Se dice que no hay nada menos poético que un poeta, y seguramente en pocos lugares es más difícil encontrar el espíritu deportivo que en el mundo del deporte.
La asociación entre esta actividad y la virtud es desconcertante. El deporte proporciona abundantes ejemplos de corrupción, evasión fiscal, violencia, complicidad con regímenes autoritarios, lo que quizá se pueda definir como estupidez multidireccional (en ocasiones al servicio de la propaganda política), la expresión tolerada de prejuicios racistas y homófobos, una cargante prosa periodística y la vulneración ingeniosa de las reglas de la propia disciplina. No es infrecuente culpar de todo ello al capitalismo, aunque las grandes corporaciones o la corrupción del sistema no explican por completo protestas ciudadanas en defensa de presuntos defraudadores y de clubes con deudas a la seguridad social o hacienda.
Se dice a menudo que los defectos son cosa del deporte profesional y que el deporte de base es algo distinto. Para sostener esa afirmación con tranquilidad es mejor no haber visto muchos partidos de fútbol base.
Tampoco sería justo ignorar el espectáculo, la alegría que provoca, la capacidad de unir a gente (o dar un tema de conversación), la solidaridad o el simple afecto: tengo amigos que me felicitan cuando gana algún equipo. El equipo me da igual, pero el afecto de mi amigo no. Y, como todas las actividades humanas, también hay veces en las que el deporte da ejemplos admirables.
Hace unos días la periodista Gillian Tett contaba la historia de Maria Toorpakai Wazir, una jugadora de squash originaria de Waziristán del Sur, una zona tribal de Pakistán fronteriza con Afganistán. A los cinco años decidió cortarse el pelo y jugar con los chicos. Quería ser deportista, lo que contravenía las normas sociales. Tras una época de dudas, la familia transigió, y el padre la apuntó a competiciones donde participaba disfrazada de chico. (En una ocasión, ganó un campeonato de levantamiento de pesas haciéndose pasar por chico y con el nombre de Gengis Khan.) La familia se mudó a Peshawar y ella empezó a jugar a squash. Cuando los organizadores pidieron su certificado de nacimiento y vieron que era chica, ella y su familia recibieron amenazas de muerte por acciones que se consideraban contrarias al islam, como llevar pantalón corto. Las autoridades le pusieron protección.
Al final dejó de jugar. No solo su vida corría peligro, también la de los competidores. La historia es semifeliz. Toorpakai escribió a federaciones y deportistas durante años. Gracias a la intervención de Jonathon Power, un jugador de squash canadiense, pudo salir de su país y practicar ese deporte libremente. Es ahora la 56 del mundo.
Tett señalaba el valor de Toorpekai, pero también el de la familia, que se había enfrentado a la opinión generalizada y a los valores patriarcales. No se puede equiparar una decisión de ese tipo con la que se toma en una sociedad abierta. No es comparable el riesgo y tampoco se puede aspirar a reproducir un heroísmo que tiene un contexto determinado. En otras situaciones, se convierte en algo narcisista, ridículo e ineficaz.
Sin embargo hay otros gestos sencillos que cuestan poco pero son valiosos. Un ejemplo de decencia común, a la manera orwellliana, que ha salido estos días en los medios, y que contó César Hernández en Información, es el que protagonizó José Mayans, un entrenador del equipo de benjamines (chicos de nueve y diez años) del Atlético San Blas. En el último partido de la temporada, Mayans vio que un jugador del otro equipo estaba llorando en el banquillo, afectado por los insultos que le lanzaban desde la grada aficionados del San Blas. El entrenador pidió al árbitro que detuviera el partido, reprochó a los exaltados su actitud y les exigió que abandonaran el recinto. Amenazó con suspender el partido, lo que habría hecho que su equipo perdiera la liga.
En un caso es una decisión muy arriesgada, costosa y prolongada en el tiempo: la determinación de Maria Torpakai contra la norma social, y el apoyo de la familia a la decisión individual por encima de la tradición. En el de Mayans un elemento de espontaneidad acompaña una reivindicación del respeto a las personas y la convicción de que existen unos valores que están por encima de la competición. Un caso es un ejemplo de rebeldía personal ante un sistema injusto; el otro, un intento de que no se degraden unas reglas de convivencia. Las dos historias muestran a alguien que lleva la contraria: son dos ejemplos de resistencia frente al embrutecimiento.
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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).