Hace unos dรญas vi a una persona, a menudo enojona, zumbarle un puรฑetazo a un colega en una comida. Se jalonearon, escandalizaron a los demรกs, todos voltearon. Nosotros nos hicimos a un lado, ellos se madrearon, luego los separaron, se calmaron y hablaron hasta que se invitaron unas chelas. Al cabo de una hora se abrazaron y tan tan. Pero cada uno regresรณ a su casa bien asustado, pues de ser un par de lo que comรบnmente llamamos “chingaquedito”, cruzaron la frontera hacia la violencia fรญsica: un territorio peligroso donde ninguno de los dos se reconoce.
Somos agresivos. Cada uno a su manera. Hay una pulsiรณn, un instinto de supervivencia, de conservaciรณn y de extensiรณn de la vida, y un instinto de muerte. Estรก tambiรฉn la teorรญa del gen egoรญsta, el famoso culpable de la evoluciรณn. Hay agresiones benignas y agresiones malignas, las ganas de lastimar. Hay agresiรณn impulsiva y agresiรณn racional, autoprotecciรณn y desorganizaciรณn del yo. Al parecer, somos cada vez mรกs intolerantes. Nos desesperamos, nos encabronamos, maldecimos y disfrutamos en ese retorcido goce de la queja sistemรกtica o en molestar, aunque sea un poquitito, a alguien mรกs.
Tenemos, cada uno, una personalidad que ante un contexto determinado hace que chispeen incontables conexiones sinรกpticas. Tenemos como cien mil millones de neuronas que se conectan unas a otras, disparando un quรญmico, un neurotransmisor, que produce un pensamiento, un sentimiento. Y las neuronas que mรกs se conectan se acercan. Una, dos, tres descargas elรฉctricas entre dos cรฉlulas cerebrales van acortando el espacio que las separa. Nuestro circuito cerebral, en consecuencia, se reconfigura todo el tiempo, con cada idea, sensaciรณn, impresiรณn, aprendizaje, etcรฉtera, fortaleciendo las conexiones en uso y debilitando aquellas en desuso.
Somos seres neuroplรกsticos. Una persona, digamos, quejumbrosa, tiene sรณlidas conexiones de la queja, del lamento o la decepciรณn, y dรฉbiles conexiones de la satisfacciรณn. Alguien pusilรกnime, poco se enfrenta ante la posibilidad de defenderse en una situaciรณn en la que tal vez deberรญa indignarse y oponerse; pues, neurolรณgicamente, las vรญas para hacerlo no estรกn labradas.
La neuroplasticidad, la capacidad del cerebro para crear y reformar nuevos senderos neurales, “es crucial para recuperar o desarrollar una habilidad sensorial, cognitiva o motriz, independientemente de la edad”, escribiรณ Oliver Sacks una nochevieja, en este artรญculo en el que sugerรญa reorganizar el circuito cerebral como propรณsito de aรฑo nuevo, tocar un instrumento o aprender otro idioma para retar al cerebro, en lugar de proponernos clichรฉs como bajar de peso o hacer mรกs ejercicio.
Pensemos en cรณmo la neuroplasticidad es un fenรณmeno que demuestra la posibilidad de activar otras conexiones neuronales que nos alejen de las cuotas de agresiรณn que alimentan la violencia, violencia que aprendemos y ejercemos. Violencia fรญsica, como una madriza entre dos personas en cualquier cantina o, carajo, en cualquier familia; violencia psicolรณgica, el arte de anular al otro; violencia social, el racismo o el machismo, nomรกs para no ir muy lejos, o la xenofobia.
¿Quรฉ comportamiento no estamos dominando, cuรกl estamos repitiendo y cuรกl es importante controlar, quรฉ ruta cerebral estamos andando o, quizรก, desandando poco o de mรกs? Todos tenemos un deber ser. Hasta quรฉ punto, se preguntaba Sacks, estamos moldeados por nuestro cerebro y hasta quรฉ punto nosotros lo moldeamos.
Y dudemos de nosotros, siempre, no para competir en el certamen del buen comportamiento, ni para perpetuarla cochambrosa dupla de la culpa y la salvaciรณn, mรกs bien para no ser un pertrechado modelo de actos restringidos, derivados de conexiones programadas, para recuperar con agresividad la certeza de que no tenemos todas las respuestas y tambiรฉn de que estamos hechos para cambiar; lo cual es vertiginoso y al mismo tiempo liberador.
Ciudad de Mรฉxico