Tenรญamos diecisรฉis aรฑos. Una capa suave y brillante de humo cubrรญa con amabilidad el local de luces violetas, sillones de un material acharolado y pantalla gigante donde se emitรญan todo el tiempo vรญdeos musicales de la mtv. Habรญan terminado las fiestas y solo los que pasรกbamos en el pueblo todo el verano permanecรญamos un lunes a las doce de la noche en la Eclipse. Nuestra espera era mรกs libre que durante los dรญas de feria, pues de la feria lo habรญamos esperado todo, y aunque la mayorรญa solo habรญamos conseguido una borrachera casi permanente, ahora tenรญamos la sensaciรณn de poseer por vez primera algo definitivo que nadie podrรญa arrebatarnos nunca y que nos permitรญa seguir al acecho sin desesperarnos. Durante los primeros dรญas de septiembre, en nuestras ciudades, todavรญa conservarรญamos la fuerza del verano y la creencia de que jamรกs nunca nada iba a volver a ser como antes, hasta que las jornadas volvรญan a ejecutar su sentencia de muerte, y entonces no podรญamos explicarnos quรฉ habรญa sido de la fuerza estival. Incluso dudรกbamos de que existiera.
Estรกbamos frente al camino que iba al cementerio. Habรญamos salido de la discoteca y nos apoyรกbamos en el muro que rodeaba la ermita de San Roque. A nuestra derecha, a un kilรณmetro y medio, se divisaba la carretera, y girรกbamos de tanto en tanto la cabeza para ver pasar a lo lejos los coches solitarios. Los volteos coincidรญan con las pausas en nuestra conversaciรณn, y podรญa decirse que copiaban la chรกchara misma, pues tambiรฉn esta volvรญa a los mismos temas, todos reciรฉn salidos de una sartรฉn, crujientes aunque a punto de enfriarse por los bordes. Lo importante era el pasado inmediato. Cuรกntas borracheras habรญamos cogido (¿cuรกntas veces necesita una experiencia repetirse en las conversaciones y en el propio cacareo mental para convertirse en un recuerdo memorable?), cรณmo habรญamos llegado a apagar las luces del garaje en el que nos reunรญamos para desnudarnos y tocarnos en la oscuridad sin saber a quiรฉnes estรกbamos acariciando y sin que nada de eso pudiera ser llamado sexo. No conocรญamos la Historia del ojo de Bataille, y nos habrรญa gustado y a la vez nos habrรญa dejado indiferentes. Estรกbamos lejos de las definiciones y de su contrario: la voluntad de no encorsetar con los nombres. Pero sigo: hablamos asimismo de cuando un borracho nos llevรณ en su furgoneta al pueblo de al lado. De la botella de whisky vacรญa que rodaba en el suelo del vehรญculo.
Hacรญa tres noches que el borracho avanzรณ con sus correspondientes eses durante tres kilรณmetros, pero no nos importรณ porque tambiรฉn nosotros habรญamos bebido la suficiente ginebra con limรณn. Llegamos a Aรฑora y continuamos bebiendo en una acera que iba a dar al campo; luego nos metimos en un pub. Quienes apuntรกbamos a elitistas afirmamos que ese antro era todo lo que nos interesaba de Aรฑora porque se podรญa escuchar a Depeche Mode. La feria por la que habรญamos ido allรญ podรญa arder con sus casetas, sus trajes de faralaes y sus sevillanas. Aquel antro, dijimos ahora que habรญan pasado tres dรญas desde la noche mรญtica y que mirรกbamos la carretera a lo lejos y el paso enigmรกtico de los coches, deberรญa estar en el pueblo donde veraneรกbamos en lugar de en Aรฑora, cuyas luces observรกbamos en ese instante como si aรบn nos aguardaran. Nos quejamos otra vez (todas las noches nos quejรกbamos de lo mismo) de que en nuestro pueblo floreciesen las discocasetas de mรบsica mรกkina. La mรกkina era lo que escuchaba la gente de derechas de la ciudad. Los nazis de nuestros institutos. Sabรญamos que nuestro pueblo no era de derechas. Era simplemente ignorante. Asรญ lo diagnosticamos una y otra vez mientras nuestra atenciรณn se iba a la carretera cuyo enigma se tornaba insoportable, y luego al camino de tierra que conducรญa al cementerio. Ese camino era aรบn mรกs oscuro. Dijimos, en fin, lo de siempre: lo que ocurrรญa en las ciudades llegaba tarde y se distorsionaba por el complejo de inferioridad de los lugareรฑos. Ademรกs en el pueblo se tomaba mucha pastilla y mucho speed; con aquellas drogas, dijimos, era obligatorio que el cuerpo se enjalbegara con una mรบsica que los que รฉramos de izquierdas y vestรญamos de negro o con camisetas desteรฑidas despreciรกbamos. No se nos ocurriรณ la posibilidad de que lo revolucionario o lo filonazi no fueran naturalezas musicales. De que las ideologรญas y las culturas se apropiaran de las formas. En el chunda-chunda tronaban discursos de Hitler. Estaba claro que ninguno de nosotros habรญa llegado a COU y a la filosofรญa.
