Correspondencia con Gonzalo Lizardo

Como teoría, como praxis o como historia, la política tiene un objeto afín con el arte: pensar o sostener, disciplinar o subvertir las relaciones entre el sujeto y la polis.
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Gonzalo*,

Lamento que no pude verte en mi más reciente viaje a México. En busca de una suerte de compensación, busqué y leí de inmediato tu novela Invocación de Eloísa (Era-unam, 2012). Tu punto de vista se esfuerza por encimarse maliciosamente en la religiosidad barroca mexicana, derribando la autoridad estética de nuestro subconsciente cultural. Por supuesto, tu novela no es esto que he dicho, aunque tal sea un elemento en ella. Es por lo anterior que me sorprendió nuestra más reciente correspondencia, en la que afirmas poco interés en la política. Cuando te leo, Gonzalo—así sea en un correo electrónico—rasco las palabras hasta el hueso. Sé, por lo tanto, que al acusarte fuera de la discusión política no te refieres al parloteo de las televisiones sobre candidatos, partidos o comicios circunstanciales. No: te refieres a la Política, el debate sobre la administración de las riquezas económicas, culturales e intelectuales de un pueblo. Nuestros bienes, nuestros acervos y nuestra inteligencia—nuestras vidas—son bienes que el ente político habrá de administrar, y por eso no te veo desinteresado frente a esta discusión. Recordarás a Salvador Elizondo afirmando—quizá demasiado retóricamente—que su perseverante mutismo sobre la política en México era una afirmación crítica. Se ha visto además que literatura y política no están peleadas en el discurso: Wu Ming es un ejemplo maravilloso de ello. Pero si no hemos de mezclar las disciplinas—y este es el ejemplo que yo prefiero—, podemos siempre abordarlas en paralelo, como Maurice Blanchot, quien no encuentra falta en su activismo político precisamente como escritor. Considerando lo anterior: al contravenir nuestra circunstancia política actual, determinada en buena medida por nuestro catolicismo, ¿no realizas una suerte de crítica política en tu novela?

Hola, Sergio:

Antes que nada, un abrazo. Me alegra que tus proyectos—ya  me platicarás de ellos—te hayan permitido regresar a México por unos días, porque así te encontraste con mi novela y al leerla te animaste a escribirme.

De inicio te aclaro un posible malentendido: cuando te confesé que me sentía «descanchado» de la política, no quería declararme ajeno a lo político; más bien pensaba en la acepción argentina de la «cancha»: canchero es el que sabe moverse y mover el balón sobre la cancha, el que la conoce y la pisa con seguridad. Y yo disto mucho de poseer esa pericia en lo político, ni siquiera en la maltrecha cancha de la política cultural. Aunque también reconocí —lo recuerdo— que la política constituía un tema fundamental para el pensamiento y para la escritura. Como teoría, como praxis o como historia, la política tiene un objeto afín con el arte: pensar o sostener, disciplinar o subvertir las relaciones entre el sujeto y la polis, entre la libertad y la responsabilidad, entre lo individual y lo social. Esta relación es muy tensa, violenta casi siempre, y termina por ocasionar un conflicto adicional entre el arte y la política. Pensando en los totalitarismos del siglo XX, Octavio Paz habló sobre este conflicto: «con la misma saña con que la Iglesia castigó a los místicos, iluminados y quietistas, el Estado revolucionario ha perseguido a los poetas. Si la poesía es la religión secreta de la era moderna, la política es su religión pública. Una religión sangrienta y enmascarada».

Sin importar su signo, las ortodoxias políticas o religiosas persiguen por santo oficio cualquier discurso «no santo» que amenace su ortodoxia, que someta a crítica sus dogmas y sus mitos. Así como no podemos explicar el capitalismo norteamericano sin la Reforma Protestante ni la filosofía pragmática, así tampoco podemos explicar la realidad hispanoamericana sin la Contrarreforma de Trento ni la filosofía barroca. En este contexto, nuestra literatura más moderna —desde El Quijote hasta Blanco Nocturno— siempre ha sostenido una mirada crítica no sólo contra las manifestaciones superficiales de nuestra realidad sino contra sus fundamentos ocultos, contra sus cimientos mitológicos. Acaso porque, a semejanza de Michel Tournier, han comprobado que «la función social —incluso podría decirse biológica— de los escritores y de todos los artistas es fácil de definir. Su ambición aspira a enriquecer o al menos a modificar ese "murmullo" de imágenes en el que viven sus contemporáneos y que es oxígeno del alma».

Esta premisa de Tournier nos induce a definir el «alma» de México a partir de su especificidad mítica: somos una síntesis dispareja de religiones, dogmas fieros y penitencias de sangre; una aleación mal fraguada por nuestros chamanes, obispos, caciques, monjes, militares, tlatoanis y escribas. Luego de presenciar la guerra florida del narco, la libertina hipocresía del clero, las inmolaciones rituales de nuestros políticos o el hipnótico parloteo de la prensa, cualquiera diría que aquí Dios no se ha muerto porque apenas le estamos dando una calentadita. Para enfrentar esa «realidad exterior», tan inhóspita, que la historia nacional nos ha legado, me atrevo a sospechar que las posiciones más radicales son las menos evidentes. Pienso en López Velarde, en Efrén Hernández, en Salvador Elizondo: en esos autores que «cerraron sus ojos para ver», y que buscaron en sus adentros esa otra patria, esa patria alterna que por ahí sobrevive, bien escondida en los rincones de nuestro inconsciente colectivo.

De acuerdo con estos autores, no necesitamos transformar nuestro ser en el mundo —nuestra patria política o poética— mediante una revolución armada sino mediante una revuelta interior: mediante una revisión lúcida y lúdica de nuestros sueños, nuestras utopías, nuestros delirios, nuestros deseos, nuestros pactos. Más que nunca el arte necesita, aquí y ahora, develar tanto los monstruos que producen los sueños de la Razón, como los demonios que procrean las pesadillas de nuestra Fe.

No hace falta ir muy lejos, en el tiempo o en el espacio, para alcanzar esa lucidez, esa sinceridad; por el contrario, esa exploración debería partir de nuestra experiencia más íntima, vivida o soñada, para transmutarla, con el azogue de la palabra, en la universalidad del mito. Como bien lo mostró Pao Cheng, ese contemporáneo nuestro, basta con sentarse a la orilla del río para descifrar —en el caparazón de una tortuga o en la desnudez de una mujer que se baña— los jeroglíficos de nuestro destino.

En resumen, Sergio, jamás nos cansaremos de constatar que la vida es más compleja de lo que imaginábamos y que el arte no puede aceptar simplificaciones ante las posibilidades de lo real. Ignoro, como siempre, si estas desordenadas reflexiones contribuyeron a responder tus preguntas; espero, cuando menos, que nos inciten a profundizar el diálogo.

Un abrazo fraterno.

Gonzalo

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*"Gonzalo Lizardo (Fresnillo, Zacatecas, 1965) es narrador y ensayista. Luego de estudiar ingeniería química, se tituló como doctor en letras por la Universidad de Guadalajara. Fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, en dos ocasiones, y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Ha publicado tres novelas con Ediciones ERA:"Jaque perpetuo" (2005), "Corazón de mierda" (2007) e "Invocación de Eloísa" (2011).

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Ensayista y narrador mexicano. Autor del libro de ficción "Quién escribe (Paisajista)". Reside en Austin, Texas.


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