Diseños inteligentes

Los inventores, los escritores y los matemáticos parecen compartir tres reglas en su quehacer cotidiano. 
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La tecnología quiere vivir sus tres minutos de fama revolucionaria y se rebela contra la ciencia. Pero descubre que es en vano; sin ésta sería un zombie más. Entonces tiene que regresar a lo suyo, a confiar en la enorme diversidad de máquinas y herramientas que ha heredado. Sabe que su final no está cerca, de manera que siente la necesidad de seguir transformando el mundo. Inventa artefactos que a veces satisfacen nuestras necesidades biológicas elementales, así como aquellas que hemos refinado con el paso de los siglos, desde las carencias físicas hasta las ambiciones cosméticas.

Por otro lado está la literatura, el mundo de lo posible y lo imposible, el meridiano de nuestros deseos y frustraciones. Una avalancha de historias que nadie necesita pero que, por su elocuencia, nos conmueven y permiten compartir lo que los autores tienen que decirnos. En sentido estricto, la literatura podría prescindir de cualquier artefacto tecnológico. Pero no lo hace, como tampoco lo intenta la ciencia, pues sus oportunidades evolutivas les han descubierto la posibilidad de crear otros sustratos (manuales de usuario, bases de datos), en vez de emplear sólo genes para preservar culturas.

Así que la literatura y la tecnología se tocan. Sobre todo porque ambas dependen de la invención para sobrevivir. Los inventores, los escritores y los matemáticos parecen compartir tres reglas en su quehacer cotidiano, al menos en principio:

1. la forma sigue la función

2. la forma sigue el defecto

3. la forma sigue la imaginación

Desde luego, uno puede pensar que no hay escapatoria posible a estas tres fatalidades. Y, de hecho, no la hay. Tal vez por eso los inventores, al igual que los escritores y los matemáticos, tienen esas vidas agitadas. He ahí la de Evaristo Gailois, quien murió en forma prematura en 1832, a los 21 años de edad, luego de haber retado a duelo al campeón militar de esgrima por un arrebato amoroso. A partir de las cuitas del matemático más precoz de la historia, el polaco Leopold Infeld, colega de Einstein, escribió una novela: El elegido de los dioses. En el anonimato, bajo un estado de perenne rebeldía anarquista, Galois se convirtió en un ejemplo elocuente de trayectorias donde la forma sigue el defecto original, es decir, el sino trágico de un insólito genio de las matemáticas modernas, crucificado por su naturaleza temperamental y su extravagancia matemática, tan adelantada a su época que fue ignorada. Vidas tragicómicas donde la forma persigue la imaginación esclavizada por un solo problema: el de la función imperecedera, el diseño perfecto.

¿Qué son, si no, las matemáticas? Podemos decir que se trata de un conjunto de números, de técnicas para acercarse al infinito, y de maneras de probarlo. Pero, como cualquier entrenamiento, conforme nos adentramos en esos números y sus posibles (e imaginarias) combinaciones, caemos en la cuenta de que se trata de un lenguaje cuyos conceptos son cada vez más amplios.

Aunque no seamos avezados en ellas, podemos entender que, a partir de números, construimos el concepto de espacio y sus dimensiones. Luego surge el cálculo y los objetos que se mueven en el espacio y el tiempo. Enseguida aparece el concepto de ecuaciones diferenciales. Con ellas tratamos de imitar la forma como se mueven los objetos, desde planetas alrededor del Sol hasta poblaciones biológicas que crecen. Al final, ese lenguaje se refiere a algo totalmente distinto de los números originales con los que empezamos. Todo es cuestión de diseño probable.

¿Y qué es la literatura, en todo caso? Un diseño, un código mediante el cual intentamos intervenir en un espacio y en tiempo determinados, un ámbito poblado de objetos y personajes que se mueven en su propia dimensión. Al igual que sucede con el cálculo diferencial, el escritor trata de imitar no sólo el movimiento de los planetas y la forma como crece y perece la vida a su alrededor, sino también cómo la ve su yo interno. Al final, esa historia, ese poema nos ofrecen algo nuevo que no estaba ahí cuando empezamos a leer. Algo ha cambiado en el tiempo.

Se piensa en el diseño como un capricho desarrollado conforme las sociedades industriales alcanzaron una complejidad nunca antes vista, a fines del siglo XIX. Se ha dicho también que, al crear o rehacer un objeto útil (desde un clip hasta un microchip), la forma sigue la función; que los cierres de los pantalones o las cintas adhesivas se imaginan y realizan por necesidad. Pero esto quizá haya sido verdadero antes de 1769. Cuando James Watt plasmó las ideas de la máquina de vapor en bocetos y Abraham Darby III, el maestro británico del hierro, levantó el primer puente de metal, el diseño ya se regía sobre todo por el fracaso, las carencias y los rasgos imperfectos. Para ejercer el control sobre el mundo había que inventar cada vez menos por necesidad que por deseo, hacer matemáticas más por razones estéticas que por necesidades balísticas, concebir el acto poético más como un diseño factible que como una urgencia banal.

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escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).


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