La madrugaba sobre la que giraba la plรกtica tuvo no obstante su punto รกlgido en nuestra claudicaciรณn, aunque ahรญ, frente al camino del cementerio, no nos lo contamos asรญ. En la noche de hacรญa tres dรญas, cuando habรญamos pegado los suficientes botes en una pista fresca por el aire acondicionado y por dar a un patio de tierra que el camarero regaba con una manguera, nos dio por ir al recinto ferial. ¿Cรณmo fue eso posible?, nos preguntamos ahora hipรณcritamente. Necesitamos espantar el fantasma de no ser tan alternativos como creรญamos. Sentados aรบn en el poyo de la ermita, nos pareciรณ mentira el vรฉrtigo de aquella noche en la que acabamos saltando en unas camas elรกsticas para niรฑos (pero ya no habรญa niรฑos a las cuatro de la madrugada, solo nosotros, los adolescentes borrachos y alegres). No pretendรญamos ensuciarnos de folclore. Eso era para los padres y para adolescentes que querรญan ser como ellos. Nos plantamos en las colchonetas y saltamos con mรกs locura que en la pista de baile por si se nos concedรญa la oportunidad de salirnos de la lona y estrellarnos contra la madera dura. Por si se nos brindaba la ocasiรณn de matarnos. No es eso lo que confesamos ahora, frente al camino del cementerio. Aรบn ignoramos lo cerca que estรก la euforia de la destrucciรณn. Quizรกs nos habrรญa parecido intolerable, aun cuando muchos de nosotros hablรกbamos a menudo del suicidio con romanticismo. Mientras recordamos la furia con la que brincรกbamos sobre la colchoneta, la alegrรญa demonรญaca ante la posibilidad de estrellar nuestra nuca contra el suelo, no cesamos de mirar el camino hacia el camposanto. Uno de nosotros se puso en pie y caminรณ unos metros hacia la oscuridad. Era luna nueva: donde empezaba la penumbra ya no habรญa mรกs que inmensidad negra. Nuestro amigo siguiรณ hablando, pero nos daba la espalda. Ya sabรญamos que se habรญa internado en algรบn lugar que estaba mรกs allรก de la noche. Su voz se separรณ de la nuestra como esos gajos de naranja que dejan atrรกs parte de la pulpa al ser arrancados. Fue รฉl solo quien narrรณ cรณmo habรญamos regresado de Aรฑora, campo a travรฉs y tambiรฉn sin luna, iluminados por la luz de algunos llaveros y por los puntos azules de las pistolas con lรกser compradas en los puesto de gitanos. El cรญrculo azul de esas pistolas no alumbraba; era como el punto ciego de un ojo que hubiera decidido avisarnos de su inutilidad o de algo mรกs terrible. Tambiรฉn otras pandillas del pueblo se arracimaban en un camino en el que no se veรญa nada. Temblรกbamos por la fascinaciรณn y el pavor que nos producรญa encarar la noche misma.
Aparecieron tres perros. No podรญamos verlos, pero Amalia dijo que eran tres mastines y que estaban en mitad del camino. Tuvimos que aferrarnos a las palabras de Amalia, porque el punto azul no podรญa alumbrar su pelaje; quienes tenรญan los llaveros-linterna no se atrevรญan a apuntar a los animales por miedo a descubrir que no eran solo tres, sino una manada salvaje y hambrienta. Formaban parte de la oscuridad, dijo ahora nuestro amigo mirando hacia el camino que se tragaba la negrura. ¿Cรณmo habรญamos sorteado a los mastines? En algรบn momento, nos dijimos, las veinte o treinta personas que volvรญamos a nuestras casas atravesando el campo comenzamos a movernos como esas columnas de soldados que avanzan parapetados tras escudos. Fuimos una fortaleza mรณvil e imperfecta. Nos pisรกbamos los unos a los otros y sentรญamos el aliento de los perros en las piernas.
