El informe de lectura, conocido aquí y en algunos otros países, con el nombre amedrentador de “dictamen” fue, porque es tristemente probable que ya no lo sea, una de las esencias de la vida editorial. Con mucha frecuencia, se le pedía a los lectores más jóvenes, la mayoría aspirantes a tonsurarse como escritores, que opinasen por escrito. El mundo podía saber quiénes eran los que dictaminaban, pero los autores, nunca.
Se pagaba poco dinero por un dictamen pero ahora caigo en cuenta de que la recompensa inmaterial era altísima, una verdadera iniciación: el joven lector adquiría su sentido crítico gracias al imperativo de la responsabilidad más alta, la de contribuir a decidir si una novela o un libro de poemas merecían imprimirse y publicarse. Naturalmente, los buenos editores, y en México los había excelentes, no solo habrían resistido al potro antes de revelar la identidad de sus dictaminadores, sino pedían hasta tres informes de lectura por obra. Uno o dos provenían de los jóvenes lectores que hacíamos esa clase de trabajos eventuales y nutríamos al editor, además, con la fina sensibilidad o con el acrisolado mal gusto de una nueva generación. Obviamente, cada casa tenía sus catadores severos y profesionales para normar la decisión del editor cuando los preseleccionadores vacilaban o empataban. En el oficio de hacer dictámenes nos probamos la mayoría de los escritores y aquella subespecie del género editorial tenía su variedad zoológica: dictaminadores los habíamos vegetarianos o carnívoros, nómadas o sedentarios. Algunos fuimos odiados, antes de publicar un libro, porque se nos creía dictaminadores severísimos o amafiados mientras que los había de reputación naviera, los dictaminadores “barcos”, irreflexivos o de hábitos ligeros. Y como casi todos hacíamos dictámenes para las editoriales a la vez que reseñas para los periódicos, el candidato a crítico artista debía aprender a camuflarse, distinguiendo, digamos, a la esposa de la amante.
Llegaron a mis manos, desde la Argentina, los Informes de lectura (La Bestia Equilátera, 2012, que los publica junto a unas Cartas a Montale), del legendario triestino Roberto Bazlen (1902–1965), héroe de la literatura italiana que escribió poco y publicó aun menos (Roberto Calasso, no solo brillante editor sino su agradecido discípulo, le publicó, póstuma, una protonovela, El capitán de altura), pues lo suyo era leer y opinar absolutamente.
La mayoría dirigidos al crítico y editor Sergio Solmi (otro grande aunque menos secreto), quien los prologa, estos dictámenes pueden resumir en un párrafo lo dicho por muchos necios y pocos sabios en muchísimos tratados. De El hombre sin atributos, de Musil, dice Bazlen: “En cuanto al nivel, es indiscutible y […] merece publicarse con los ojos cerrados […] es uno de los más importantes trabajos de todos los grandes experimentos narrativos escritos después de la Primera Guerra Mundial […] Es muy discutible, en cambio, desde el punto de vista editorial-comercial. Aquí debo de hacer de abogado del diablo. Y como abogado del diablo, tengo cuatro argumentos. La novela es: 1) demasiado larga 2) demasiado fragmentaria 3) demasiado lenta (o aburrida, o difícil, o como quiera llamarla) 4) demasiado austríaca”.
Y así: uno siente –vanidad de lector agradecido– que siempre pensó como Bazlen pero sin encontrar sus palabras: la simultaneidad en Robbe–Grillet es “impura habilidad cinematográfica” o la ejecución técnica en Los demonios, de Von Doderer “no sirve sino para esconder, para enmascarar una absoluta falta de sustancia, el vacío puro”. No se detiene ante García Lorca, a quien encuentra imbécil y bovarista, ayuno de “forma íntima grande e inflexible”, reprueba a Nelly Sachs como ineficaz contra la “ilimitada inhumanidad” de los nazis y Gombrowicz, en un informe de lectura dirigido a Luciano Foà, de editorial Einaudi, lo colma de alegría: “Dos palabras sobre Ferdydurke, a toda velocidad. Ya sabes de qué se trata, no tengo que contarte la historia, solo quieres mi opinión. !!!Diría que sí, absolutamente!!! Me divertí como un loco; es uno de los aliados más honestos que podemos tener en la verdadera revolución con el amor, el arte, los principios inmortales y todas las tonterías de siempre. En las primeras páginas tuve que superar una cierta sospecha: el humorismo estudiantil, provinciano, prefabricado”.
El dictaminador de genio –como lo fue Bazlen, Bobi para sus amigos– hacía crítica literaria sin renunciar a sus principios de mercadotecnia: su credo era estar convencido de lo que la editorial debía vender. Solía ser insobornable este personaje pues sabía que el buen editor no cambiaba de convicciones, pero sí de dictaminadores.
Hay más, mucho más, en las escasas noventa páginas de los Informes de lectura: el amor por La lechuza ciega, del iraní Hedayat, la profecía del daño que causaría La estructura de las revoluciones científicas, de Kuhn, leído por miles de inadvertentes universitarios o pesar porque, lleno de poesía, un Ray Bradbury no dejaba de ser un escritor de ciencia-ficción, un escritor del mercado justamente en el sentido en que Bazlen lo juzgaba peyorativo: una buena mercancía etiquetada.
Debería escribirse la historia literaria del dictamen junto a la historia de su hermana-enemiga, la solapa o cuarta de forros (Calasso, no balde, compiló las suyas en Cien cartas a un desconocido de, 2007). Géneros comerciales que abonaban por la nobleza pequeñoburguesa de la maltratada palabra comercio, el dictamen era ferozmente sincero y la solapa, modosa, artísticamente hipócrita: una recomendación convenenciera, subliminal publicidad positiva muy distinta al hoy imperante blurb, esa máxima para tarados.
Si la solapa pertenece al dominio de las virtudes públicas, el informe de lectura o dictamen se origina en los vicios privados. Entre una y otro se encuentra el género literario perfecto.
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile