Cuando todavía faltan tres años y medio para los Juegos Olímpicos de Pekín 2008, el gobierno chino rompe todas las marcas de violación de derechos humanos en todas las categorías. Cientos de familias han sido desalojadas arbitrariamente de sus hogares para erigir en su lugar gigantescas instalaciones deportivas, lujosos condominios y hoteles, centros comerciales y campos de golf en las principales ciudades.
Los desalojados denuncian las miserables indemnizaciones que se les dan, los avisos de última hora, las falsas alarmas de catástrofe para forzarlos a salir de sus casas, la falta de recursos jurídicos para defenderse y la invariable represión contra quienes se organizan para oponerse. La “Ley Bulldozer” tiene amplia jurisdicción. Varios perjudicados han intentado suicidarse, pero la policía les ha salvado la vida sólo para encarcelarlos con todo y abogados, por sediciosos.
Humor negro no le falta al gobierno. En la lista de licitaciones de proyectos de construcción para los Juegos Olímpicos incluye una funcional cámara de ejecución por inyección letal. En China se ejecuta a unas diez mil personas al año, lo que supera con mucho a todos los demás países juntos. El 26 de junio de 2004 se ejecutó a cerca de cien traficantes en la celebración del Día Mundial Contra las Drogas. El 27 de septiembre, en la celebración del otoño, se llevó unos 2,500 niños escolares a presenciar la pena de muerte de seis hombres.
Los desalojos preolímpicos sólo recrudecen un patrón de arbitrariedad rural y urbano de varios años para comodidad de las empresas extranjeras en las áreas donde la tierra ha alcanzado mayor valor. Las familias perjudicadas se ven forzadas a erigir barracas en la periferia de las ciudades. Como en ningún otro país, la formidable expansión capitalista en China se fortalece con la dictadura comunista.
Ya se ve por qué tanta gente le canta loas en Occidente. De hecho, la Unión Europea se apresta a levantarle el embargo de venta de armas que le había impuesto a causa de la matanza de Tiananmen, pese a que varios líderes del movimiento siguen presos, otros han desaparecido y sus madres son objeto de hostigamiento continuo. El Partido Democrático de China que recogía las demandas de Tiananmen fue aplastado en 2000, al menos 34 de sus líderes purgan condenas de hasta trece años de prisión, cuatro más se exiliaron y el resto permanece en China bajo vigilancia.
En 2003 la dictadura empezó a introducir cambios legales para permitir mayor libertad de expresión, asociación y tránsito, pero no como respuesta a su propio pueblo, sino ante la alarma de los inversionistas extranjeros y los turistas por la epidemia del sars sobre la que el gobierno guardó silencio durante semanas, hasta que un médico de 72 años, Jiang Yangyong, la denunció.
El médico fue detenido, incomunicado y sometido a “reforma del pensamiento” durante dos meses, pero no se retractó. Liberado, escribió una carta al Congreso y a otros líderes políticos, pidiéndoles caracterizar la protesta de Tiananmen como “movimiento patriótico”. El doctor Jiang estaba de guardia en el hospital militar que recibió los heridos de la plaza aquella noche de 1989. Su carta relata lo que vio. Ahora sólo se le permite dar consulta en su casa y se le prohíbe hablar con sus pacientes de otra cosa que no sea su receta médica.
Pero la celebridad mundial de su valentía obligó a la dictadura a actuar. Cien funcionarios de salud fueron destituidos y algunos encarcelados. Pero unos meses después, cuando la epidemia brotó de nuevo, la policía confiscó ediciones, allanó locales de periódicos y encarceló a periodistas que publicaron la noticia. En China hay veintiséis periodistas encarcelados uno de ellos de la corresponsalía de The New York Times en Pekín con vagas acusaciones de seguridad nacional.
Así están las cosas en China. El gobierno se ve forzado a hacer concesiones por el disgusto de los inversionistas extranjeros ante casos notorios, pero luego vigoriza la represión por temor a que el descontento se descontrole. Las promesas de cambio se estrellan contra un sistema judicial esencialmente arbitrario, la extendida corrupción de jueces y funcionarios, la intolerancia doctrinaria ante la opinión disidente, una arraigada cultura de impunidad de los funcionarios y sus familiares y, en última instancia, el temor de la clase política a debilitar su monopolio de poder.
