– Alejo Carpentier –

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En su hermoso libro sobre Michelet, Roland Barthes advierte que aspira a “descubrir la estructura de una existencia (no digo de una vida), una temática, si se quiere, o mejor aún, una red organizada de obsesiones”. Es lo que me propongo aquí, salvando las distancias y guardando las proporciones, al redactar este perfil de Alejo Carpentier, ciñéndome holgadamente a las convenciones del género. Me asisten dos factores relacionados entre sí. El primero es que Carpentier (como Michelet) fue un escritor sistemático. El segundo es haber dedicado buena parte de mi propia existencia al estudio de la obra carpenteriana.
     Digo que hay relación entre estos factores porque hoy me resulta claro que tengo una pronunciada debilidad por los escritores sistemáticos: Dante, Calderón, Cervantes, Borges, Góngora, Lezama, Carpentier, Paz, Stevens. Quiero decir por sistemático el escritor que vuelve una y otra vez sobre los mismos temas y repite giros estilísticos y personajes, a quien domina, en fin, una obsesión o una red organizada de obsesiones. Son escritores con un discurso propio armado con base en reiteraciones que llegan a crear una combinatoria previsible, hasta el punto de que puede confeccionarse un poema, relato, obra de teatro o novela arquetípicos de ellos. Por eso son fáciles víctimas del pastiche y la parodia. Tal vez sólo se percate cabalmente un crítico de sus semejanzas con un escritor después de una larga convivencia con la obra suya, hasta el punto que ésta lo lleva a tener la sensación de que la posee en su totalidad. Aunque no se podría jamás probar, es posible que esa sensación sólo se produzca cuando hay, para empezar, una profunda afinidad entre escritor y crítico, y que la conciencia de ésta surja como una especie de anagnórisis paulatina que le va revelando al crítico que al escribir sobre aquél escribe sobre sí mismo. Quizás más honesto sería decir que el crítico encuentra en el escritor plasmadas sus propias obsesiones en formas que él no puede aspirar a producir.
     Mis afinidades con Carpentier son tres, a mi entender: largos años en el extranjero, el dominio de idiomas y culturas ajenos al español, una debilidad (profesional en mi caso) por la erudición, por la historia, específicamente por la filología. Pienso que la más decisiva, porque es la que nos hace sistemáticos, es el dominio de varias lenguas. En un agudo y muy reciente libro, Tongue Ties, Gustavo Pérez-Firmat analiza los efectos del bilingüismo en escritores desplazados que van desde Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda hasta María Luisa Bombal, Calvert Casey y Guillermo Cabrera Infante. “Lazos de lengua”, “lenguas enredadas”, el feliz título del libro lo sugiere todo. En los casos de Carpentier y el mío propio se me ocurre que los lazos de lengua y las lenguas enredadas nos hacen gramáticos —es decir, que buscamos, que nos refugiamos en el orden del idioma—. Perdida la espontaneidad de la lengua natural el recurso es a la gramática, a su codificación, pero ¿no es esa la condición de la poesía misma? Hay una gramática carpenteriana, como hay una retórica y una poética carpenterianas, pero creo que la fundamental es la primera. Es síntoma tal vez de la inseguridad lingüística, del terror al galicismo o al anglicismo, del deseo de esculpir periodos y párrafos de tanta complejidad como corrección.
     La lengua enredada de Carpentier tenía una manifestación sonora casi espectacular: su irreducible ere francesa. Era como si el enredo tuviera su floración física en un exceso de tejido en la glotis que no le permitiera decirme Roberto sino Grobergto. Si fuera freudiano diría que se trataba de un problema de frenillo, que la perversidad me tienta a escribir fgrenillo. Es algo con lo que yo, afortunadamente, no he tenido que lidiar. Pero sí con los enriquecimientos y a la vez con las penurias causadas por la interferencia de otros idiomas, sobre todo el inglés. No dudo de que en la enredada red de lenguas se agazapa el intríngulis de las gramáticas carpenteriana y mía. Paso a perfilar la suya dejando la mía implícita en lo que escribo.

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     Empezaré por la unidad más elemental: la palabra. Recuerdo que a mi padre le gustaba leer a Carpentier, pero se quejaba de lo rebuscado del vocabulario —él, que era un profesional muy leído, con una gran sensibilidad para el idioma y elocuencia—. Tuve muy en cuenta su incomodidad al preparar mi edición crítica de Los pasos perdidos, que anoté prolijamente para facilitar la lectura de la novela. Las palabras que Carpentier usa hay a veces que irlas a buscar al diccionario porque es en realidad allí donde residen, no en la lengua hablada. La escritura de Carpentier, como su ere francesa, tiene poco que ver con la lengua común, con lo oral. Es, en el mejor de los casos, como ha estudiado Anke Birkenmaier, una oralidad mediatizada por la radio, en la que Carpentier trabajó por muchos años. La suya es una escritura escriptural, que a partir de El reino de este mundo (1949) y los relatos redactados en los años cuarenta que luego recogió en Guerra del tiempo (1958), tiene además un dejo arcaizante. De ahí en adelante, como reflejo de las investigaciones que llevó a cabo para redactar su bello libro La música en Cuba, la ficción de Carpentier se hará histórica, con la excepción de Los pasos perdidos (1953).
