Despedidas

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No sé qué pasa dentro de la cabeza de los aspirantes a escritores. Los manuscritos se acumulan en diversos rincones de mi casa: novelas, colecciones de poemas, libros de cuentos. Miro las páginas por encima, antes de ponerme a dormir, y leo versos a lo Walt Whitman, a lo Pablo Neruda o Luis Cernuda, cuentos cortazarianos, párrafos sobre novelas y sobre novelistas, muy a lo Roberto Bolaño, a lo Ricardo Piglia. Muy bien, me digo, pero ¿qué buscan: los premios, el dinero, la fama? Me propongo leer uno de los textos de punta a cabo y decirle, por fin, después de tantas semanas, de tantos llamados por teléfono, de tantos recados, a su autor, pero encima de la mesa tengo la segunda parte de Fortunata y Jacinta, un poco más allá los gruesos tomos del diario de Robert Musil, además de los libros que están debajo de la mesa. Entre ellos encuentro la edición bilingüe de Una temporada en el infierno, de Rimbaud, y me faltan las páginas finales de El coche de postas inglés, de Thomas de Quincey, que había comenzado a leer durante una visita del mes de abril o mayo a la ciudad de Manchester. La dispersión, la desconcentración, son vicios graves, enfermedades del alma. Dejé al delirante y genial de Quincey con el propósito de lo cercano, regresar pronto, pero estoy comprometido a despachar antes a Fulano, después a Perengano y a Perengana, y la lectura espera, la obra espera, todo espera. Llego a una conclusión inquietante: la vida literaria chilena es pobre, mezquina, a veces parece mordida por un perro rabioso, con la rabia del joven Rimbaud, menos el talento, y todos, sin embargo, no se sabe por qué extraño motivo, quieren entrar. Salgo de mi estudio después de un día largo de trabajo, descanso, miro unos papeles o escucho música de cámara, y suena el teléfono. Es un aspirante a poeta devorado por la ansiedad promocional, editorial. ¿Qué hacer?, me pregunto: ¿irme a instalar a los alrededores de Puchuncaví, sin teléfono, con el celular apagado? ¿Comprar un espacio en el cementerio polvoriento de Puchuncaví? ¿Informar de que a partir de ahora mi dirección permanente es el correo central de ese pueblo o del pueblo cercano de Rungue?
     Leo un libro de Enrique Vila-Matas que ya tiene un par de años y cuyo título es Bartleby y compañía. Es un conjunto de notas acerca de algo que se podría llamar escritura del no. Historias y reflexiones diversas sobre escritores que dejaron de escribir, o que escribieron poco, o que tuvieron una relación extraña, marginal, con la literatura, con el arte. El francés del siglo XVIII Joubert, por ejemplo, amigo de Diderot, de Chateaubriand, de muchos otros, y que no se decidió nunca a escribir, que sólo escribió un diario íntimo que se conoció mucho tiempo después de su muerte. O Juan Rulfo, el mexicano, que sólo escribió un par de libros extraordinarios y que después guardó silencio durante décadas. Enrique Vila-Matas, a quien no le creo todo al pie de la letra, reproduce una explicación del propio novelista de Pedro Páramo. Lo que yo escribía, solía decir Rulfo (según Vila-Matas), eran historias que me contaba mi tío Celerino, gran fabulador y contador de historias, y cuando mi tío murió, a mí se me acabaron los temas. Aunque no sea cierto, es una buena broma sobre el trabajo del escritor: el tío Celerino hablaba, y Rulfo, el sobrino, sabía escuchar y llevar al papel. Estuve hace ya largos años con Rulfo, en una de las universidades de Puerto Rico, y un miembro del auditorio le hizo la pregunta de siempre, la impertinencia de siempre, si quieren ustedes: señor Rulfo, ¿por qué ha escrito usted tan pocos libros? Respuesta del grande y escaso novelista: porque el escritor no es una fábrica… Es posible encontrar otras respuestas, además de reflexiones adicionales, en el discurso de Nicanor Parra de aceptación del Premio Juan Rulfo. El mexicano pertenecía a la serie de los artistas del no, de la negatividad, de la no admisión entusiasta y carente de crítica. La serie de los Bartlebys de la literatura universal, para seguir la propuesta de Vila-Matas. Creo que Nicanor Parra, con su antipoesía, con su reducción deliberada y paulatina de los espacios líricos, también. El humor negro parriano, la transformación del poema en artefacto, el paso del artefacto al guatapique, el silencio contemplativo del mar de Las Cruces, la concentración otoñal en la traducción de los versos de William Shakespeare, van por esa línea. Como ustedes saben o deberían saber, Bartleby es el personaje de un cuento de Herman Melville que frente a todo, frente a las peticiones insistentes de su jefe, un abogado del Wall Street de mediados del siglo XIX, contestaba: preferiría no hacerlo. Bartleby murió de inanición en el patio de una cárcel que llevaba el nombre significativo de Las Tumbas, frente a un alto muro de ladrillos. Nicanor, a sus juveniles noventa