A medida que moderniza su economía, China moderniza también sus instrumentos de represión. De los setenta disidentes cibernéticos encarcelados en el mundo, China tiene 62 purgando penas de hasta diez años. El acceso a sitios de internet considerados “sensibles” está prohibido, los sitios nacionales no pueden publicar información no autorizada y son vigilados por un sistema de cinco grandes nodos que atraviesan toda la red y detectan palabras sospechosas. Los dueños de cibercafés están obligados a registrar a sus clientes.
Éstos son algunos de los casos más notables en un universo de decenas de miles de presos y detenidos por razones de conciencia, intentos de organización independiente o simplemente por vagabundear en jurisdicciones ajenas a la oficialmente asignada por nacimiento o por adscripción cultural. La tortura y el trabajo forzado son prácticas endémicas.
China prohíbe las organizaciones de derechos humanos e impide el ingreso de observadores extranjeros. Los ciudadanos chinos que contactan grupos extranjeros de derechos humanos se arriesgan a ser encarcelados. La visita de un relator de derechos humanos de la ONU ha sido sistemáticamente pospuesta por el gobierno.
La democratización de Hong Kong sigue siendo escamoteada. El gobierno chino se había comprometido a conceder el sufragio universal a los ciudadanos de la isla en 2007, pero en abril del año pasado cambió de opinión. La ciudadanía de la ex colonia británica ha visto retroceder sus derechos cívicos en nombre de la seguridad nacional. Las elecciones parlamentarias de 2004 estuvieron marcadas por la intimidación y la represión contra los líderes democráticos y los periodistas.
En nombre de la guerra global contra el terrorismo, el gobierno reprime brutalmente a la minoría musulmana uigur en la provincia de Sinkiang (Xinjiang) al noroeste del país. Aunque entre los uigures hay gente violenta, la mayoría es pacífica o simplemente autonomista, pero el gobierno no hace distinciones. Practica arrestos arbitrarios y juicios sumarios secretos, disuelve reuniones, prohíbe celebrar días religiosos, proscribe el uso de la lengua vernácula y aplica extensamente la pena de muerte. En 2004 cinco miembros de esta minoría fueron ejecutados. Otros cincuenta están en capilla.
La represión en el Tíbet es bastante conocida gracias a la labor del Dalái Lama. El gobierno impone restricciones al número de monjes y monjas y desaloja violentamente los monasterios. Aquellos que se rehúsan a admitir que el Tíbet ha sido desde siempre parte de China y se mantienen leales al Dalái Lama y al Panchen Lama son castigados con las penas de “reeducación” y exilio. El gobierno practica una política para repoblar la región con gente ajena a ella y así modificar la situación actual.
La minoría religiosa Falún Gong fue declarada fuera de la ley en 1999, a pesar de que su credo es contemplativo. Sus miembros asumen tener una rueda en el estómago que atrae las buenas vibras y expulsa las malas. Desde que el culto fue proscrito, han muerto más de mil adherentes a manos de la policía, y muchos más han sido enviados a campos de trabajo forzado y clínicas psiquiátricas.
El gobierno chino deporta sistemáticamente a los refugiados de Corea del Norte, a pesar de ser signatario de la Convención de la ONU sobre el Estatuto de Refugiados que lo obliga a darles asilo. Los deporta con plena conciencia de que serán objeto de la más dura represión en su país de origen.
Hasta 2003, el gobierno practicó la deportación de sus propios ciudadanos que transitaran por jurisdicciones ajenas a las de su adscripción regional. La ley ya fue derogada, pero la policía sigue apelando a ella, e interna en campos de trabajo forzado a los vagabundos según una política de “reeducación por el trabajo”. Se estima que en 2003 había unas 250 mil personas en estos campos con vagas acusaciones y sin derecho a un abogado defensor, no digamos a juicio, pues no se les considera prisioneros.
El vagabundeo en China es una de las expresiones de los colosales flujos migratorios del campo a las grandes ciudades costeras, donde progresan las inversiones de empresas de los países vecinos (Japón, Corea del Sur, Malasia, Singapur y los territorios formalmente chinos de Hong Kong y Taiwán), y de Estados Unidos, Europa y Australia. En el proceso se ha ido formando una clase capitalista propiamente china, ligada estrechamente al gobierno.
