I.
Hubo un tiempo, a la par de la no muy lejana juventud de nuestros padres, en que el acontecimiento fílmico de la Ciudad de México era la Muestra internacional de cine. El otoño era entonces la primavera para los cinéfilos y los feligreses del séptimo día adquirían sus abonos, que lo eran por partida doble: con su lote de boletos la gente sólo ahorraba y compraba a plazos diarios la satisfacción y entusiasmo para un año entero. Ahora la típica figura sesentera del cinéfilo es un anacronismo: no sólo el cine de autor dio paso al fenómeno masivo del cine de culto y cualquier hijo de vecino con DVD posee una filmoteca privada tan alucinante como portátil, sino que debido la profusión de ofertas debimos sustituir los ritos estacionales por celebraciones fílmicas cada quince días. Para certificar la abundancia señalo la creatividad nominalista de sus organizadores. ¿Alguien puede explicarme la diferencia entre muestra, festival, foro, tour, ciclo, semana y gira?
Que el lector no me mal interprete. Ésta es una queja dulce, como la de quien a un tiempo se reprocha sus constantes francachelas y atesora los placeres del exceso. Y esa misma ambigüedad, entre el vértigo y el disfrute, caracteriza mi actitud hacia los 10 días, 170 filmes de 42 países y tercera emisión del Festival Internacional de Cine Documental de la Ciudad de México. En realidad, confieso, la balanza se inclina hacia el segundo plato. Me ocurre con el cine en general lo que con las novelas: al pasar una cuota de ficción el pequeño capataz que llevo dentro me reclama hacer algo de provecho. Con los documentales, en cambio, además de caer bajo el influjo del celuloide, me informo, educo y concientizo. Y no es que su producción este cifrada en clave militante de los setentas sino que en la era del simulacro lo testimonial es por naturaleza auténtico.
Este retorno de lo real se manifiesta de múltiples maneras: en las ventas del literary non-fiction angloparlante y la autofiction francesa, el boom global de los reality shows, el ascenso del blog como sustituto del periódico y un largo etcétera. Sin embargo, la particularidad de este revival (ver Ambulante) es que a diferencia de los anteriores casos, todos ellos novedades o giros innovadores, el cine nació documentando.
II.
Una vez que DOCSDF ha llegado a su fin me quedan algunos malos sabores de boca. Destaco la sensación de lo ya visto, ya vivido. ¿Puede ser tan esquemática la organización de festivales? Menciono algunas constantes: ciclos patrocinados por instituciones de gobierno, concursos dirigidos a jóvenes, debates, talleres. Las actividades paralelas, argumentarán algunos, que permiten a quienes participan en la industria del cine conocerse, prepararse y conseguir financiamiento, son siempre positivas. Esto es indudable, pero esa carga distrae a cualquiera de lo más básico: la programación. Aunque tuvieron aciertos logísticos (centrar las proyecciones en dos polos de la ciudad y, salvo en CU, concertarlas durante la tarde y noche), la selección me pareció desigual. Con tantos documentales quizá sea difícil mantener el estándar de calidad, pero bastaría con que todos fueran eso, documentales. Porque existe un diferencia fundamental entre ellos y los trabajos de documentación visual. Y la primera que pasa por mi mente, tan simple como incontrovertible, es que los primeros poseen un lenguaje cinematográfico mientras los segundos no. Quizá, la “democratización” de la producción documentalista no sea del todo benéfica, ni para el cine ni para las causas que éste abandere. Por eso me inclino por darle la razón a Michael Massing cuando alega que el “indie dogma” abarata los documentales.
Este comentario seguro motivará críticas; al fin y al cabo, quién soy yo para definir qué es y qué no un documental. El mundo posmoderno ha contribuido a la retórica con una nueva falacia, la de acusar de preceptor a cualquiera que se resuelva a trazar distinciones. Entonces se me ocurre otra objeción acorde a nuestros tiempos. Pienso en esta clase de festivales como esos flujos financieros que elevan tan alto una economía como rápido la abandonan. Cuando lo importante es la cantidad de proyecciones y no de espectadores, la audiencia es arrastrada por ese torrente raudo y tal vez emocionante, pero inevitablemente espumoso. Dicho efecto podría paliarse de algún modo con más y mejores contenidos sobre los documentales en exhibición, con mayores esfuerzos en el área de comunicación pero, sobre todo, con un criterio de pertinencia mientras seleccionan la muestra que no sea el de la numeralia.
El lunes se anunciaron los ganadores. Ya había visto Mi vida dentro de Lucía Gajá en Ambulante y Legionario de Cristo no me llamó la atención. Así que opte por entrar a la función dedicada al Mejor Documental Internacional: La Habana. El arte nuevo de hacer ruinas (Havana – Die neue Kunst Ruinen zu bauen) de Florian Borchmeyer que en 2006 obtuvo una mención especial en el Los Angeles Latino International Film Festival (la presea a Mejor Documental fue para Juan Carlos Rulfo con En el hoyo).
Este documental es una crítica templada y evocativa al régimen dictatorial cubano. Su director, un alemán doctor en letras hispánicas y reseñista para el Frankfurter Allegemeine Zeitung, ha señalado en entrevistas que su intención no era política, que la devastación que retrata no es exclusiva de los regímenes dictatoriales. Pero si se requiere de una sensibilidad germana para apreciar la historia de la destrucción, sólo una conciencia latinoamericana vuelve inequívoco lo que para otros apenas se asoma. Porque si bien el documental no es una denuncia, tampoco puede hablase de él como una metáfora: no hay nada que no sea llamado por su nombre original, que no sea mostrado en su ruinosa literalidad. El filme cuenta la vida de cinco personas que habitan edificios en diferentes estados de deterioro, cinco personas, que a pesar del riesgo bajo el que viven, no quieren salir. En un libro sobre la disidencia china, Ian Buruma narraba cómo la persecución del Estado fomentó una cultura de la denuncia y como los individuos, para sobrevivir esa desconfianza mutua, se replegaban sobre sí mismos. Los casos de Totico, preocupado tan sólo por sus palomas, de Reinaldo, volcado a las artes marciales como el último samurái de algún Jarmush caribeño, de la “loca” Misleidys, presa de sus cuadernillos y sus fantasías como el viejo Nicanor de sus recuerdos, muestran lo que ocurre cuando la civilidad se vuelve imposible más allá del espacio que nuestro propio cuerpo ocupa.
Por otra parte, se me ocurre que el teatro Campoamor, el edificio Arbos, la finca El Mayor y el hotel Regina son los verdaderos protagonistas, y que ellos, los desolados habitantes de sus ruinas , las locaciones donde Borchmeyer rodó con una cámara digital su documental. Antonio José Ponte, otro de los personajes, adquiere, como autodesignado ruinólogo, el papel de guía e intérprete de una capital condenada al derrumbe por sus propios gobernantes. La retórica escamotea su realidad a la realidad. El discurso, nos dice el autor cubano, de Fidel Castro requiere una ciudad fantasmagórica, post bombardeo, para comprobar su beligerancia. Borchmeyer, nos ofrece un recorrido por la ciudad donde se escenifica a diario esa campaña, por el detritus emocional que de ella queda.
Al documental, olvidé decirlo, se le negó participar en el Festival de Cine de La Habana.
– J.E.G. Baranda
Escritor, editor y crítico de medios.