La primera vez que vi al viejo me preguntรณ la hora. Estaba afuera de su departamento, recargado en el quicio de la puerta, con el bastรณn entre las manos y la mirada perdida en las sombras. Yo venรญa bajando del piso superior, donde se encontraba mi casa, y me llamรณ la atenciรณn su espigada y frรกgil figura, con la carne pegada a los huesos y la nariz aguileรฑa resaltando en su rostro, apuntando decididamente hacia el suelo, como si la gravedad la hubiera vencido antes que al resto de su cuerpo. Tenรญa unos mechones de cabello gris detrรกs de las orejas y le costaba trabajo jalar aire; su respiraciรณn era como la de un conejo asustado. Le dije que eran las cuatro de la tarde, y le preguntรฉ si se le ofrecรญa algo. Me di cuenta que no me miraba a los ojos y que se guiaba por el sonido de mi voz, por lo que deduje que debรญa estar casi ciego. “Ciego y solo”, pensรฉ. “Los que afirman que la vejez es una mierda, no se equivocan”. El viejo dijo que no, me dio las gracias, y yo continuรฉ mi camino escaleras abajo.
Vivรญa en un edificio de los aรฑos cuarenta en la calle de Ayuntamiento, cercano a Bucareli, en esa extraรฑa zona que es la frontera entre el Centro de la ciudad y la colonia Juรกrez. Un lugar que en รฉpocas pasadas fue un tranquilo paseo adornado con รกrboles y fuentes, y recorrido por carruajes, y que ahora se habรญa convertido en un sitio decadente, con edificios ruinosos o invadidos por paracaidistas. Ademรกs, constituรญa el epicentro de manifestaciones y plantones debido a la proximidad de la Secretarรญa de Gobernaciรณn. Carmen, mi mujer, solรญa quejarse del ruido y del caos; habรญa un antro de mรบsica cubana justo enfrente de nuestro edificio, y a un costado un Politรฉcnico, cuyos alumnos invadรญan la banqueta por las tardes armados con caguamas y churros de mota. Yo le pedรญa que fuera paciente y le recordaba que aquella situaciรณn era transitoria: en cuanto me otorgaran la beca que habรญa solicitado, nos mudarรญamos a un lugar mรกs tranquilo.
Otro dรญa, mientras subรญa las escaleras de granito, me volvรญ a topar con el anciano. “¿Quiรฉn eres?”, me preguntรณ con su voz cascada. “Soy el vecino del seis”, le respondรญ, aproximรกndome. Me pidiรณ que lo ayudara con sus medicinas. Me hizo pasar a su departamento, y para mi sorpresa รฉste no lucรญa tan deprimente como cabรญa imaginar. Los muebles eran viejos, pero haciendo a un lado ese detalle, la casa se veรญa limpia, organizada e iluminada. “Alguien ha de venir a ayudarle”, pensรฉ. “Una sirvienta de entrada por salida”. Estaba seguro que no tenรญa parientes, o al menos no alguno que quisiera estar en contacto con รฉl, porque nunca recibรญa visitas. En la mesa del comedor habรญa una serie de pequeรฑos frascos con gotero y un vaso con agua. Me los fue entregando uno a uno, indicรกndome cuรกntas gotas correspondรญan a cada medicina. Cuando terminรฉ de preparar su mejunje, el anciano tomรณ el vaso con mano temblorosa y comenzรณ darle pequeรฑos sorbos, como si hubiera olvidado que yo estaba ahรญ. Aprovechรฉ para mirar con detenimiento a mรญ alrededor, y vi que en la pared de la sala colgaban varias fotografรญas antiguas. Algunas eran retratos de familia y otros individuales. Destacaba una fotografรญa en color sepia del rostro de una niรฑa. Tenรญa los cabellos claros, que le colgaban en forma de bucles hasta los hombros, y poseรญa los mismos ojos tristes del viejo. “¿Su hija?”, le preguntรฉ, seรฑalando con una mano hacia el retrato. Me percatรฉ de mi estupidez, y aรฑadรญ: “Me refiero a la niรฑa de la fotografรญa”. Los ojos del anciano parecieron iluminarse por un segundo. Dejรณ el vaso sobre la mesa, me tomรณ del brazo con una mano que parecรญa una garra, y con una fuerza inusitada me condujo a la puerta. “Muchas gracias por su ayuda, joven”, dijo, sacรกndome de su casa, y despuรฉs cerrรณ con un portazo.
Aquel episodio me dejรณ intrigado y decidรญ averiguar mรกs sobre el viejo. Tenรญa dos opciones: hablar con el seรฑor Cinquetti, un jubilado que llevaba treinta aรฑos viviendo en el edificio, y que conocรญa buena parte de su historia —y la de sus inquilinos—, o dedicarme a espiarlo, aprovechรกndome de su ceguera. Durante la cena, le comentรฉ mis planes a Carmen. “Quizรก pueda escribir algo al respecto”, agreguรฉ. “El hecho de ser narrador no te autoriza a meterte en la vida de los demรกs”, me dijo, con su habitual desconfianza hacia mis pesquisas. “Deja a ese pobre viejo en paz”. Y, mientras tomaba el cuchillo para partir un pedazo de pan, agregรณ una frase que, lejos de desanimarme, me persuadiรณ a continuar: “Acuรฉrdate que el que busca, encuentra.
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Muchas gracias a todos por participar. Por el mรกs apretado de los mรกrgenes, el protagonista espiarรก al vecino. Estรฉn pendientes de la continuaciรณn del cuento el lunes 12 de septiembre.
Su libro mรกs reciente es el volumen de relatos de terror Mar Negro (Almadรญa).