Acta de Sofía

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A las 5:10 hrs. llegó el taxi que había pedido la noche anterior, con una petición específica: “estaré abajo puntualmente”, le dije a la señorita, “no llame para avisarme porque despertará a los niños”. Cuando llegó el taxi yo ya estaba en la calle con la maleta, subí, le dije a qué terminal iba y guardé un silencio hostil para no dar lugar a ninguna conversación. Recorrimos la Ronda de Dalt, rumbo al aeropuerto del Prat, oyendo una tertulia radiofónica donde se comentaba la noticia de dos guayaberas blindadas que habían comprado los príncipes, Felipe y Leticia, en Colombia. El dato me interesó y lo anoté en mi libreta porque yo iba a Bulgaria a un acto donde estarían ellos dos y me apetecía estar cerca, si era el caso y tenía suerte, de una guayabera blindada, prenda que por cierto nunca he visto ni, por mucho esfuerzo que haga, puedo imaginar. Pagué el taxi ignorando que, a pesar de mi petición específica, la señorita había llamado por teléfono y había despertado a los niños. 6:50 hrs. El vuelo 0051 de Alitalia despegó rumbo a Milán, yo iba leyendo El mago de Viena, un libro que había comprado para leer en ese viaje porque vería a Sergio Pitol en Sofía, iba a participar en una mesa redonda donde se hablaría de su obra y de literatura mexicana y española, y también en la inauguración del Instituto Cervantes cuya biblioteca lleva el nombre de Pitol. Aterrizamos en Milán, una escala breve y apretada para tomar el vuelo 0533 también de Alitalia. Al cruzar el control de armas y pasaportes traspasamos la frontera Schengen, la línea que divide a la Unión Europea de la otra Europa. 9:45 hrs. Despegó el avión y yo estaba otra vez pegado al libro de Pitol, iba subrayando ideas, por ejemplo esta definición suya del estilo: “Esa emanación del idioma y del instinto”. O esta otra de aire nómada: “Soltar amarras, enfrentarme sin temor al amplio mundo y quemar mis naves fueron operaciones que en sucesivas ocasiones modificaron mi vida y, por ende, mi labor literaria”. En los asientos de adelante iba un trío de chicas búlgaras de más de un metro ochenta de estatura y los hombros al aire, el hombro derecho de una de ellas podía verlo con todo detalle por la abertura que había entre los asientos, veía la textura delicada de su piel y un vellón fino y rubio que cubría la zona del tríceps. La chica que iba en el asiento de junto se parecía a Angelina Jolie, llevaba unas gafas oscuras de marca Bulgari (lo sé porque todo lo iba anotando, como dije, en mi libreta) y por debajo de éstas caían lágrimas, unas lágrimas densas, espesas, negras como diría el cantante, que bajaban por su mejilla derecha y le mojaban la clavícula. Regresé al libro de Pitol y cuando nos acercábamos a Sofía interrumpí la lectura para mirar el paisaje por la ventanilla, un paisaje blanco de nieve sobre el que se proyectaba la sombra oscura de nuestro avión, que iba reptando por el campo y poco a poco fue metiéndose a un valle que está encañonado junto a los Balcanes. 13:00 hrs. Aterrizamos en el aeropuerto de Sofía, con una hora más por el cambio de horario. Yo iba prevenido porque sabía que Bulgaria es un país donde decir sí, con un movimiento de cabeza, significa no, y viceversa, hacer con la cabeza que no, significa sí. Pero llegando a la ventanilla de pasaportes lo olvidé y cuando el oficial me preguntó si tenía visa yo, instintivamente, dije que no con la cabeza, lo cual fue interpretado como un sí rotundo por el oficial que sin más me dejó pasar. Afuera me esperaba Parvoleta, mi traductora y guía, con la noticia de que me había perdido la ceremonia de los príncipes, ya no había tiempo de colarme porque el protocolo era muy estricto, y consecuentemente, pensé, también me había perdido la oportunidad única de estar junto a una guayabera blindada. En lo que caminábamos al automóvil que nos esperaba, Parvoleta trazó un rápido programa de actividades, que consistía en una estancia de quince minutos (no más) en mi habitación de hotel y después una caminata hasta el restaurante Checkpoint Charly. “¿Para comer con quién?”, pregunté, y Parvoleta me miró con una cara que me hizo entender que en su programa de actividades no había lugar para preguntas ni opiniones; preguntas y opiniones mías, quiero