Si yo les menciono el nombre de José Monge Cruz, supongo que, a no ser españoles y muy aficionados al flamenco, tal nombre les dirá muy poco, por no decir nada. Si yo les menciono su nombre artístico, Camarón, el número de conocedores, al menos en Europa, aumentará considerablemente. En Francia, por ejemplo, Camarón acabó convirtiéndose en un autentico ídolo. En el Reino Unido, los integrantes de los Rolling Stones y de U2 fueron decididos admiradores del cantaor.
José Monge Cruz nació a finales de los años 50 en la localidad gaditana de La Isla de San Fernando (antigua Isla del León) y murió hace ahora diez años. Pasó por la vida raudo y veloz, como una bala de plata. Su padre regentaba una pequeña fragua, muy afectada su salud pulmonar. Camarón, en una desvencijada bicicleta, repartía por La Isla los clavos y las alcayatas que constituían la mayor parte de la producción paterna. E inmediatamente nacerá en él su primera y abrasadora vocación: el toreo. Se ausentaba durante días y noches de su casa, buscando los cortijos con ganadería brava que abundan en la zona. El gran maestro Curro Romero, amigo y admirador de Camarón desde los principios de su aventura personal, le puso entre las manos una ocasión única. Curro estaba anunciado en un festival benéfico en un pueblo extremeño, y una indisposición de última hora le impidió acudir a torear. En su lugar recomendó a Camarón. Éste, cuando se vio no ante una becerra o un novillete, sino ante un novillo-toro con todos sus avíos, pasó, lo confesaría después, uno de los peores momentos de su vida. Mucho más tarde hizo referencia al suceso en uno de sus discos:
me dieron una ocasión
de salir a torear:
se me quitó la afición.
Durante toda su vida mantendría en alto su afición al toreo Curro Romero, Rafael de Paula y José María Manzanares fueron sus ídolos más admirados, pero jamás volvió a intentar colocarse delante de un toro. El bicho de pelo, como él le llamaba.
Según decía, su padre conocía y hacía bien los palos más duros del cante: la siguiriya, la soleá y el martinete, pero su afección asmática no le permitía rematarlos y, la mayoría de las veces, ni esbozarlos ni rematarlos. Sería su madre, Juana, su mayor influencia y la mayor responsable del estilo Camarón. "Yo ya cantaba en el vientre de mi madre", solía decir.
Existe en La Isla de San Fernando una de las ventas más antiguas de Andalucía: la que se llamó Venta Vieja de Eritaña, y su cercanía a Cádiz la convirtió en lugar ideal para que los flamencos remataran sus fiestas, ya que, aun en tiempos de Franco, gozaba del privilegio de permanecer abierta durante toda la noche. Y en esa famosa venta echó Camarón sus primeros dientes en el cante público. No había cantaor ni aficionado cabal que no frecuentase la Venta de Vargas (hoy día autentico lugar de peregrinaje de los camaroneros), y pronto se extendió por toda Andalucía la noticia de que en la de Vargas había un niño, un gitanito frágil y rubio que cantaba como los propios ángeles. Buen guitarrista Camarón, en sus comienzos se acompañaba él mismo con la sonanta.
Manolo Caracol, una de las voces más flamencas que han existido en el cante y uno de los cantaores más anarquistas e imprevisibles de la historia del flamenco, sentenció sin dudar: "Uno que sea rubio no cantará bien por bulerías en su vida". Y esta vez, afortunadamente, se equivocó el profeta. Camarón lo admiró hasta su muerte, pero cuando ya era una figura consagrada se negó siempre a aceptar los suculentos contratos que Caracol le ofrecía para que cantara en su famoso tablao madrileño.
Pues bien, Camarón, que ya había visitado Sudamérica con la compañía de Miguel de los Reyes y había trabajado también en la de Juanito Valderrama, sintiéndose ya seguro de sus posibilidades, se presentó en Madrid y firmó un contrato con el tablao Torres Bermejas. Primero como cantaor para acompañar el baile, y luego como figura indiscutible, con un contrato económicamente fuerte. El guitarrista jerezano Paco Cepero fue su acompañante asiduo durante una larga temporada, y la cosa funcionaba cada vez mejor. Vestido a la más elegante moda, con un entonces envidiable Mini Morris rojo, Camarón dominaba el ambiente cantaor de la capital de España. Tras su trabajo frecuentaba el tablao de Manolo Caracol y también el J.J., donde Bambino, a quien siempre admiró, era en esos momentos una atracción arrolladora. Gastarse lo ganado en el día en una venta de las afueras de Madrid con un puñado de amigos fue también costumbre suya durante esta etapa madrileña.