Nos miramos las pantorrillas: lucรญan araรฑazos que lo mismo eran de las hileras de cardos de la cuneta que de las uรฑas de los perros. Habรญamos estado estos tres dรญas vistiรฉndonos con pantalones largos incluso durante las sofocantes horas de la siesta para evitar que nuestras familias preguntaran. Nunca nos prohibรญan nada, pero esta vez temimos que la visiรณn de tanta pantorrilla salpicada de costras acarrease preguntas. Ademรกs, otra de nuestras consignas era el secreto. Cuando volvรญamos a las frescas casas de adobe solo contรกbamos vaguedades que podรญan ser dichas de cualquier otra persona de nuestra edad.
Quien de nosotros se habรญa adelantado y observaba el camino del cementerio dio unos cuantos pasos hacia adelante. Todos nos pusimos de pie. La inercia nos hizo avanzar por las naves, escasas e inmemoriales, que se quedaban abiertas durante la noche porque en ellas solo habรญa tablones de madera que nadie robaba. Correteaban entre los maderos ratones de campo del tamaรฑo de un dedo pulgar, con los carrillos llenos del trigo de las cercas. La luz de las dos รบnicas farolas llegaba filtrada por las ramas de unos eucaliptos. Las hojas estaban quietas porque no corrรญa el aire, y lo รบnico que se sentรญa era la humedad expelida por la madera rugosa de las naves. Tambiรฉn del camino parecรญa venir una vaharada de frescor, como si su negrura no fuera un espacio a oscuras, sino piedra a la que no habรญa calentado el sol durante aรฑos.
รbamos a detenernos al final de la รบltima nave para hacernos un porro. Hasta allรญ la acera llegaba rota, y filas de hormigas iban de un รกrbol a otro, voraces, aunque sin llevar nada en las mandรญbulas. Daba la impresiรณn de que se alimentaban del puro moverse y de algo invisible que procedรญa de los eucaliptos. Quizรก los estaban vaciando; por un momento, pensamos mientras nos carcomรญa la indecisiรณn, no fue descabellado el que los รกrboles estuviesen recorridos por infinitos tรบneles de hormigas que rebaรฑaban la savia. Seguimos hacia el camino; cruzamos la lรญnea de luz en silencio, y durante los primeros metros volvimos la cabeza para asegurarnos de que la oscuridad no habรญa borrado lo que dejรกbamos atrรกs. Las naves fueron haciรฉndose pequeรฑas; no tenรญa sentido llegar al cementerio si no รญbamos a ver nada, dijimos, pero Wendolina encontrรณ la soluciรณn. Sacรณ de su bolso un cirio robado en la iglesia. La llama, firme, extendiรณ una luz mรญnima pero suficiente para que Wendolina pudiera ver dรณnde ponรญa sus pies. Nos colocamos tras ella.