decir. Quince minutos más tarde cruzamos un parque entre la nieve procurando no pisar los adoquines amarillos que, según información que me iba dosificando en un perfecto español, eran famosos por su índice de resbalosidad, cosa que comprobé con un trastabilleo que ella atajó hábilmente con el antebrazo. “Estuvo cerca, ¿no?”, dijo mi traductora una vez que me hube estabilizado, y yo le conteste que sí, haciendo un enérgico no con la cabeza. El restaurante estaba en la tercera planta de un teatro, Parvoleta me condujo por un almacén donde había bastidores y escenografías y después me hizo subir en un viejo ascensor de carga que se abrió en la planta del restaurante que era un salón largo y tenía alfombra roja y una mesa para cincuenta personas de la que se ocupaba una cuarta parte. Entré al restaurante a las 14:00 hrs., justamente a la hora en que Parvoleta había proyectado que entraría y lo primero que vi fue a Sergio Pitol sentado en el extremo de aquella mesa enorme, departiendo con sus amigos. Era la primera vez que lo veía, lo conocía por sus libros y por lo que de él me habían contado nuestros amigos comunes, y eso tenía gracia, dijo Pitol, porque los dos crecimos en la misma selva y era casi ridículo que nos estuvieramos conociendo al pie de los Balcanes, tan lejos de Veracruz. Comimos ensalada shopska, kyopolu y pescado con almendras, vino cherveno (tinto) búlgaro y un postre a base de yogur. Salimos del restaurante a la nieve, dobar den, le dije a Parvoleta en búlgaro. “Hola” me dijo ella en español cortando en seco mi iniciativa de hablarle en su lengua. Caminamos al hotel, cada uno cogido del antebrazo de su traductora para no ir a dar con los huesos en los adoquines amarillos. “Tienes cuarenta minutos de descanso”, me dijo Parvoleta, “vale”, le dije, y me arriesgué con otro poco de búlgaro: dovizhdane. “Hasta luego”, me respondió ella. 17:00 hrs. Sergio Pitol inauguró el salón de actos del Instituto Cervantes con una magistral conferencia de título “El tercer personaje”. 18:30 hrs. Enrique Vila-Matas, Tono Masoliver y Jorge Herralde hablaron sobre la obra y la persona de Pitol en una mesa redonda titulada “Los viajes y la fuga”. 20.15 hrs. Como faltaba más de una hora para la cena decidimos, después de que cada quien le pidiera permiso a su traductora, ir a beber un par de copas de rakya, el aguardiente local, aunque yo al terminar la mía viré hacia el Johnny Walker y descubrí asustado que tenía exactamente el mismo sabor que la rakya. 21:30 hrs. Cena en Kashtatas Chasovnika (La casa del reloj), un restaurante de lujo con mármoles y cortinas rojas que nos sirvió, con la rigurosa mediación de nuestras traductoras, ensalada shopska, kyopolu y pescado con almendras, vino cherveno (tinto) búlgaro y un postre a base de yogur. Durante la sobremesa Sergio Pitol me reveló una información que me dejó asombrado, le estaba contando que cuando era niño estudiaba en un colegio que dirigía una familia de refugiados republicanos en Córdoba, Veracruz, y que esta escuela se llamaba Instituto Cervantes, exactamente como el Instituto que se acababa de inaugurar en Sofía con su magistral conferencia. “Ya lo sé”, me dijo, “si yo también, ya de adulto, estudiaba ahí inglés por las tardes”. Luego seguimos hablando de aquella selva, una cosa rara porque éramos dos veracruzanos que se conocen en Bulgaria y no hacen más que hablar de Veracruz. 0:10 hrs. Salimos del restaurante y había más nieve y hacía más frío, yo tenía ganas de caminar y sabía cómo llegar al hotel pero mi traductora lo prohibió terminantemente (haciendo un rudo sí con la cabeza) porque podía resbalar en los adoquines amarillos o meter el pie accidentalmente en un túmulo de nieve “y pillar una trampa de oso”. En realidad no sé si esto último me lo dijo, o si acabo de inventarlo. Regresamos todos en minibús al Gran Hotel Sofía y algunos recalamos en el bar para beber un whisky escocés que nos ayudara a digerir la ensalada shopska, el kyopolu, el pescado con almendras y el postre a base de yogur. Bebí un par de escoceses con sabor a rakya. El bar del hotel estaba desierto y nosotros entregados a la conversación y, de cuando en cuando, cada vez que se necesitaba otro trago, alguno despertaba al camarero que dormitaba sobre la barra, con el grito: ¡izvinete gospodin!, una fórmula sonora búlgara que en nuestra lengua quiere decir “perdone señor”. 