Cunetas limpias

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Hace unos siete años, durante una entrevista con la vicedirectora de la más importante editorial cubana, pude darme cuenta de cuánto cambiaban las maneras de la administración revolucionaria. Nacida en Argentina de familia griega, mi interlocutora había sido alumna de literatura inglesa de Jorge Luis Borges (la incapacidad del profesor para memorizar fechas era lo único sacado por ella de aquel curso) antes de marcharse a París. Allá la revista Tel Quel había publicado textos suyos. Del Severo Sarduy que conociera guardaba algunas cartas. Y de Julio Cortázar un consejo decisivo: no debía perder tiempo en una Europa consumida, tenía que ir a La Habana, donde todo estaba por ocurrir.
     Aquí no dejaron de presentársele aventuras. Encontró esposo y enviudó, veló por la carrera diplomática de su hijo, tomó parte en las agitaciones del periodismo revolucionario (todos preocupados por no apartarse un ápice de la versión oficial), cayó en el olvido de los superiores, y resurgió después como vicejefa. Trayectoria la suya que, pese a la abundancia entre nosotros de balas perdidas, desconcertaría a quienes trataran de explicársela.
     Me llevó a su despacho el caso de la novela de un amigo, primero aceptada y luego con visos de no aparecer nunca. (¿Razones? Ciertas referencias al servicio militar obligatorio que no dejaban dormir bien a los burócratas.) Y allí estaba, para atender a mis reclamos, la discípula de Borges, la publicada en Tel Quel, la corresponsal de Sarduy, la empujada por Cortázar.
     Nuestro diálogo, me advirtió, ocurriría entre escritores. De colega a colega.
     Comenzó por negar que lo sucedido constituyese un episodio de censura. Averigüé cómo lo tildaría ella, y no demoró en hallar le mot juste. “Postergación”, dijo. Decidían retardar la salida de aquel libro pues contaban con particulares nociones acerca de la oportunidad mejor. (Visto así, el Index Librorum Prohibitorum era un catálogo de dilaciones y sus títulos enlistados encontraron, siglos después, libre curso.)
     Supe entonces que se abría una temporada rica en eufemismos, en la que ahora caben ciertas declaraciones a la prensa española del ministro cubano de cultura. “Las instituciones están en manos de los mejores artistas”, avisó. Lo mismo que la ex discípula de Borges, Abel Prieto negaría en sus entrevistas la existencia de censura política dentro de Cuba. E iba a derrochar suavidad al referirse a Raúl Rivero, quien iniciaba su exilio en España.
     Mal vista ya la costumbre de escupir a propósito de exiliados, Prieto pareció respetar al poeta y periodista, aunque se encargó de repetir la acusación de mercenarismo que condujera a Rivero a la cárcel. Según el ministro revolucionario, en otro país que no fuese Cuba esos encarcelados habrían aparecido muertos en una cuneta, sin juicio que los beneficiara. (Tal aseveración dice mucho acerca de sus expectativas políticas. Mientras otros aspiran a una sociedad donde no exista el delito de opinión, Abel Prieto necesita traer a cuento autoritarismos más explícitos para alabar la magnanimidad del régimen cubano.)
     Ya a raíz del fallecimiento de Guillermo Cabrera Infante, un alto funcionario cultural de la isla procuró desmentir en las páginas de El País que existiese censura contra éste. Sus líneas, aparecidas en la sección “Cartas al Director”, culpaban al exiliado de la ineditez de su obra dentro de Cuba, lo acusaban de autocensurarse. Y, más allá de prestar o no crédito a una versión así, cabría preguntar cuánto Cabrera Infante sería capaz de digerir en la actualidad una editorial habanera. ¿Se atrevería ésta a publicar las páginas en donde el escritor exiliado ajusta cuentas con la revolución?
     Las recientes declaraciones de Abel Prieto contestan a tal cuestión. Igual que antes separara al encausado político Raúl Rivero del poeta y periodista Raúl Rivero, al enfrentarse a Cabrera Infante el ministro cubano realiza sus destazamientos. “Tenemos madurez suficiente para separar lo que es aprovechable de su obra y lo que no tiene sentido difundir”. Existen, a juicio suyo, dos Cabrera Infante. El primero, representado por Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto, “nos pertenece totalmente”. Es decir, podría publicarse dentro de la revolución. El segundo, autor de Mea Cuba, resulta impresentable a los lectores de la isla.
     Pero que no vayan a suponerse razones políticas para ese disgusto: narrador él mismo, Prieto habla de la esterilidad que a esas alturas aquejaba al autor. Logra disimular por breve tiempo la verdadera naturaleza de su desavenencia, pues enseguida formula reproches ideológicos: que si Cabrera Infante arremete contra lo cubano (Prieto confunde a la nación con una de sus revoluciones), que si carga contra José Martí (acusación insostenible luego de una lectura)… Nunca resulta más creíble el ministro Abel Prieto como al calificar a Mea Cuba de libro siniestro, “que Satanás pondría a leer eternamente al condenado”.
     Pese a tan crudo lenguaje, la inquisición revolucionaria ha dado últimamente diversas señales de benevolencia. (Años antes, la condena habría caído sobre la obra entera del escritor exiliado.) Los mejores artistas gobiernan hoy las instituciones culturales, censurar no es más que postergar, comisarios políticos figuran como antologadores o forjadores del canon literario, y cualquier intelectual cubano es libre de elegir entre diversas personalidades: estéril o mercenario, convicto o exiliado…
     La práctica del eufemismo mantiene limpias las cunetas de la Patria. –

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(Matanzas, Cuba, 1964) es poeta y narrador. Su libro más reciente es Villa Marista en plata (Colibrí, 2010).


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