En un artículo fechado en 2001 y recopilado en Réquiem por un país perdido (2003), el finado escritor Tomás Eloy Martínez narraba un encuentro de empresarios e intelectuales mexicanos y españoles con el presidente argentino Fernando de la Rúa. Frente al desolador panorama económico y político del país, los visitantes destacaban la serenidad y firmeza del presidente y, a contramano del tozudo escepticismo local, expresaban en voz alta su convicción de que las medidas presidenciales tendrían los efectos esperados a la brevedad y la recuperación argentina sería inminente. “Los empresarios e intelectuales que comieron en Olivos (la casa presidencial) viven en otras latitudes y tienen un deseo fervoroso de que al país le vaya bien”, escribió Martínez con una cortesía que elegantemente destacaba la ingenuidad foránea. Un mes y medio después del encuentro referido, Argentina se deshacía en una crisis política, económica y social que amenazaba la vialidad del proyecto nacional entero.
Lo mismo se puede afirmar de la mayoría de los autores de la oleada de artículos en la prensa estadounidense que pintan un retrato muy optimista de la gestión de Enrique Peña Nieto. Todos desean de corazón que México salga adelante, pero muchos, incluyendo a varios periodistas asignados a las corresponsalías en la ciudad de México, escriben desde una distancia física, lingüística o emocional, que les nubla la vista de los humores nacionales en ebullición, hasta que finalmente la explosión de mala leche le cae en la cara al desafortunado que dobla la esquina en ese momento.
Eso es lo que le ocurrió a Michael Crowley con su artículo titulado “La nueva misión de México” que alguien, quizá él mismo u otro editor de Time, tuvo la idea de introducir en las tres ediciones internacionales de la revista con una foto tan gallarda como descomunal de nuestro presidente y el encabezado “Saving Mexico: How Enrique Peña Nieto’s sweeping reforms have changed the narrative in this narco-stained nation” (“Salvando a México: Cómo las radicales reformas de EPN han cambiado el relato en esta nación manchada por el narco”).
La reacción negativa en la tuitósfera mexicana fue instantánea y de una virulencia que no por cotidiana es menos remarcable. A pocos minutos del primer tuit con la portada de marras ya había varios memes (que en un singular ejercicio periodístico la revista Proceso se dedicó a compilar), chistes buenos, malos y pésimos (de los que, en honor a la verdad, fui partícipe), comentarios, denuncias y los habituales llamados a la defensa de la patria mancillada. Tan demoledor fue el contragolpe que el propio Michael Crowley se vio obligado a reconocer su asombro y completa falta de previsión ante la reacción mexicana y a solicitar amablemente a los furibundos críticos que leyeran el artículo completo antes de emitir su inapelable condena.
Admitamos que la portada de la revista que suscitó tal encono recuerda a ese periodismo de notas amables que Juan Carlos Romero Puga ha analizado a detalle en su bitácora de Letras Libres. Los mismos encabezados desproporcionados, las mismas imágenes cuidadosamente elaboradas para transmitir el mensaje de firmeza al timón. Sin embargo, antes de adentrarnos en la teoría conspirativa del chayote transnacional, es importante agotar las explicaciones con base en la idiosincrasia de la “mexicanología” al norte del Río Bravo.
La inmensa mayoría de los “mexicanists” estadounidenses en la academia y el periodismo tienen un sincero cariño por México y un enorme deseo de ver progresar al país. Buena parte de esos buenos deseos tienen un claro y lógico fundamento económico: México es un enorme mercado de 117 millones de consumidores. Una economía mexicana en expansión significa también una menor presión migratoria hacia el vecino del norte, no solo por la reducción de la emigración mexicana, sino también por la posibilidad de contar con un destino alternativo para migrantes de otras regiones empobrecidas (algo que ya ocurrió durante los años 20 del siglo pasado).
Lo que hay que tener en claro es que los mexicanólogos estadounidenses quieren que nos vaya bien con base en los únicos criterios que ellos conocen. Están convencidos de que al adoptar las recomendaciones de sus think tanks y agencias de ayuda internacional -algunas claramente ideológicas como desregular la economía y otras de llano sentido común, como fortalecer el Estado de Derecho y combatir la corrupción- el país se encaminará inevitablemente al progreso.
La academia y el periodismo estadounidenses siguen juzgando al mundo a través de una simple teoría de la modernidad a la que se añaden detalles novedosos de cuando en cuando pero cuya tautología permanece intacta: si quieres ser un país desarrollado, actúa como los países desarrollados. Ellos son muy transparentes al respecto; cuando uno platica con funcionarios de instituciones como el Woodrow Wilson Center y otras similares, afirman que México debe abrirse más a la influencia estadounidense en las áreas de rendición de cuentas, eficiencia y regulación. Por supuesto, toda esta perspectiva se fundamenta en una visión acrítica de la sociedad estadounidense, la cual se deshilacha día con día al surgir nuevas evidencias de que la desigualdad económica y social está convirtiendo al viejo American Dream en una cruel retórica.
Como buenos discípulos de Og Mandino, muchos comentaristas estadounidenses están convencidos de que para tener éxito uno debe empezar por llamarse exitoso. Por ello, para impulsar el resurgimiento de México, sus aliados deben empezar a posicionar el “relato” de su recuperación, el relato de la nueva clase media mexicana, tema favorito de Damien Cave, corresponsal del New York Times, y el relato de la armonía partidista que dio lugar a las reformas.
Lamentablemente para Michael Crowley y los editores de Time, el “relato” de una nación limpiándose las “manchas” del narco para emprender el vuelo no pudo llegar en peor momento, al final de una semana que nos trajo la trágica noticia del décimo periodista asesinado en la administración del veracruzano Javier Duarte, correligionario de Peña Nieto, mientras que otro compañero de partido, Fausto Vallejo, sigue despachando en Morelia al tiempo que su entidad se consume en una guerra civil a la vista de todos, y el problema del secuestro he empeorado a tal punto que el gobierno federal ha debido reconocer la cifras y replantear la estrategia. Hay veces que la realidad es demasiado reacia a acomodarse al relato. ¿Qué podemos hacer entonces, dear friends of Mexico?
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.