A Wendolina no la considerรกbamos de los nuestros. Habรญa llegado demasiado tarde y solo hablaba francรฉs; quizรกs ni siquiera volverรญa el aรฑo que viene. De ella nos gustaba su salvajismo. No se duchaba, no se depilaba los sobacos, no llevaba sujetador y era satรกnica. Parecรญa darle igual que la entendiรฉramos. Otras noches en las que habรญamos ido al cementerio viejo, ya en desuso y al que se accedรญa trepando un muro, Wendolina habรญa trazado sobre las tumbas sรญmbolos satรกnicos con un rotulador. Dibujaba primero una estrella de cinco puntas dentro de un cรญrculo en cuyo centro situaba una cruz al revรฉs, y luego una herradura abombada. No le preguntรกbamos porque ni siquiera nos escuchaba. La observรกbamos con envidia; ninguno de nosotros habrรญa sido capaz de pasar veinte dรญas con extraรฑos sin que nos importara un carajo que nos aceptaran y haciendo excentricidades. Wendolina era la hija de un joven matrimonio que habรญa emigrado a Francia, y sus primos decรญan que entendรญa el espaรฑol aunque no lo hablara. Creo que ninguno de nosotros le habรญa dirigido jamรกs la palabra directamente, y habรญa quien no podรญa confesar que Wendolina le gustaba aunque fuera evidente que cuando caรญa la noche todos esperรกbamos con ansiedad su apariciรณn. Wendolina no bebรญa alcohol ni fumaba tabaco. Solo le interesaban los porros. Entre las tumbas cuarteadas y oscurecidas por el moho seco del cementerio viejo, con sus 1886 y 1898 y 1902, la satรกnica se movรญa como si estuviera en un laboratorio, imbuida de la importancia de su tarea. Era trascendental y minรบscula. No se exhibรญa, sino que obedecรญa a un deber contraรญdo (era esto lo que imaginรกbamos) en Saintes-Maries-de-la-Mer o en algรบn otro lugar lo suficientemente esotรฉrico del sur de Francia. Sus primos nos habรญan contado que durante unos meses Wendolina se fue a vivir con otros como ella a una furgoneta. Recorrรญan la costa, dormรญan en playas, se drogaban y celebraban rituales en iglesias abandonadas. ¿Era verdad lo que contaban sus primos? ¿Quรฉ hacรญa entonces Wendolina veraneando como una mรกs entre nosotros? Nos avergonzaba pensarlo, pero solo cuando estรกbamos sin ella. Su presencia, en cambio, nos llevaba a un lugar extraรฑo, laxo, casi desdeรฑoso, donde Wendolina no importaba precisamente por haber condescendido a pasar unas horas haciendo lo mismo que todos: comer pipas y mirar el cauce seco del arroyo. Las noches en las que no aparecรญa nos preguntรกbamos quรฉ pensarรญa de nuestras conversaciones, de nuestra ropa, de nuestras pieles limpias. Eran preguntas inรบtiles; lo sabรญamos en cuanto la veรญamos al cabo de la calle. Wendolina, decรญamos entonces, no pensaba nada sobre nadie. Era como un hueco ocupado por una fuerza tan ajena a nuestras vidas que no cabรญa la comparaciรณn. Tampoco la curiosidad: por eso acababa dรกndonos igual cuando la veรญamos. Otras veces llegรกbamos a una conclusiรณn distinta: ese hueco que ella era tambiรฉn estaba lleno de nosotros. Wendolina no apartaba nada, todo lo acogรญa. La indiferencia y el entusiasmo en una sola nota.
Ahora, con la espalda ligeramente inclinada hacia el suelo para que la luz del cirio se esparciera, tampoco parecรญa estar del todo en la noche. Nosotros mirรกbamos su silueta delgada y fantasmal sorteando la tiniebla y nos admirรกbamos no de ella, sino de que hubiera ocurrido algo imprevisto que nos permitiese continuar. Con todo, y por su carรกcter imposible (¿cuรกndo habรญamos concebido poder abrirnos paso por un camino de tierra durante una noche sin luna gracias a un cirio que sujetaba alguien de existencia quimรฉrica?, ¿quรฉ imagen increรญble tenรญamos frente a nosotros?), no podรญamos dejar de admirar lo que nunca mรกs รญbamos a volver a ver. Esos brazos enclenques y tibios baรฑados por la luz inquietante de la vela, la penumbra tan bestia que se cernรญa sobre su dueรฑa, como un agujero negro en el que Wendolina penetrara. Tuvimos miedo todo el tiempo. Miedo cuando pasamos junto a las granjas desde la que ladraban los perros. Miedo junto a los depรณsitos de agua. Miedo al llegar a la cruz de granito sobre la que uno de nosotros dijo que era igual que los cruceiros que en Galicia se ponรญan en los caminos para espantar a los muertos. Nuestro miedo era soportable; lo disfrutรกbamos porque al mismo tiempo estรกbamos dichosos y fascinados. รramos como la imagen imposible que nos precedรญa: Wendolina a la luz de una vela, su paso absorto. Ella nos protegรญa, sรญ, y eso tambiรฉn lo supimos, pero ninguno fue capaz de decรญrselo cuando llegamos al cementerio. Nos miramos arrepentidos, aunque en el fondo nos dio lo mismo. Wendolina nunca llegarรญa a saber lo que habรญa hecho por nosotros porque le resultรกbamos indiferentes. Y estaba bien asรญ. ~
(Huelva, 1978) es escritora. Ha publicado 'La ciudad en invierno' (Caballo de Troya, 2007) y 'La ciudad feliz' (Mondadori, 2009).