     Algunas de las palabras que Carpentier usa son simplemente arcaísmos. Son palabras para ser sopesadas y saboreadas por sí mismas debido a su rareza, producto tanto de su sonoridad como de que han caído en desuso y su significado no es manifiesto. El léxico de Carpentier es artificioso, nos cautiva por su orfebrería, por el efecto que causa de extrañeza y distancia. Ese lapso es el signo tangible, audible, de la historia. El texto de Carpentier remeda el añejo vocabulario de los documentos en que se apoya, se hace casi uno con ellos. Es un mimetismo contradictorio por sus conflictivas intenciones: hacer presente el tiempo pasado y a la vez señalar la diferencia histórica que media entre el documento y el texto literario. En el plano más elemental, esa es la verdadera guerra del tiempo que se libra en la prosa de Carpentier.
     Los párrafos de Carpentier suscitan analogías arquitectónicas y escultóricas. Son como bloques de mármol o granito en los que se hubiera esculpido una tupida filigrana de figuras, como los relieves en los frisos de templos griegos y romanos o en las fachadas de las catedrales góticas. El aspecto de bloque lo da la notoria falta de puntos y aparte y de diálogos, además de la pesantez de la prosa sugerida por el léxico arcano y arcaizante ya mencionado. Lo arquitectónico —el padre de Carpentier fue arquitecto y él quiso serlo— se debe a la complicada pero bien armada trabazón de los argumentos de sus novelas. Es un tipo de composición que también recuerda a la de una sinfonía, para mencionar ese otro arte que tanto obsesionó a Carpentier. Pero todas estas son analogías, metáforas para describir lo que son creaciones verbales. Lo que verdaderamente estructura a éstas —la macroestructura que engloba a la gramatical— es, como ya dije, la historia.
     Lo que aproxima a la historia y la novela es que ambas son empresas narrativas y que ambas se organizan según un principio rector implícito o explícito. En el Carpentier de su primera época —hasta El reino de este mundo— éste era el de los ciclos naturales. El devenir histórico, como el de la naturaleza, está pautado por ciclos y periodos previsibles. Profundamente influido, como tantos de su generación, por La decadencia de Occidente de Oswald Spengler, Carpentier concibió la historia como un conjunto de culturas, cada una de las cuales estaba en una etapa distinta de un ciclo que la llevaría desde su nacimiento y desarrollo hasta su decadencia y extinción. Este fue el modelo de los argumentos de sus novelas y relatos, que reflejaban así la evolución de la cultura americana, que se suponía pasaba por un estadio evolutivo más temprano que el de la decadente Europa. En El reino de este mundo los revolucionarios negros se alían a las fuerzas naturales para desencadenar y realizar la revolución haitiana. Otro tanto, pero a menor escala, puede observarse en los relatos recogidos en Guerra del tiempo. En estos libros Carpentier todavía busca la originalidad basándola en la diferencia, la novedad, el frescor de la cultura americana, con sus indios y sus negros como ingredientes determinantes por su distancia de lo occidental. Es la alianza entre éstos y la naturaleza lo que fundamenta la teoría y práctica del “realismo mágico” que habría de ser tan influyente años más tarde, y que Carpentier, con terminología derivada del surrealismo, tildó de “lo real maravilloso americano”.
     Este paradigma se pone a prueba en Los pasos perdidos y luego se descarta. Esta novela de Carpentier es probablemente la mejor suya, y es la que más repercusión ha tenido fuera del ámbito de la lengua española. Es una novela autobiográfica en la que el propio Carpentier, en el transparente disfraz de su innominado protagonista-narrador, indaga si él mismo está integrado en los ciclos naturales que conforman la historia. La obra, como se sabe, relata el viaje que hace a la selva un compositor y musicólogo que aspira a corroborar sus teorías sobre el origen de la música observando a los indígenas, y reanimar su propia creatividad en contacto con la naturaleza. Alcanza una precaria aldea donde decide quedarse permanentemente, pero primero hace un viaje de regreso al mundo civilizado para procurarse papel y tinta y poder proseguir con la composición de un treno que la selva le ha inspirado. Pero cuando pretende regresar le resulta imposible porque las aguas del río han crecido, borrando la marca que había hecho en la corteza de un árbol para marcar el caño que daba acceso a la aldea. El protagonista-narrador se da cuenta así de su fracaso, que lo conduce a una suerte de anagnórisis que ha quedado plasmada en uno de los párrafos finales de la novela: “Aún están abiertas las mansiones umbrosas del Romanticismo, con sus amores difíciles. Pero nada de esto se ha destinado a mí, porque la única raza humana que está impedida de desligarse de las fechas es la raza de quienes hacen arte, y no sólo tienen que adelantarse a un ayer inmediato, representado en testimonios tangibles, sino que se anticipan al canto y forma de otros que vendrán después, creando nuevos testimonios tangibles en plena conciencia de lo hecho hoy” (pp. 332-33). Nótese, por cierto, el eco de estas palabras en el final de Cien años de soledad —sin Carpentier no habría habido García Márquez—.
     En una época me dejé llevar por la ficción de Los pasos perdidos y la que urdió en torno suyo Carpentier (viajes a la selva, intento de escribir un relato de viajes que iba a intitular El libro de la Gran Sabana), y pensé que la conversión del protagonista había sido parecida a la de su autor, y que el abandono del paradigma spengleriano se debía a ella. Hoy pienso que fue más bien el impacto que Heidegger y el existencialismo en general tuvieron sobre Carpentier. El ser no puede encontrar fundamento alguno en la naturaleza y sus ciclos, que de poder dárselo determinarían así su destino, dando forma a la historia humana. Alejo siempre me instó a que leyera a Juan David García Bacca, como sugiriéndome que había allí una clave importante para entender su obra. Había conocido al profesor y filósofo español en Venezuela, donde se había asentado y sentado cátedra. Además de estar atento a las últimas tendencias existencialistas de los cincuenta, García Bacca estaba particularmente interesado en las influencias mutuas entre filosofía y literatura. Supongo que por ahí le llegaría el hálito existencialista a Carpentier aunque, por supuesto, estaba en el ambiente, en parte a través de la obra de discípulos de Ortega que recalaron en América Latina al término de la Guerra Civil, sobre todo en México, donde José Gaos publicó su traducción de Ser y tiempo en 1951. Claro, eran discípulos de un Ortega que hacía rato había rebasado a Spengler.
