadero. Sus piernas se desploman por el peso y ellos, incapaces de moverse para alcanzar comida o agua, mueren de sed o de hambre. O simplemente no pueden resistir las condiciones en que viven y sus corazones se dan por vencidos. O mueren del estrés derivado de estar hacinados en jaulas y ser transportados al matadero. De una u otra manera, sufren hasta el momento de su muerte.6 La economía compasiva [humane economy] todavía no ha afectado a esta gran industria y al sufrimiento inimaginable que genera.

La tesis de Pacelle conduce a la cuestión fundamental de si la economía compasiva puede llevarnos de las reformas parciales a un mundo sin especismo. Esto está en duda mientras sigamos comiendo carne, ya que es difícil respetar los intereses de seres que comemos, especialmente cuando no tenemos ninguna necesidad de hacerlo. Esta práctica diaria contamina todas nuestras actitudes hacia los animales. ¿La economía compasiva puede transformar eso?

Pacelle nos presenta a varios empresarios que intentan lograrlo. Ya existen en restaurantes y supermercados alimentos derivados de plantas con el sabor y la “sensación en boca” de la carne, que ofrecen un producto no solo libre de crueldad sino más saludable y amigable para el medio ambiente. Si los costos se reducen lo suficiente, es posible que más adelante podamos consumir carne proveniente de una fábrica pero que no ha sido nunca parte de un animal. En 2013 Mark Post, de la Universidad de Maastricht en Holanda, sirvió a un grupo de periodistas la primera hamburguesa del mundo fabricada en un laboratorio. Modern Meadow, la compañía de Andras Forgacs, llegó al mismo resultado en sus instalaciones en Brooklyn. Forgacs visitó a Pacelle en Washington para mostrarle un “fritura de carne”, una especie de carne seca producida en un laboratorio. Pacelle, vegano durante treinta años, lo pensó bien antes de darle la mordida. Admite que no le entusiasmó el sabor, quizá porque la carne seca de verdad tampoco le gustaba demasiado.

Más allá de la cuestión animal, hay un amplio movimiento por reducir el consumo de carne. El informe La larga sombra del ganado, de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, admitió que, como resultado de su proceso digestivo, el ganado produce más emisiones de gases de efecto invernadero que la industria del transporte.7 Un estudio incluso sugiere que los animales de granjas industriales son los impulsores más importantes del cambio climático.8 En cualquier caso, algo tendrá que transformarse con el aumento en el consumo de carne en China y otros países asiáticos, porque es simplemente imposible que todo el mundo pueda comer la cantidad de carne que se consume hoy en los países ricos. Según Vaclav Smil, uno de los principales expertos en los límites ambientales de la producción alimentaria, eso requeriría un 67% más de tierra cultivable de la que existe en el planeta.9 Según un estudio de la Unión Europea, si la carne producida en fábrica reemplaza a la carne animal, el uso de la tierra y las emisiones de gases de efecto invernadero derivadas de la producción de carne se verían reducidos en un 99% y el uso del agua en un 94%.

¿Puede la economía compasiva, impulsada por consumidores moralmente informados, dar este paso adelante y convertir la carne derivada de un animal en algo tan obsoleto como lo es hoy un carruaje impulsado por caballos? Un informe reciente del centro de investigación londinense Chatham House insiste en las dificultades de mantener el calentamiento global por debajo de los 2°c sin antes reducir el consumo de productos animales y señala sin rodeos: “El mercado está fallando.” Solo la intervención gubernamental, concluye el informe, logrará reducir el consumo de estos productos. Recomienda transferir los subsidios que en la actualidad se otorgan a la industria ganadera a alternativas basadas en plantas y aplicar un impuesto sobre el carbono a la carne.10 Los líderes políticos europeos han avanzado mucho prohibiendo métodos crueles de crianza animal. Pero no será fácil convencerlos de adoptar estas nuevas medidas, y es todavía más difícil que ocurra en Estados Unidos. Solo nos queda esperar que la economía compasiva de Pacelle, con ayuda de filántropos visionarios e inversionistas arriesgados, pueda brindar alternativas que terminen con los productos animales del mercado. ~

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Publicado originalmente en The New York Review of Books.

Traducción del inglés de Isabel Zapata.

 

 

 

 


1 The New York Review of Books, 5 de abril de 1973.

2 Para un informe sobre las granjas industriales en un kibutz, véase “I grew up on a factory farm”, de Yadidya Greenberg, publicado en The Kosher Omnivore’s Quest el 24 de abril de 2013.

3 Introducción a la edición de 2015 de Liberación animal, de Peter Singer (Bodley Head).

4 Para saber más sobre Henry Spira véase Ethics into action. Henry Spira and the animal rights movement, de Peter Singer (Rowman and Littlefield, 1998).

5 Animal welfare. A cool eye towards Eden, de John Webster (Blackwell Science, 1994). Véase también, del mismo autor, Animal husbandry regained. The place of farm animals in sustainable agriculture (Routledge, 2013).

6 The animal activists’ handbook, de Matt Ball y Bruce Friedrich (Lantern Books, 2009); “Is vegan outreach right about how many animals suffer to death?”, de Harish Sethu, publicado en countinganimals.com

7 Disponible en www.fao.org/3/a-a0701s.pdf

8 “Livestock and climate change: What if the key actors in climate change are… cows, pigs, and chickens?”, de Robert Goodland y Jeff Anhang en World Watch, noviembre/diciembre de 2009.

9 Feeding the world. A challenge for the Twenty-first Century, de Vaclav Smil (mit Press, 2000); véase también, del mismo autor, “Eating meat: Evolution, patterns, and consequences”, publicado en diciembre de 2002 en Population Development Review.

10 Changing climate, changing diets. Pathways to lower meat consumption, de Laura Wellesley, Catherine Happer y Antony Froggatt (Chatham House, 2015).

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