años, medita frente al mar de Las Cruces, que no son tumbas, pero que tienen una relación habitual con ellas. Y Rulfo, en su silencio prolongado, era un hombre jovial, cariñoso, de palabras escasas, pero incisivas. Una vez le comentó a un amigo argentino, otro escritor que tomaba una amable distancia con la literatura, Pepe Bianco, el autor de Sombras suele vestir, que la lectura de La amortajada, novela de María Luisa Bombal en que la voz narrativa es la voz de una difunta, le había dado la primera idea de Pedro Páramo. Ahí tienen ustedes. La literatura es un sistema de vasos comunicantes, un tejido complejo, más o menos escondido, y que toma tiempo para producir sus resultados. No es, por lo demás, una cuestión de resultados, un proceso acumulativo y triunfante. Los jóvenes deberían reflexionar sobre todo esto, pero la impaciencia juvenil es devastadora. Yo también era ferozmente impaciente, de joven, y escribí, después de mi primer libro, muchos cuentos, novelas cortas y novelas menos cortas, pero tuve el buen tino de releer todas estas producciones, de avergonzarme de ellas y de tirarlas al fuego de una chimenea. En años recientes escribí un relato de quince páginas sobre una novela suprimida en mi juventud. Y creo, honestamente, que las quince páginas de hace poco son mejores que las doscientas y tantas de la novela incinerada, que tenía un tono pegajoso a lo William Faulkner, un sonsonete, más que una verdadera música.
     Vila-Matas habla de algunas despedidas famosas de la literatura universal. Son, en algunos casos, despedidas de la escritura. En otros, son despedidas de la vida, o de alguna forma de vida. El último texto de Une saison en enfer, de Jean-Arthur Rimbaud, se llama “Adieu”, y podría interpretarse como un adiós enigmático a la poesía y un anuncio de otra cosa, de una aventura diferente. Rimbaud tenía entonces diecinueve años de edad y sus pasos de poeta precoz, iluminado, genial, lo habían llevado a situaciones de miseria profunda, de soledad, de violencia desesperada. Había llegado el otoño y el joven se veía a sí mismo con “la piel devorada por el barro y la peste, con los cabellos y las axilas llenos de gusanos, con gusanos todavía más grandes en el corazón…” “¡Espantosa evocación!”, exclama un poco más adelante, y agrega una frase que parece descolgada, ajena, pero que es completamente pertinente: J’exècre la misère (Detesto la miseria). No es una frase difícil de interpretar. En dos años de ejercicio de la poesía, Rimbaud, el poeta probablemente mejor dotado de todo el siglo XIX, había conocido las peores cosas, y entre ellas el hambre y la enfermedad. Me parece que el momento en que Pablo Neruda abandona el lirismo oscuro de su obra de juventud y se convierte en poeta de la sociedad, de la historia, es comparable con el de ese “Adieu” dramático. Y Neruda había anunciado ese paso, ese abandono, en un gran poema de despedida, “Tango del viudo”.
     Vila-Matas cita muy a la pasada, sin entrar en el tema, otra despedida desgarradora, la de Miguel de Cervantes en la dedicatoria y en el “Prólogo” del Persiles y Segismunda. Pero aquí, claro está, Cervantes, que escribía su dedicatoria el 19 de abril de 1616, se despedía de la vida, que había estado llena de lecturas y de libros, ya que falleció cuatro días más tarde, el 23 de ese mismo mes y ese mismo año. No sé si Cervantes podría ser enfocado como un escritor del no y de la negatividad, un Bartleby antes de Bartleby. En el Quijote hay afirmación y negación, apasionados rechazos y exaltadas aceptaciones. “Ayer me dieron la extremaunción, y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir…”, escribe Cervantes en su dedicatoria a don Pedro Fernández de Castro, a pesar de que don Pedro había sido virrey de Nápoles y no había querido llevar al escritor en su séquito. Pensaría, sin duda, que había que celebrar a los escritores, ponerles ungüentos perfumados y coronas de laureles, pero mantenerlos a prudente distancia. Y el “Prólogo”, el maravilloso “Prólogo” del Persiles, una de las mejores páginas de Cervantes y de toda la literatura de la lengua española, desemboca en una larga exclamación: “¡A Dios, gracias; a Dios, donaires; a Dios, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!”
     Podríamos seguir con las despedidas, hacer un libro de los adioses, en sonatas, en poemas, en novelas y cuentos. “Los muertos”, el gran cuento de Joyce, el del final de Dublineses, tiene un tono y hasta un ritmo de despedida, a pesar de ser obra de juventud. La melancolía de escribir un libro así, de esa naturaleza, podría, sin embargo, ser demasiado abrumadora. Por mi parte, prefiero abstenerme. Es decir, como el escribiente de Melville, preferiría no hacerlo. –

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(Santiago de Chile, 1931 - Madrid, 2023) fue escritor y diplomático.


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