     Carpentier se burla de la moda existencialista en Los pasos perdidos, y es cierto que, como Borges, nunca fue adepto al movimiento, ni mucho menos a Sartre, de quien siempre me habló mal. A Carpentier le irritaban sobre todo las modas europeas ávida e ingenuamente adoptadas por latinoamericanos, y por eso también criticó la del surrealismo, movimiento en el que se había formado y que influyó en toda su obra. Por eso su rechazo del existencialismo no quita para que se haya dado cuenta de que, en su esencia (si se me permite), el existencialismo hacía obsoleto y anticuado el concepto spengleriano de la historia, y que había que buscarse otro. Esto es lo que se dilucida en Los pasos perdidos.
     El nuevo paradigma histórico habría de encontrarlo Carpentier en las nuevas teorías de la física moderna y la teoría de la relatividad, también probablemente bajo el influjo de García Bacca, que había escrito sobre esos temas. Hay que hacer notar que los avatares de las editoriales crearon una superposición de ficciones carpenterianas de distintas épocas que ha llevado a equivocaciones de la crítica y de la visión general que se tiene de su obra, inclusive por parte de escritores discípulos suyos. En 1958 Carpentier publica en México Guerra del tiempo, volumen que agrupa los relatos de los años cuarenta, concebidos antes del cambio de paradigma en Los pasos perdidos. Este libro ha llegado a ser, con Ficciones de Borges y El llano en llamas de Rulfo, una de las colecciones de cuentos más influyentes en la historia de la literatura latinoamericana. El nuevo concepto de la historia no va a aparecer sino hasta 1962, en El siglo de las luces.
     El primer motor de la historia será ahora la política, hecha por los hombres en libertad o buscándola, y jalonada no por ciclos reiterativos sino por explosiones, ecos cada una de ellas de una inicial perdida en el origen de los tiempos —principio del principio y de los principios, es un fogonazo inicial que funda el vacío de la existencia, o el hueco negro en su origen—. La forma de esa historia es la espiral, círculos hechos de repeticiones sólo aparentes, modelo derivado de los corsi e ricorsi de Vico. El que Carpentier regresara en esta novela a la historia de Haití, tema de El reino de este mundo, me hace sospechar que se trata de una especie de rectificación de su parte. El principio rector ahora no lo suministra Spengler, sino la teoría del origen del universo conocida como Big Bang, la gran detonación que puso en movimiento expansivo las miriadas de galaxias que salieron disparadas por el espacio sideral. En efecto, el cuadro-emblema de El siglo de las luces es Explosión en una catedral, de Monsu Desiderio, en el que se ve desde dentro el momento en que comienza el derrumbe de una catedral. Víctor Hugues, el protagonista, es un hombre sin historia que se autoinventa en un frenesí de actividad política que sacude el somnoliento ambiente colonial habanero de fines del siglo XVIII. Los personajes se desplazan por toda la cuenca del Caribe, por el París revolucionario, y terminan en el Madrid del 2 de mayo de 1808. Ahora la historia americana no es única, sino que se inserta en una serie de explosiones concatenadas que dotan de forma y significado a la historia universal.
     Entonces, como eco tal vez de tantas explosiones, intervino el Boom de la novela latinoamericana, detonado por discípulos de Carpentier como Carlos Fuentes y García Márquez, que bregaban todavía bajo la influencia del Carpentier de los cuarenta, el Carpentier del “realismo mágico”. Es el Carpentier de El reino de este mundo y Guerra del tiempo. El siglo de las luces también fue decisiva para los nuevos novelistas, pero malinterpretaron la novela, leyéndola desde el Carpentier que ya había abandonado la piel del anterior a Los pasos perdidos. Me parece que la discrepancia entre Carpentier y los novelistas del Boom se hace aparente en el silencio que guarda éste a lo largo de casi una década. Después de El siglo de las luces, Carpentier no vuelve a publicar ficción hasta 1972, cuando sale la deliciosa noveleta El derecho de asilo, y novela per se hasta 1974, cuando aparecen Concierto barroco y El recurso del método. La noveleta revela a un Carpentier renovado que se adelantó a sus discípulos saltando de ficciones fraguadas al calor de la búsqueda de la identidad americana a una narrativa que anticipa las posmodernas por su humor y ligereza, por su estudiada superficialidad.
     El derecho de asilo es el heraldo de ese tipo de ficción. El relato narra la historia de un funcionario de gobierno (en un innominado país latinoamericano que recuerda a Venezuela) que, cuando el presidente de turno es depuesto por un golpe de Estado, logra alcanzar la embajada de un país vecino, donde pide asilo. Allí vive “exiliado” por tanto tiempo que logra obtener la ciudadanía del país que lo acoge pero cuyo suelo jamás ha pisado sin haber jamás abandonado el suyo propio. Por sus buenos oficios, que incluyen por cierto la seducción de la mujer del embajador, consigue que lo nombren a él embajador en su país de origen. El relato es una gran bufonada barroca, una especie de retruécano, en que se satiriza la obsesión con la identidad, que depende de los convencionalismos de una política que tiene mucho de opereta: la tierra no marca, la marcan las líneas arbitrarias que escriben sobre su superficie textos tan frágiles y provisionales como los literarios. Carpentier se adelantó otra vez a sus seguidores.