La bonanza de estas inversiones se debe principalmente al bajo costo de la abundante mano de obra (unos cuarenta dólares de salario mensual en promedio). Los trabajadores no tienen derecho a sindicalizarse y carecen de las prestaciones más elementales. Hay escasa o nula protección contra sustancias tóxicas. Los accidentes de trabajo son endémicos. Muchas empresas alojan a sus trabajadores en barracas cercadas con alambre de púas, de donde pueden salir sólo cuatro horas una vez por semana. Se ha documentado que empresas coreanas tienen dentro de las fábricas cuartos de castigo y practican la retención salarial.
En el proceso ha empezado a formarse lo que podría llamarse una clase media, estirando el concepto. Cualquier trabajador que puede pagar alquiler y adquirir artículos electrodomésticos se considera de clase media. Debajo de ellos están aquellos que, por una módica renta, duermen en unas gavetas algo más espaciosas que las del servicio médico forense. La opción es quedarse en el campo comiendo tubérculos y ratas o vagar por las ciudades. Unos doscientos millones de chinos viven con un dólar diario. El ingreso promedio en el campo es de trescientos dólares al año.
El otro segmento industrial es el de las viejas plantas de la China socialista el cinturón del óxido, que languidecen en el abandono. Muchas de estas plantas están inactivas, pero sus millones de trabajadores no pueden abandonarlas porque están fijamente adscritos a ellas con un salario mensual promedio de veinte dólares. Los trabajadores de las fábricas que han sido privatizadas o cerradas han perdido sus pensiones y los servicios sociales que habían ganado bajo el socialismo.
La mayor parte de las protestas obreras ocurren en este segmento, pero los trabajadores tienen prohibido aliarse con trabajadores de otras fábricas. No obstante, tienen algún tipo de apoyo en el Partido Popular de China, que lucha por restituirles sus derechos, sobre todo los de acceso a la salud. La mayoría de estos trabajadores son personas de edad avanzada y muchos de sus líderes están presos.
Caso especial es el de los mineros del carbón, principal fuente energética de China y causa del mayor número de muertes y accidentes laborales en el mundo. La inseguridad de las condiciones de trabajo se debe a que los municipios autorizan la explotación de minas sin más requisitos que un arreglo fiscal económico. En los primeros ocho meses de 2004 murieron más de cuatro mil trabajadores en minas de carbón, en un universo de 10,166 muertes en accidentes industriales.
La recaudación fiscal en China está descentralizada, lo que en la práctica significa que cada provincia y municipio se las arregla como puede, lo cual es fuente de corrupción y de negociaciones discrecionales. Las escuelas alquilan sus propias instalaciones para labores tan peligrosas como la manufactura de fuegos artificiales con trabajo infantil. El año pasado ocurrió una explosión que mató a muchos escolares. Se han reportado casos de alquiler de salones de clase para el establecimiento de garitos nocturnos.
La contaminación ambiental en China es con mucho la mayor en el mundo. La fuente principal son las emanaciones de dióxido de carbono por el uso intensivo del carbón. Las enfermedades respiratorias, en las cuales China es líder mundial, están directamente relacionadas con los efectos de este contaminante sobre la salud humana.
China es el país con mayor número de enfermos de sida. El gobierno reconoció 840 mil casos en 2003, pero fuentes independientes calculan que la cifra está seriamente subestimada y denuncian que el gobierno esconde las cifras reales para no alarmar a los inversionistas. Tan sólo en la provincia de Henán hay más de un millón de infectados.
El caso de Henán es famoso porque el mal fue propagado desde las propias clínicas de recolección de sangre para la exportación de plasma, un negocio altamente redituable para los funcionarios de salud y sus protectores en el gobierno. Henán es sólo una de las siete provincias donde se practicaba la misma técnica de extracción y reinyección de sangre.
Los enfermos de sida son discriminados hasta en los hospitales, donde se les niega el ingreso. Expulsados de sus trabajos y de sus propios hogares, vagan por la periferia de las ciudades esperando la muerte. Hasta ahora el gobierno no ha iniciado ninguna campaña de educación para combatir el estigma social de los enfermos, no digamos para hacerles más llevadero el mal. Prevalece la idea de que los contagiados son prescindibles. –
Con información de Human Rights Watch, Amnesty International, China Rights Forum, diarios y agencias de noticias.
(Santa Rosalía, Baja California Sur, 1950) es escritor y analista político.