Anti-Gabo

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SÍNDROME DE ABANDONO

(los 40 años de Cien años de soledad)

Yo escribo contra García Márquez. No lo conozco. Probablemente sea la única persona en toda la hispanidad que no tiene una anécdota que contar sobre él, y me irrita que hijos de vecino, como yo, le digan “Gabo” –el compadre universal.

Leí por primera vez Cien años de soledad en una segunda impresión de la edición de Sudamericana de mi padre, firmada. El autógrafo cuenta una historia sobre una llamada de Alfredo Stroessner, el dictador de Paraguay, que señala que don Jorge Enrigue –héroe discreto de la valiente clase media mexicana– también tiene su garcíamarquiana. Me pareció que era la novela contemporánea más importante que había leído, en caso de que por entonces hubiera tenido conciencia de que había escritores vivos. Leí los otros volúmenes suyos que había en casa y compré los que faltaban. A partir de El amor en los tiempos del cólera he ido leyéndolos todos apenas los distribuyen, cada vez más angustiado ante la posibilidad de que no cumplan unas expectativas que no hay manera de cumplir.

Ese ansioso avanzar por la obra de un autor mientras la ha ido escribiendo se anilló con el hecho de que, a partir de la Universidad, la lectura se me transformó en un proceso socializado. García Márquez pasó de ser un interlocutor agobiante al monolito de la cursilería latinoamericana. Era el ídolo de los mediocrazos de barbita, el sueño mojado de las compañeras que me mandarían a un campo de exterminio en Durango si pudieran, el tótem de los millonarios que le dejaron a los niños a la sirvienta para codearse con Marcos en La Realidad.

Y no creo que García Márquez sea inocente de sus lectores, o no del todo –nadie lo es–: Cien años de soledad, que he vuelto a leer transido de placer una y otra y otra y otra vez, es una suerte de matriz de esa Latinoamérica abstracta, esterotípica y altermundista que la prefiere compartida antes que cambiar su vida, de una creencia inadmisible en los Estados nacionales y sus identidades monolíticas –siempre criminales–, del estrellato editorial que vende buenas intenciones estándar desde los rascacielos del corporativismo global más siniestro. Sospecho que nadie que dude de las nociones peligrosísimas de Patria o Pueblo, que crea en la saludable medianía aristotélica y en los derechos individuales –no del hombre, sino míos y de una señora que ahorita está cruzando una calle en Quito o La Habana–, podría escribir novelas tan novelas y cuentos tan cuentos.

En fin: Me modelé una imagen de señorito en caída cuando vi que en todas sus fotos aparecía vestido de Nuevo Latinoamericano, abjuré del periodismo como género literario cuando me enteré de que era su pasión más sincera, me aseguré de nunca escribir ni una sola línea en la que a alguien le pasara algo que algún lector encontrara mágico, abracé a Borges como emblema y religión.

A los 35 años publiqué un libro de narrativa –el cuarto que perpetraba– que me parecía que finalmente me representaba a mí y a mi esfuerzo de toda una vida escribiendo contra García Márquez. Mi madre lo leyó y me dijo: Qué bárbaro Alvarito, hay páginas como de García Márquez.

– Álvaro Enrigue

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