     Concierto barroco y El recurso del método son novelas cómico-burlescas inspiradas por la ópera. La segunda es una novela de dictador, parodia de la tradición latinoamericana que se remonta al Facundo, en la que Carpentier también se autoparodia en la figura del caudillo afrancesado y melómano que divide su vida entre París y su republiqueta bananera. Concierto barroco es una fantasía histórica que recoge fábulas y relatos de diversas tradiciones de la misma manera que los libretistas adaptan con desenfado argumentos y figuras al escribir sus óperas. No hay propiedad porque nada es propio de ninguna cultura —Moctezuma, Otelo, Don Juan, la picaresca, todo mezclado— ni ninguna cultura es única. La síntesis de todo esto es la mascarada carnavalesca con la que culmina el relato. Concierto barroco es una de las mejores obras de Carpentier.
     Pero Alejo se había reservado varias sorpresas para el final de su vida, que se hizo apremiante cuando se supo amenazado por el cáncer: dos fueron literarias, la otra, póstuma, sobre sus propios orígenes.
     La primera fue La consagración de la primavera (1978), gruesa novela de gran aliento en la que quiso, al fin, escribir una novela de la Revolución Cubana. La adhesión de Carpentier al régimen de Fidel Castro fue total, a pesar de tropiezos como su destitución como director de la Editorial Nacional en 1966, y acomodos de conveniencia tales como el de vivir en Francia, con un puesto de imprecisa designación y deberes —ministro consejero de la embajada de Cuba en París—, y el ser nombrado a la Asamblea del Poder Popular representando la Habana Vieja, cuando todo el mundo sabía que su domicilio estaba en el extranjero. Pero a lo que esa fidelidad no se extendió fue a su producción literaria, que siguió siendo la misma en cuanto a los temas y barroca en su factura hasta el extremo, mientras que la burocracia oficial promovía versiones del realismo socialista. El prestigio de Carpentier era tal que no hubo quejas formales o públicas por parte de los comisarios, que hacían la vista gorda y seguían prodigándole elogios y homenajes. El único que se atrevió fue Juan Marinillo, quien, con ocasión del setenta cumpleaños del escritor (26 de diciembre de 1974), cuando entre los regalos estuvo hacerlo miembro del Partido Comunista, profetizó que de entonces en adelante Carpentier produciría su mejor obra. ¡Empezando a los setenta! Tal vez impelido por ese sarcasmo y por otras presiones menos públicas, Carpentier se dedicó a escribir lo que llegó a ser La consagración de la primavera, manuscrito que pasó por varias etapas en su evolución y que tuvo otros títulos.
     Pero La consagración de la primavera no fue, ni con mucho, la novela que todos esperaban, sobre todo en Cuba, y se puede catalogar como el único auténtico fracaso del Carpentier maduro. A medio camino entre las memorias que nunca publicó y la fantasía de vidas que quiso haber vivido (como arquitecto, como activista, como revolucionario), la novela culmina con la invasión de Bahía de Cochinos. El modelo histórico sigue siendo el del Big Bang: la Revolución Cubana aparece como la última de una concatenación de revoluciones cuyo origen es la Rusa y que incluye la Guerra Civil española, en la que participa el protagonista cubano. El esquema hegelo-marxistoide es evidente. La consagración de la primavera es maniquea, con personajes acartonados que suenan falsos, está mal escrita; la proximidad de los hechos que narra la daña porque se nota que su autor es alérgico a lo que carece de densidad histórica.
     La segunda sorpresa, que anticipa la tercera, fue El arpa y la sombra, publicada en 1979, apenas un año antes de la muerte de Carpentier, en París, el 23 de abril de 1980. Fue su última obra maestra, al nivel de El reino de este mundo, Los pasos perdidos y El siglo de las luces. Hay dos protagonistas y dos historias que se entretejen. El primero es Mastai Ferreti, eventualmente Pío ix, que quiso beatificar a Cristóbal Colón con el propósito de canonizarlo. El segundo es el Almirante mismo quien, en su lecho de muerte, hace un recuento de sus pecados mientras espera al sacerdote que habrá de confesarlo y administrarle los últimos óleos. Salen a relucir en ese acto de contrición cosas sorprendentes y humorísticas, propias del último Carpentier, como el que Colón lograra el apoyo de los reyes católicos porque tuvo una fogosa relación amorosa con la reina Isabel. Carpentier se ha remontado al protagonista de la más grande ruptura en la historia de Occidente —el Big Bang por excelencia— y dado con un hombre brillante, audaz y astuto, de origen incierto y lleno de debilidades. La más notoria de ellas, producto a lo mejor de su dudosa prosapia, es la mentira, de lo cual se duele y disculpa el Colón ficticio de la novela. Pero es aquí donde se anuncia de manera solapada y proléptica la tercera sorpresa, apres coup que Carpentier deja en reserva para después de su muerte.
     Y ésta fue que Alejo había nacido en Lausana, Suiza, no en La Habana, como afirmó a lo largo de toda su vida. Lo interesante de esta revelación —que ni corto ni perezoso hiciera su rival literario y político Guillermo Cabrera Infante en 1991— no es el lugar de nacimiento sino la mentira. ¿Por qué mintió Carpentier? Y si dijo esa mentira, ¿cuántas otras no habrá dicho sobre su vida que hemos repetido ingenuamente sus exegetas a lo largo de los años?
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     Resumo en lo que sigue, con ligeros comentarios y glosas, la vida que Carpentier siempre contó en entrevistas, cronologías, solapas de libros y otros medios de divulgación. Después de la mentira, por supuesto, gran parte de esto tiene que verse con escepticismo y a la ambigua luz de la ironía.