2:15 hrs. Pensé que daría un paseo porque me sentía mareado, y también porque mi traductora no estaba y yo podía salir sin pedir permiso. Me disculpé con mis amigos, me puse el abrigo y el sombrero y salí a la calle donde había más nieve y más grados bajo cero. Caminé hacia el parque que estaba enfrente del hotel disfrutando el golpe del frío, un golpe que revive y estimula el cuerpo entero y también el pensamiento. Deambulé un rato por los senderos del parque, con cuidado porque había zonas muy congeladas y resbalosas, sobre todo las que estaban pavimentadas con adoquines amarillos. 2:30 hrs. Súbitamente sentí ganas de hacer pipí, porque había bebido, pero también porque el golpe de frío me había estimulado también esa función. Como no había nadie me paré junto a un árbol y rápidamente vacié la vejiga. Por temor a un desastroso congelamiento lo hice en una operación veloz que produjo una humareda a mi alrededor y en el suelo un garabato que parecía la cabeza y el cuello de un grillo. La luz de la luna pintaba de azul a la nieve que, sumada a la figura dramática de los árboles pelados por el invierno, hacía que ese parque pareciera la imagen de un sueño. Regresé al bar con mis amigos y antes de sentarme grité ¡izvinete gospodin! y pedí al camarero adormilado tres cervezas búlgaras porque en el camino se me había ocurrido que tenía que regresar al parque a completar mi dibujo del grillo y para eso necesitaba un potente diurético. 3:15 hrs. Interrumpí nuevamente la conversación con mis amigos, volví a ponerme el abrigo y el sombrero y salí a la calle rumbo al parque. Añadí un ala y el vientre al grillo que estaba dibujando sobre la nieve azul. Antes de regresar al hotel decidí que daría un paseo sobre el estanque congelado, que era de forma rectangular y tenía partes con nieve por las que podía caminarse sin temor a resbalar, pero por ir cuidándome de no pisar el hielo, pisé el borde del estanque que era de mármol y caí de espaldas sobre la nieve, fue una caída blanda que me hizo reír a carcajadas. Regresé al hotel pero esta vez mis amigos interrumpieron la conversación y me miraron extrañados, “¿por qué tienes la espalda cubierta de nieve?”, preguntó uno de ellos. Expliqué lo del estanque y después lo del grillo y a continuación grité nuevamente. ¡Izvinete gospodin! 4:10 hrs. Dibujé la otra ala, un pedazo de tórax y una pata. 4:20 hrs. ¡Izvinete gospodin! 4:45 hrs. Dibujé las patas que faltaban, las antenas y una especie de arbusto veracruzano como ambientación. 5:00 hrs. Leka nosht (buenas noches).

A las 9:00 hrs. llamó mi traductora a la habitación para confirmar que ya estaba despierto. Yo estaba, por supuesto, dormido, y sin embargo le dije que sí, que estaba despierto y de manera paralela hice un convincente no con la cabeza. 9:15 hrs. Antes de meterme a la ducha leí otra línea de El mago de Viena y la anoté en mi libreta porque tenía que ver con el componente instintivo del estilo que había leído el día anterior en el avión: “Al escribirla [su novela El tañido de una flauta] establecí de modo tácito un compromiso con la escritura. Decidí, sin saber que lo había decidido, que el instinto debía imponerse sobre cualquier otra mediación”. 12:30 hrs. Mesa redonda en la que participamos Enrique Vila-Matas, Alberto Ruy-Sánchez, Andrés Barba, Cristina Fernández Cubas y yo. 14:00 hrs. Después de la mesa redonda, en un momento de distracción perdí de vista a mis amigos que andaban desperdigados visitando las instalaciones del Instituto Cervantes, y en cuanto Parvoleta vio mi desasosiego aplicó la cláusula de emergencia que dice (me imagino): en caso de que el escritor se desoriente habrá que concentrarlo en el hotel; así que ahí fui llevado y cuando estaba en el vestíbulo se me ocurrió preguntar dónde estaban mis amigos. “En el Buda bar”, dijo Parvoleta. “Haberlo dicho antes”, dije yo, “vamos a alcanzarlos”. “Imposible” dijo mi traductora haciendo que sí con la cabeza, “si lo hacemos se nos altera el programa”. “Mnogo dobre” (muy bien) dije yo, “pero resulta que me apetece una cerveza”, y agregué la palabra molia (por favor). “Pues bébela aquí”, dijo Parvoleta. Negué rotundamente con la cabeza y obediente me acodé en la barra. 