Inesperadamente apareció en el mercado el primer disco de dos jovencitas gitanas, Las Grecas, y se puede decir que en ese momento los cimientos del flamenco tradicional temblaron. Paco de Lucia, que en un principio no se sintió demasiado impresionado por el cante de José, acabó por admirarle en una fiesta improvisada en casa de la jerezana familia de guitarristas Los Parrillas. Ambos, charlando y escuchando a Las Grecas y con sus propia genialidad a cuestas, decidieron trabajar juntos en el mundo de la música.
El padre de Paco les consiguió un contrato con la compañía Philips, y bajo su severa batuta empezaron a aparecer en el mercado los primeros discos de Camarón y Paco de Lucia. Ya desde el primero consiguieron hacerse de un público adicto y hoy día esos discos son ya autenticas reliquias vivas de la música en general. Desde ahí, Camarón se hizo imprescindible en la cartelería flamenca y dominó el mundo de los festivales.
Ricardo Pachón, el productor más flamenco y vanguardista de los últimos 25 años, tomó las riendas discográficas y luego, como ocurre casi siempre, la imprevista casualidad anticipó lo que sería la mayor genialidad del cantaor. En principio el nuevo disco iba a ser compuesto en su totalidad por el cantaor y guitarrista Manuel Molina, que en aquella época gozaba de una enorme popularidad en el dúo que formaba con su mujer, la gran cantaora Lole Montoya. Lole y Manuel acercaron el flamenco a un numeroso público ajeno a él, y grabaron una serie de discos que figuran ya en la discoteca de cualquier aficionado al flamenco. Un pequeño malentendido entre las mujeres de ambos artistas echó abajo el proyecto inicial, y Camarón y Ricardo se encontraron sin disco, presionados por la discográfica y enfrentados a esa terrible situación que se llama "no tener nada". Pachón, buen guitarrista, había trabajado tiempo atrás componiendo algunos temas sobre poemas de García Lorca y de Villalón. Se incorporó un tema de Omar Jayyan y se decidió saltar por encima de lo que parecía insalvable. Aunque la guitarra flamenca siempre tuvo una presencia fundamental: Tomatito, Raimundo Amador y la colaboración de Vicente Amigo; a ella se añadieron bajo, batería y guitarras eléctricas, y el siempre hermoso y sugerente sonido del sitar de Gualberto en el popular tema de Lorca "Nana del caballo grande", con unos resultados sorprendentes.
El disco salió al mercado y nadie, ni en la discográfica ni entre los mismos músicos, tenía la menor idea de lo que podía ocurrir. Y ocurrió que la primera reacción de los aficionados al flamenco fue adversa y que la mayoría del público, en general, se sintió terriblemente desorientada. El disco, que lleva por título La leyenda del tiempo, terminó por imponerse y acabó convirtiéndose en el trabajo más emblemático y novedoso de Camarón. El que abría, ya definitivamente, los muros y los velos del hasta entonces intocable mundo flamenco. El cantaor de La Isla abandonó casi por completo su comparecencia en los festivales (que ya por entonces empezaban a decaer) y centró su actividad en los teatros y los grandes polideportivos. La respuesta del público fue fulminante. Entradas agotadas varios días antes de la actuación, protestas masivas en las puertas, altercados dentro y fuera de la sala por conseguir lugares de preferencia…
Sus éxitos en Francia y Estados Unidos eran, consecuentemente, la nueva etapa a batir. Los grandes productores del circuito mundial: Saglioco, Quincy Jones, vieron en el cantaor de La Isla una estrella ideal para el gran circuito internacional, y las grandes ofertas cayeron sobre él. La gran etapa, el gran momento del muchacho rubiasco al fin había llegado. Pero un tumor pulmonar se interpuso en su camino, y en un breve lapso le fulminó el ánimo y derribó el gran proyecto por el que tanto había trabajado y con el que tantas veces soñó.
La grabación de su último disco, Potro de rabia y miel, se convirtió en un autentico calvario que se prolongó casi dos años, y al final sólo quedaron en él los eternos destellos de un eterno genio de la música y una memorable portada de nuestro pintor más internacional, Miquel Barceló.
A partir de la muerte de Camarón el mito creció como la espuma. Su relación con el mundo de las drogas duras, su radical cambio de carácter cada vez más tímido, más huraño y más introvertido, el alejamiento de su pueblo gitano, rodeado siempre de una corte de gachés, su retirada definitiva con un recital en el aula de música del Colegio Mayor San Juan Evangelista de Madrid, su visita a la Clínica Mayo en Nueva York, donde le confirmaron la gravedad de su salud… Sorprendentemente, según el testimonio de uno de sus más íntimos amigos, el pintor Javier Fernández de Molina, y pese a los grandes dolores que debía estar padeciendo, aquel rubio gaditano jamás se quejó de su dolencia, tumbado día y noche como un rey moro en su diván, sin dejar jamás de fumar sus amados cigarrillos norteamericanos.
Murió en Barcelona, y su féretro cubierto con la bandera gitana viajó hasta su pueblo en uno de los entierros más concurridos que se recuerdan en los últimos tiempos. El rey había muerto. ~