     Nació en La Habana, en la calle Maloja para mayor precisión, el 26 de diciembre de 1904, de padre francés y madre rusa. Su padre, arquitecto eminente, diseñó varios edificios habaneros importantes y el niño Alejo se crió en la capital y en una finca que tenía la familia en El Cotorro, en las inmediaciones de la capital. Estudió en colegios privados, como el Mimó y el Candler Collage, y cebó sus entusiasmos literarios juveniles en una amplia biblioteca paterna que contenía clásicos franceses y españoles. De niño viajó a Europa —Rusia y Francia— y estudió por algún tiempo en el Lycée Jeanson de Sailly en París. De vuelta a Cuba ingresó en la Universidad de La Habana, suponemos que después de graduarse de bachiller, pero al poco tiempo tuvo que abandonar sus estudios para ayudar a su madre y ganarse él mismo la vida porque el padre desapareció de Cuba sin dejar huella. Carpentier llega a ser redactor de Carteles, un semanario ilustrado que llegó a tener gran circulación en Cuba, y colabora en Social, una lujosa revista destinada a la clase adinerada, para la que escribe numerosos artículos sobre el arte de vanguardia. Se interesa en el arte negro de Cuba y forma parte del incipiente movimiento Afro-Cubano. Transcurren los años veinte y la política cubana se agita bajo el régimen de Gerardo Machado. El joven Alejo se suma al Grupo Minorista, compuesto de artistas e intelectuales, que le hace críticas y demandas al gobierno. Cuando arrecia la lucha contra Machado, Carpentier, que no pertenece a grupos radicales como el Partido Comunista o el abc, es de todos modos arrestado en una redada de revoltosos y pasa cuarenta días en la cárcel. Puesto en libertad, viaja a París en 1928 usando los documentos del poeta surrealista francés Robert Desnos, que se encontraba en La Habana para asistir a un congreso de periodistas. En París se vincula a las actividades de los surrealistas y forma parte de la facción disidente de Desnos, que rompe con la de Breton. Se gana la vida trabajando en la radio y como corresponsal de Carteles. Publica algunos poemas y libretos para ballets y, en 1933, sale en Madrid su primera novela, ¡Ecué-Yamba-O!, de temática afrocubana.
     Carpentier pasó los años treinta en París, con frecuentes viajes a otros países, inclusive uno a Cuba en 1936. Viajó a menudo a España, donde participó, como miembro de la delegación cubana, en el Segundo Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, que se celebró en Madrid, Valencia y Barcelona en medio de la Guerra Civil. En París Carpentier se hizo experto en radiodifusión y publicidad, que se convirtieron en sus oficios en años subsiguientes. En 1939 regresó a Cuba acompañado de Eva Fréjaville (su primera esposa, suiza, había muerto de tuberculosis). Eva, que rompió con Carpentier a poco de llegar a Cuba, era hija natural de Diego Rivera, se dice, y tuvo una exuberante vida erótica en el mundo artístico e intelectual cubano hasta después del triunfo de la Revolución, cuando se trasladó a Estados Unidos. Alejo pronto se casó con Lilia Esteban Hierro, hija de una familia pudiente a la que al parecer había conocido en su niñez. A Lilia habría de dedicarle Carpentier todos y cada uno de sus libros subsiguientes con casi patológica lealtad y apego. Sería —es— su viuda. Actualmente está al frente de la Fundación Alejo Carpentier en La Habana, totalmente integrada al régimen.
     En Cuba, Carpentier siguió dedicado al periodismo, la radio, la musicología, y llevó a cabo una investigación minuciosa de la historia de la música cubana. En viaje a México de 1943, el recién creado Fondo de Cultura Económica le había encomendado la redacción de un libro sobre el tema. Este sería La música en Cuba, un elegante ensayo que la colección Tierra Firme publicó en 1946. En 1944 Carpentier se sufragó la publicación del relato Viaje a la semilla, en una fina plaquette de la que se tiraron sólo cien ejemplares en Ucar y García, la imprenta que hacía la revista Orígenes, que dirigían José Rodríguez Feo y José Lezama Lima, y en la que publicó Carpentier varias veces, sin llegar a ser parte del grupo íntimo nucleado alrededor de esos poetas.
     Pero en 1945 Alejo y Lilia se mudaron a Caracas, donde Carlos Eduardo Frías, amigo venezolano de los años parisinos, le ofrecía formar parte de Publicidad Ars, una agencia publicitaria que llegaría a ser poderosa en una Venezuela que gozaba del boom petrolero. La valiosa experiencia en medios de difusión masiva y publicidad adquirida en París se le hacía útil, pero, ¿por qué la mudanza a Caracas? La Cuba que abandonaba a mediados de los cuarenta estaba en manos de los revolucionarios del treinta, sus compañeros (si bien a distancia), y también gozaba de una situación económica boyante gracias a las ventas de azúcar al Marshall Plan y otros factores. El mundillo artístico-intelectual de La Habana no era el de México o Buenos Aires, pero era mejor que el de Caracas. Pienso que, además del anhelo de lograr una independencia económica propia (no la facilitada por Lilia), Carpentier se sentía más a gusto como extranjero, condición más afín a su carácter y a la que se había acostumbrado desde niño. En Caracas era casi venezolano, pero no del todo, tanto por su cubanía como por su porte y acento francés.
