Hace unos días, Jorge me convenció para ver El hombre que mató a Liberty Valance. No me gustan las películas del oeste, protesté. Pero Jorge no acepta un no por respuesta. Así que la vimos. Y me encantó. ¿Ves?, me dijo, sabía que te gustaría. Pero es que esto no es una peli del oeste, me defendí. Es una película sobre los fundamentos de la democracia, un debate sobre el uso legítimo de la violencia, un canto al derecho a la información, casi un tratado de ciencia política: una peli sobre la libertad, al cabo. Claro, contestó, ¿y qué otra cosa crees que es una película del oeste?
En la magistral obra de John Ford, Liberty Valance (Lee Marvin) es el criminal más temido al sur del río Picketwire. Son los albores de Estados Unidos, y el oeste es aún un territorio salvaje que se rige por la ley del más fuerte. En el pueblo de Shinbone, la autoridad es encarnada por un Marshal alelado y cobarde, incapaz de asegurar la ley y el orden. El estado de naturaleza aún no ha completado su transición al Estado moderno. Llega entonces del este un joven abogado, Ransom Stoddard (James Stewart), que se precia de ser un tipo recto y honesto, dispuesto a acabar con la arbitrariedad pertrechado de libros de derecho.
Pero ningún libro parece detener a Valance, que solo respeta el cañón de la pistola de Tom Doniphon (John Wayne), acaso más duro que él. Doniphon no es ningún bárbaro, pero vive cómodo en ese universo de violencia que Stoddard se ha propuesto destruir. Ambos están enamorados de la misma mujer, Hallie, que actúa como un vínculo entre los dos y, por extensión, entre los mundos que representan: el de la ley y el de la violencia.
Un día, Stoddard lee, en las páginas del Shinbone Star, el diario local, que Valance y sus compinches han sido contratados por los ganaderos del norte para arrebatar las tierras de los granjeros de Shinbone. El abnegado redactor del Star es el paradigma del periodista clásico: un borracho formidable y un tozudo defensor de la libertad de prensa, de nombre Peabody. Pagará cara su obstinación, pues Valance le propinará una paliza que casi habrá de costarle la vida. No obstante, a Peabody le quedará una satisfacción antes de perder el conocimiento: “¡Le he explicado a ese Liberty Valance lo que es la libertad de prensa!”.
Stoddard ha convencido a los vecinos de Shinbone de que tienen que organizarse para defender sus intereses, deben elegir a sus delegados para que les representen en la Convención Territorial. Los esfuerzos de Valance por amedrentar a los votantes para resultar él elegido fracasan y la democracia se impone: los delegados serán Stoddard y Peabody. Sin embargo, a pesar de este momentáneo triunfo de la ley, Stoddard ha comprendido que ningún tratado de derecho bastará para detener a Valance, debe combatirlo con sus mismas armas. El abogado se hace entonces con un revólver y, dispuesto a batirse con Valance, sale a su encuentro.
Stoddard es un verdadero inútil con un arma en las manos, pero, con cierta fortuna, consigue salir airoso de un duelo que acabará con Valance muerto a las puertas de la cantina. Aquel abogado, empuñando una pistola junto al cadáver de un bandido, es, al fin, la encarnación del Leviatán de Hobbes: el Estado que dicta leyes y monopoliza la violencia legítima para proveer orden y justicia.
Después de la muerte de Valance, Stoddard acude a la convención del estado, donde se elegirá al representante territorial en Washington. Pero el abogado no tiene la conciencia tranquila, la muerte de un hombre pesa demasiado, y decide abandonar. Es entonces cuando Doniphon, con el que mantiene una amistad tensa y complicada (tal es la relación siempre entre las leyes y la fuerza) durante toda la película, le confiesa que fue él y no Stoddard quien mató realmente a Liberty Valance, salvándole de paso la vida.
Así, Stoddard continuará su andadura política en Washington, donde le acompañará la bella Hallie. Solo volverán a Shinbone muchos años después, ya como el senador y su esposa, para asistir al entierro del viejo Doniphon, que ha muerto solo y olvidado, que perdió a la mujer que amaba, que vio desvanecerse el mundo en el que era el más fuerte, y que ahora yace sin botas en una caja de pino. Y sin cinturón: el revolver, como nos señala Pompey, su fiel criado negro, el único que le vela, hacía años que no lo llevaba.
Ya no hacen falta pistolas en Shinbone. Ha llegado la ley, y con ella la justicia y el progreso. Tras el funeral de Doniphon, Stoddard y Hallie toman un tren de regreso a Washington. En la última escena, el senador le pide fuego al revisor, que se lo cede encantado: “Haría cualquier cosa por el hombre que mató a Liberty Valance”. Es en ese momento cuando se pone de manifiesto la segunda gran contradicción de la película: el abogado que se decía recto y honesto ha construido toda su carrera política sobre una mentira. Y el hombre que le salvó la vida, aquel que en verdad dio muerte al villano Valance, ha sido enterrado como un fracasado.
Se ve entonces la cara de Hallie, inquisitiva, grave, con la duda asomando por los ojos. ¿Y si se equivocó de hombre? Jamás podrá resolverlo. No hay elección correcta, la ley o la fuerza. Está condenada a amar a dos hombres, a querer a un Leviatán. He aquí la penitencia del Estado moderno.
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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.