14:45 hrs. Comida en el restaurante Pod Lipite (Bajo los tilos), que es una acogedora casona vieja de piedra con chimenea. Como ya habíamos aprendido que en Bulgaria las cosas se hacen con calma nos apresuramos a pedir vino cherveno para matar el tiempo en lo que llegaba la ensalada shopska, el kyopolu, el pescado con almendras y el postre a base de yogur. “¿Alguien se fijó si los príncipes llevaban sus guayaberas blindadas?”, pregunté, aprovechando que estábamos todos en la mesa. Durante la comida Pitol habló de sus andanzas en la Europa del Este y en algún momento, como era inevitable, regresamos al tema excéntrico de Veracruz y animados por el cherveno y por el golpe de azúcar que nos había producido el postre a base de yogur, hicimos planes para vernos algún día en aquella selva. 18:00 hrs. Desperté de la siesta (más bien me despertó mi traductora con una llamada para saber si estaba despierto) y una vez desperezado leí esta reflexión inquietante de Pitol: “Adoro los hospitales. Me devuelven las seguridades de la niñez: todos los alimentos están junto a la cama a la hora precisa. Basta oprimir un timbre para que se presente una enfermera”. Escapé de mi traductora y dediqué la tarde a caminar por las calles de Sofía y a husmear por los patios interiores de las manzanas donde palpita la verdadera ciudad, una ciudad interior que va de patio en patio y que esa tarde estaba uniformada por la nieve. Cada vez que podía me asomaba a una ventana o le decía ¿kak ste?, o dobar pat o prijatna potchivka a algún vecino. 21:30 hrs. Cena en el Ristorante Uno donde, a pesar de su nombre italiano, nos sirvieron ensalada shopska, kyopolu y pescado con almendras, vino cherveno (tinto) búlgaro y un postre a base de yogur. 23:30 hrs. Visita al bar Hambara, un sitio con olor a caballo, a tinta y a planchas de impresión, que antes de ser bar había sido establo e imprenta clandestina durante el régimen comunista. Pedí un whisky escocés y nuevamente tuve la impresión de que sabía a rakya búlgara. 1:15 hrs. Discoteca Cool House, un antro construido debajo de la Biblioteca Nacional de Bulgaria donde los jóvenes de Sofía oyen cosas raras como “The eye of the Tiger” o los primeros hits de Bon Jovi, y no sólo eso, sino que junto a la pista de baile hay una banda, con instrumentos eléctricos desenchufados pero reales, que hace como si tocara y cantara esos hits raros. Pedí un par de rakyas búlgaras con la ilusión de que supieran a Johnny Walker. 3:00 hrs. ¡Izvinete gospodin! Le dije al camarero adormilado del bar del hotel y después le pedí tres cervezas porque quería completar mi dibujo del grillo.

3:45 hrs. Leka nosht (buenas noches).

10:00 hrs. Llamada de Parvoleta para preguntarme si necesitaba algo (era domingo y yo dije que no, haciendo que sí con la cabeza) y para recordarme que a las 18:00 hrs. me recogería en el hotel para llevarme al aeropuerto. Durante el desayuno leí en El mago de Viena el capítulo que Pitol le dedica al escritor irlandés Flann O’Brien y el que escribe sobre Conrad, del que anoté esta línea que, me pareció, completaba esa conversación excéntrica sobre Veracruz que habíamos tenido en Bulgaria, sobre aquella selva de la que venimos: “Por una parte el hombre o, mejor dicho, la frágil consistencia moral del hombre y, por la otra, la todopoderosa, la invulnerable, la majestuosa naturaleza: el mundo primigenio, lo aún no domado, lo amorfo, lo profundamente bárbaro y oscuro con todas sus tentaciones y asechanzas”. 12:00 hrs. Salí a hacer turismo, oyendo en mi walkman una estación de jazz en búlgaro (104 FM); visité los edificios emblemáticos. 14:30 hrs. Comí ensalada shopska, kyopolu y pescado con almendras, vino cherveno (tinto) búlgaro y un postre a base de yogur. 15:45 hrs. Quedé mudo frente a las termas romanas: una plaza entre la mezquita y la sinagoga, cubierta por la nieve, con una serie de fuentes por donde salen permanentemente, desde tiempo inmemorial, chorros de agua caliente. El agua producía una gran nube de vapor y dentro de ésta había señoras que llenaban botellas y garrafas. Para estar en el centro de la nube me subí a un túmulo de nieve y ahí, con la zozobra de pillar una trampa de oso, permanecí una eternidad. Leka nosht (buenas noches). ~

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