     En Caracas vivió Carpentier la vida desahogada del ejecutivo que llegó a ser, con casa propia donde se hacían reuniones, y Studebaker que Lilia manejaba, porque Alejo nunca llegó a aprender a conducir. Era un businessman al estilo europeo. Pero en Caracas se codeaba con hombres de negocios norteamericanos, como Albert Bildner, empleado de una compañía americana (Venezuela Basic Economy Corporation, de los Rockefeller), que fundaba los primeros supermercados en Venezuela y empleaba a Publicidad Ars para hacer sus anuncios. Hoy millonario, Bildner es uno de los benefactores de la Universidad de Yale, donde ejerzo, y de la que él se graduó.
     Pero en Caracas Carpentier también se dedicó a terminar o redactar las que fueron sus grandes obras: El reino de este mundo, Los pasos perdidos, Guerra del tiempo y El siglo de las luces, que no se publicaría sino a su regreso a Cuba. También escribió una columna casi diaria en El Nacional intitulada “Letra y Solfa,” breves textos que son hoy el rastro más fidedigno de las lecturas de Carpentier por aquella época. Son estas actividades paralelas a su trabajo en la publicidad las que demuestran su férrea disciplina y su capacidad para llevar una doble vida. En una de esas columnas habla de su hábito de levantarse muy temprano para escribir un mínimo de dos cuartillas diarias, que al final del año se convertían en un manuscrito de considerables proporciones. Hay que decir también que Carpentier fue además muy disciplinado en cuanto a no dar a la imprenta precipitadamente sus novelas, que se tomó siempre su tiempo para pulirlas y dejarlas madurar. Los largos silencios en su obra novelística así lo demuestran. Fue cauteloso y planeó bien sus inversiones literarias, por así decir. El reino de este mundo y Los pasos perdidos son ediciones de autor que se pagó (algunos dicen que pagó su suegra) en EDIAPSA, de México, que luego se convirtió en la Compañía General de Ediciones.
     Pienso también que, a partir de El reino de este mundo, Carpentier sintió ya que escribía para la historia, no sólo para el presente, que su obra era de las grandes y debía cuidar su desarrollo. Los éxitos que tuvo, no en el entonces pobre mundo editorial latinoamericano, sino en Francia y Estados Unidos, así se lo confirmaban. La traducción de El reino de este mundo ganó en agosto de 1954 el premio del mejor libro del mes otorgado en París por la Societé des Lecteurs, y la de Los pasos perdidos la del mejor libro extranjero en 1956. En inglés, la traducción de Los pasos perdidos tuvo una gran recepción, y Tyrone Power, el conocido actor y director de una empresa cinematográfica que llevaba su nombre, compró los derechos, pero su muerte repentina puso fin al proyecto. En 1956, Losada de Buenos Aires publicó la novela corta El acoso; fue la primera casa editorial importante de lengua española que se arriesgó a publicar ficción suya. El siglo de las luces logró vendérsela a una editorial parisina, que la publicó antes de que apareciera en español. En 1956 Carpentier ya tenía 52 años de edad y su éxito era tal que uno de los críticos que reseñó la traducción inglesa de Los pasos perdidos dijo que merecía el premio Nobel.
     En 1958 fue derrocado Marcos Pérez Jiménez en Venezuela y en 1959 cayó Fulgencio Batista en Cuba. Los Carpentier regresaron a La Habana el mismo año en que se instaló Fidel Castro en el poder. Alejo desmontó su casa de Caracas, dejó su puesto en Publicidad Ars, y, dando un salto al parecer al vacío, se mudó de vuelta a la capital cubana, presa de la euforia de la caída de la dictadura y la promesa de que el bienestar económico que disfrutaba la isla se prolongaría bajo un régimen constitucional. No era tan arriesgado el cambio. Desde hacía más de un año Carpentier y varios amigos (el peruano Manuel Scorza, el colombiano Alberto Zalamea, el venezolano Juan Liscano) habían iniciado un negocio de producción y distribución de libros a gran escala, promocionado por ferias que se celebrarían en una sucesión de capitales latinoamericanas. Eran tiradas fabulosas para la América Latina de entonces: 250 mil y trescientos mil ejemplares en rústica, siguiendo el modelo del paperback. La feria de Caracas ya se había celebrado y la de La Habana sería a poco de trasladarse Carpentier a Cuba. Era una empresa bien pensada que podría haber sido exitosa. Pero este negocio, como tantos otros, se vino abajo con el viraje del gobierno hacia el comunismo, y Carpentier terminó como director de la Editorial Nacional, cargo al que dedicó toda su experiencia en el ramo y en la publicidad, pero que tuvo que abandonar, nunca sabremos por qué, cuando fue destituido y enviado a París en 1966.
     Una vez más Alejo era casi un extranjero, aunque en París lo parecía y sonaba mucho menos —nunca abandonó su hábito de vestirse bien, con trajes elegantes y conservadores—. Una vez me contó que, en París, siempre iba a la misma sastrería a alquilar el esmoquin en que se enfundaba para asistir a eventos oficiales en su calidad de diplomático. Decía que el viejo sastre francés le entallaba cuidadosamente el traje, hacía sus marcas, prendía sus alfileres y, dando un paso atrás para tener perspectiva, proclamaba: “Vous allez bien representer la France!” Él nunca lo corregía, no tenía sentido.
