Uno de los derechos del lector que Daniel Pennac no menciona en su célebre decálogo es el derecho a la sobreinterpretación. Hay quienes piensan que los libros permanecen intactos en el tiempo, que después de tantas y tantas lecturas e interpretaciones y propuestas, El Quijote, por ejemplo, sigue siendo el mismo; que el diálogo es unilateral, que el lector es un receptor pasivo y que al cerrar el libro nada de lo que hemos leído en él lo modifica, de la misma manera en que cualquier lector cambia durante y después de la lectura. Para contradecir esta idea basta leer el Pierre Menard de Borges. De hecho, basta leer cualquier cosa de Borges.
Lo que sigue es un ejercicio de sobreinterpretación: leer La estación violenta (1958) de Octavio Paz como si hubiera sido escrito hoy. Más: seleccionar una estrofa de cada poema y crear uno en donde el poeta le dé la despedida al presidente que se va este sábado primero de diciembre. Esta selección ha intentado respetar los principales motivos del libro –las piedras, el río, el hombre, la muerte– pero los ha puesto en diálogo con la violencia y la desolación que vive el país ahora.
Para restarle pesadez a esta entrega, otra posible malainterpretación: leer La estación violenta como un libro de viajes.
Despedida
¿Y todo ha de parar en este chapoteo de aguas muertas?
I
Fulgor de agua estancada donde flotan
pequeñas alegrías ya verdosas,
la manzana podrida de un deseo,
un rostro recomido por la luna,
el minuto arrugado de una espera,
todo lo que la vida no consume,
los restos del festín de la impaciencia.
II
No hay nada atrás, las raíces están quemadas, podridos los cimientos,
basta un manotazo para echar abajo esta grandeza.
¿Y quién asume la grandeza si nadie asume el desamparo?
III
¿Saldrá mañana el sol,
se anega el astro en su luz,
se ahoga en su cólera fija?
¿Cómo decir buenos días a la vida?
IV
Este día herido de muerte que se arrastra a lo largo del tiempo
sin acabar de morir,
todo este largo día con su terrible cargamento de seres y de cosas,
encalla lentamente en el tiempo parado.
Hay piedras que no ceden, piedras hechas de tiempo, tiempo de
piedra, siglos que son columnas,
asambleas que cantan himnos de piedra,
Se despeñan las últimas imágenes y el río negro anega la conciencia.
La noche dobla la cintura, cede el alma, caen racimos de horas
confundidas, cae el hombre
como un astro, caen racimos de astros, como un fruto demasiado
maduro cae el mundo y sus soles.
Bajo sus restos negros dormita la verdad que levantó las obras: el
hombre sólo es hombre entre los hombres.
V
Es una explanada desierta el poema, lo dicho no está dicho, lo no
dicho es indecible,
terrazas devastadas, babilonias, un mar de sal negra, un
reino ciego.
No, no tengo nada que decir, nadie tiene nada que decir, nada ni
nadie excepto la sangre,
nada sino este ir y venir de la sangre, este escribir sobre lo escrito
y repetir la misma palabra en mitad del poema,
silabas de tiempo, letras rotas, gotas de tinta, sangre que va y
viene y no dice nada y me lleva consigo.
Y el río remonta su curso, repliega sus velas, recoge sus imágenes
y se interna en sí mismo.
VI
Dime, sequía, dime, tierra quemada, tierra de huesos remolidos, dime, luna agónica,
¿no hay agua,
hay sólo sangre, sólo hay polvo, sólo pisadas de pies desnudos sobre la espina,
sólo andrajos y comida de insectos y sopor bajo el mediodía impío como un cacique de oro?
VII
¿La vida, cuándo fue de veras nuestra?,
¿cuando somos de veras lo que somos?,
bien mirado no somos, nunca somos
a solas sino vértigo y vacío,
muecas en el espejo, horror y vómito,
nunca la vida es nuestra, es de los otros,
la vida no es de nadie, todos somos
la vida?
La vida es otra, siempre allá, más lejos,
fuera de ti, de mí, siempre horizonte,
vida que nos desvive y enajena,
que nos inventa un rostro y lo desgasta,
hambre de ser, oh muerte, pan de todos.
Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.