     Cuando Alejo murió súbitamente en abril de 1980 —tenía cáncer, pero estaba en casa y trabajando—, el gobierno cubano mandó un avión a buscar el cadáver. Con éste viajaron Lilia, burócratas y diplomáticos cubanos, y algunos admiradores franceses, como Denis Hollier, que sería colega mío en Yale años más tarde. En La Habana se veló a Carpentier con guardia de honor, que incluyó por un rato al Comandante en Jefe mismo, tieso y solemne en la foto, en pose marcial probablemente aprendida con los jesuitas del Colegio de Belén. Fue enterrado en el Cementerio de Colón de la capital, uno de los más fastuosos del mundo (al nivel de los de Venecia y Buenos Aires). No dudo que a algunos maliciosos (los cubanos solemos responder a la solemnidad con el choteo) les habrá venido a la mente aquel epitafio que, según las reglas del juego, sus traviesos autores le leyeron a Alejo un día en los años setenta:

Anuncia el cementerio de La Habana
     Que deben apurarse para ver
     El cadáver de Alejo Carpentier:
     ¡Vuelve a París la próxima semana!

Aun en su muerte, Carpentier seguía siendo extranjero, un peregrino en su patria, como, apropiándome del título de la novela bizantina de Lope de Vega, le puse a mi libro sobre él de 1977.
     Se me hace difícil concebir que Carpentier, un escritor tan sutil y profundo y un hombre de una cultura humanística tan vasta, no haya tenido conciencia de la doble vida que siempre prefirió, y de que ésta siguió siendo tal durante sus años de representante oficial del gobierno de Castro. Sé que se prestó a la propagación de mentiras sobre sí mismo, como la de su nacimiento cubano, y no pocas exageraciones sobre sus supuestas actividades políticas en el pasado. Creo, asimismo, que en El arpa y la sombra dejó una suerte de apología, cifrada en la figura de Colón, mentiroso por conveniencia, porque pensaba que la proeza que se proponía hacer lo justificaba, por su condición de hombre de origen dudoso que tenía que labrarse una imagen a la medida de sus aspiraciones, no de su pasado. Diría que su militancia en la Revolución Cubana, ya triunfante y con enorme prestigio en círculos artísticos e intelectuales del mundo entero, fue otra carta bien jugada. Su propia fama, adquirida antes de 1959, lo protegía de comisarios literarios envidiosos con los que apenas tenía que convivir una vez que se trasladó a París. Con su esmoquin, o su bien cortado traje de hombre de negocios, Carpentier pudo continuar su doble vida y seguir dedicado a su obra, tan ajena a las doctrinas del realismo socialista o la literatura enrolada. La única vez que quiso saldar su deuda con la burocracia cultural cubana lo irreconciliable de sus dos vidas lo condujo al fracaso, que fue prácticamente póstumo.
     Aunque cada vez con menos ánimo, esa burocracia sigue empeñada en la vana tarea de perpetuar la imagen de un Carpentier activista político. Hay que reconocer que no es tarea fácil dado el material de archivo disponible, además de que el propósito mismo de ésta se hace cada vez menos claro, a casi 25 años de la muerte de Carpentier. ¿Qué puede ganar el régimen erigiendo un Carpentier comprometido en su juventud? Más interesante sería declarar que, sin haberlo sido, se entregó a la Revolución a los 54 años de edad. Porque lo que la documentación existente arroja, leída con ecuanimidad, es la imagen de un Carpentier de inclinación izquierdista, tal vez, pero que no fue miembro del Partido Comunista cubano hasta que no lo hicieron a sus setenta años, cuando el Partido estaba en el poder. No tuvo participación activa en la lucha contra Machado, aparte de los cuarenta días que pasó en la cárcel, de los que salió ileso y con suficiente libertad como para irse a París. Es decir, se fue de Cuba en 1928, cuando la situación empezaba a ponerse violenta. En París, con el Atlántico por medio, estuvo involucrado en algunas actividades, como la publicación de un panfleto intitulado La terreur a Cuba, pero muy pocas y sin ninguna trascendencia. Vivió en Cuba todo el primer periodo de Batista (1940-44) sin mayores contratiempos, entregado a sus actividades de investigación, a la radio y la literatura. Pasó toda la dictadura de Pérez Jiménez (1953-58) en Caracas, haciendo su obra y trabajando en Publicidad Ars, sin que se tenga noticia de que haya tenido nada que ver con la oposición. Es más, sabemos que organizó festivales de música clásica con el aval del gobierno. Tampoco estuvo involucrado en el Pacto de Caracas, cuando diversos grupos de cubanos que luchaban contra Batista se reunieron en la capital venezolana para coordinar sus actividades. En Cuba se sumó a un gobierno en el poder que lo promovió y protegió hasta su muerte.
     A fines del mes de febrero próximo pasado tuve ocasión de dar una conferencia en la Universidad de Santiago de Compostela, durante un congreso organizado por esa universidad y la de La Habana para conmemorar el centenario de Carpentier. Éramos un grupo de carpenterianos de Cuba, España, Bélgica, y otros países, y yo el único cubano residente en el exterior. Fue una gran dicha reunirme con amigos entrañables como Araceli García Carranza, de la Biblioteca Nacional José Martí, Rogelio Rodríguez Coronel, decano de Humanidades de la Universidad de La Habana, Luisa Campuzano, de esa misma universidad y la Casa de las Américas, Rita de Maeseneer, de la Universidad de Amberes, y Ana Cairo, profesora de la Universidad de la Habana y directora allí de la cátedra Alejo Carpentier. Debo confesar que tuve la agradable sorpresa de que no hubo nada que pudiera tildarse de propaganda política, que no se le envió mensaje al Comandante en Jefe, cuyo nombre jamás fue mencionado, ni tan siquiera por la inevitable embajadora de Cuba en España en su insulso discursito de bienvenida. Pero sí escuché, con lástima si se me perdona la condescendencia, a mi querida amiga Ana Cairo (lo digo con sinceridad) dar una presentación en la que pretendía todavía probar que Carpentier había sido un activista político, un revolucionario, sobre todo en los años treinta, durante la Guerra Civil española (eso sí, había que ser solícito con los huéspedes gallegos que financiaban el Congreso, que “pagaban los pasajes”, como alguna compatriota de la delegación insular dijo sin recato). Ana se basaba en algunos artículos buscados con lupa y entresacados con pinzas de entre los muchos que Carpentier escribió en los años treinta sobre temas muy diversos, en los que habla en favor de la República y personalidades del mundo artístico e intelectual que la defienden. Son textos no sólo escasos sino tímidos, comparados con los muchos de igual orientación política escritos por tantos escritores de la época y de tantos países, pero especialmente latinoamericanos (Nicolás Guillén, César Vallejo, Pablo Neruda, pongamos por caso). Ana hizo girar su charla alrededor de una fotografía tomada durante el mencionado Segundo Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura, al que asistió Carpentier. En la fotografía aparece la delegación cubana: Alejo y Juan Marinello en primera fila, Félix Pita Rodríguez y Nicolás Guillén en segunda. Hasta llegó a decir, supongo que para enmarcar al grupo en la aureola de revoluciones concatenadas que se remontan a las Guerras de Independencia y culminan con la Revolución, que habría que superponer a la foto una de Martí, que era la verdadera inspiración de la postura política del grupo.
     Pasó muchas cosas por alto mi querida Ana. Guillén y Marinello eran miembros del Partido Comunista y se habían destacado y seguirían destacándose en actividades políticas de diversa índole —mencionar a Carpentier y su militancia con la de ellos es prácticamente un desacato—. Si bien Marinello fue un martiano que dedicó buena parte de su obra al estudio del poeta y patriota, Carpentier no escribió nada sobre él hasta entrados los años cincuenta, cuando publicó alguna que otra columna de “Letra y Solfa” reseñando eventos y publicaciones en Cuba que marcaban el centenario de su nacimiento (1853-1953). Mucho más tarde, en los setenta, escribió un magnífico ensayo sobre “Martí y Francia” en el que destaca la sagacidad de éste en materia de arte porque se percató pronto del valor de la pintura impresionista. Tampoco se detuvo Ana a rebatir lo dicho por Neruda en sus memorias, cuando, recordando al Carpentier de la época, escribe: “Detrás de nosotros quedaba la plaza Dauphine, nervaliana, con olor a follaje y restaurant. Allí vivía el escritor francés Alejo Carpentier, uno de los hombres más neutrales que he conocido. No se atrevía a opinar sobre nada, ni siquiera sobre los nazis que ya se le echaban encima a París como lobos hambrientos.”1 Neruda, huelga recordarlo, sí era miembro del Partido Comunista y ayudó a la causa republicana antes y después de la derrota. Pero sobre todo no consideró Ana el verdadero mensaje visual de la fotografía, insoslayable, palmario en toda su materialidad. Éste se cifra en el elegante traje oscuro de Alejo, su impecable corbata a rayas, su sombrero de fieltro —un fedora— cuidadosamente apoyado sobre la rodilla, en contraste con la indumentaria más desgarbada de sus compañeros de delegación. Marinello tiene también el sombrero en la rodilla, pero está estrujado y se ve que es de inferior calidad. Ningún otro está de cuello y corbata. Guillén tiene un aire como de desapego, de no sentirse a gusto en el grupo; el palillo en la comisura del labio le da un aspecto zafio. Carpentier está vestido como el hombre de negocios que ya era por su trabajo en la radio y la publicidad, con la indumentaria que habría de llevar hasta la tumba.
     Cuando le pregunté a Ana, en privado, que si Carpentier era tan comprometido por qué no se había enrolado en las Brigadas Internacionales (tenía 32 años de edad cuando estalló la guerra), me dijo que Alejo no había sido hombre de acción en ese sentido —no era un hombre fuerte, atlético, supongo que quiso decir—. Pero yo le dije que muchos habían hecho su contribución como intérpretes, y en otros papeles en los que su experiencia en la radio podría haber sido útil. Carpentier no fue activista político, fue un hombre entregado a su obra literaria en el tiempo que le dejaban los diversos trabajos que tuvo que realizar para ganarse la vida, que se la ganó muy bien, por cierto, llegando a gozar de un estatus económico y social que pocos escritores latinoamericanos de su generación alcanzaron.
     Es una distracción, casi una impertinencia, debatir algo tan huero como el compromiso político de Carpentier. Su obra es inmensa y merece toda nuestra atención. Tienen sus textos, además de las muchas virtudes ya mencionadas, un plus, un suplemento que los eleva al nivel de los clásicos de la literatura occidental. Ese lunes omitido en el diario del protagonista-narrador de Los pasos perdidos, que remite a la alternancia de lunes y domingos, de trabajo y descanso que se remonta a la Biblia. La escena en Barbados de El siglo de las luces, cuando Caleb Dexter pasa el dedo por las letras del epitafio del último emperador de Bizancio, que sugiere una lectura al revés de esos signos ahuecados sobre la piedra. Esos 22 capítulos de El recurso del método, cada uno de los cuales contiene en filigrana una de las 22 cartas del Tarot y por lo tanto un argumento distinto al de la novela. La sombra de Colón que se desvanece, al final de El arpa y la sombra, en el centro de la Plaza de Bernini en un mediodía romano —tiempo y espacio perfectos en el centro vacío del universo, donde se entrecruzan todas las líneas y todas las horas—. Ese es el Carpentier que debemos celebrar, cualesquiera que hayan sido sus virtudes y debilidades personales —humanas—.-

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(Sagua la Grande, Cuba, 1943) es Sterling Professor de literatura hispanoamericana y comparada en la Universidad de Yale.


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