El aperitivo

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Baja el telón, sube el telón: un venezolano en Madrid. Específicamente en el bar Los Caracoles, muy cerca de la Puerta de Toledo. Su nombre es Mario. Son las doce y media a.m., y el local está repleto. La gente se apelotona, fuma y grita: “¡Dos cañas! ¡Una de tortilla! ¡Una de caracoles!” El suelo está pringado y repleto de servilletas sucias y restos de comida. Una mezcla de olor a sartenes y humo de tabaco lo impregna todo. Frente a una maquinita de apuestas un señor de traje oscuro y bigotes introduce una moneda tras otra. Mario se abre paso entre la gente en dirección a la barra, consigue ocupar un estrecho y diminuto rinconcito y pide: “¡Una caña! ¡Un pincho de tortilla!”
     Es verano y todo es más escandaloso: el calor es escandaloso, los madrileños son más escandalosos: gritan, gesticulan. Parecen malhumorados, destemplados, ásperos… “¡Ahí tiene!”, le dice el de la barra y arroja el pincho y la caña en un lance feroz. El platito tambalea buscando el equilibrio y la caña se derrama un poco. “Gracias”, le dice Mario, pero el de la barra no hace caso y grita hacia la cocina: “¡Una de morcilla! ¡Dos de calamares! ¡Una de sardinas!” Las gotas de sudor le bajan por la frente, se las sacude de un manotazo y con la otra le da vueltas a la cacerola de caracoles que está sobre la barra.
     Mario da un sorbo a su caña y un mordisco a la tortilla, y recorre con la vista los posters de los héroes taurinos que cuelgan de las paredes: que si Manolete y la media verónica, que si El Cordobés triunfando en las Ventas, que si El Niño de no sé qué enterrando en el lomo de un toro la espada decisiva. Pobre torito, piensa. Da otro sorbo a su caña y se deja llevar por el ambiente.
     A su lado hay un grupo de profesionales muy Adolfo Domínguez que ya le han regalado un codazo y un pisotón leve. Hablan de la tasa Libor, de Alejandro Agag y la nueva casa del príncipe Felipe. Ríen a carcajadas, fuman Lucky Strike y parecen ignorar que se encuentran en un espacio reducido. La barra está recibiendo la presión homeostática del gentío y Mario está entre la barra y el gentío. “¡Perdona!”, dice uno al darle otro pisotón. “No pasa nada”, responde Mario, y se limpia el empeine.
     Es tal el vocerío que no se escucha la televisión que cuelga de una esquina. Corazón de verano y su dulce rubia gélida se asoman a la pantalla pero nadie presta atención. Sólo una anciana solitaria con un vaso de vermuth y un platito con migas atiende a la rubia en medio del bullicio. Impertérrita frente a la barra, la vieja es una isla en medio del maremoto. Viste una chaquetilla de punto algo desteñida y lleva un tinte platinado en sus rulos. El de la barra bromea con ella: “Abuela”, le dice, le rellena el vaso con un chorrito de cortesía y le alarga un platito con dos canapés. La vieja ignora abiertamente el gesto, y esta ingratitud le otorga un aire de diva. En la pantalla, Rocío Jurado se desplaza sobre una tarima arrastrando el mariposeo de su vestido con volados.
     “¡Perdona!”, escucha Mario que le dicen a un costado. “No pasa nada”, responde automáticamente. Ha recibido otro codazo, esta vez de parte de una chica que acaba de llegar con su compañero. Tendrá unos 22 años y de su hombro cuelga un pequeño bolso 100% hemp con la banderita de Jamaica estampada. “¡Tronco, qué fuerte!”, le dice al chico mientras él le relata no sé qué suceso ocurrido en Las Vistillas. Saca su cajetilla de Ducados y enciende uno de sus pitillos aromáticos en las narices de Mario.
     Por instantes se siente rodeado, humeado, amenazado, atrapado sin salida. Mario vino a tomar tranquilamente el aperitivo y la tribu lo ha cercado, lo meterán en la cacerola de los caracoles, bailarán y cantarán alrededor de él.
     Mario apura la caña de un largo trago, se come lo que queda del pincho, busca en su billetera el monto exacto para pagar, pero el de la barra se adelanta, rellena su vaso con abundante Mahou y le arroja un platito con dos mejillones. “Ahí tiene”, le dice el de la barra. “¡Ah… gracias!”, responde Mario sorprendido. La caña chorrea sobre la barra y una gota del escabeche de los mejillones ha saltado a su camisa. Limpia la cerveza derramada con una servilleta diminuta, ignora la mancha de escabeche y ve los dos moluscos descansando en sus conchas, con pedacitos de pimiento y cebolla encima. Y entonces piensa en esos dos mejillones arrancados de su ecosistema, lejos de sus familiares que quedaron en la lejana ría de Vigo. Son los dos mejillones más solitarios del mundo, piensa. Se extravía en esos pensamientos y hasta se conmueve. Ve los mejillones, los mejillones lo ven, se ven mutuamente, pero Mario no puede resistir y junto a un sorbo de cerveza los despacha enseguida.
     De pronto escucha un escandaloso ruido metálico: ¡Trrrashhh! ¡Trrrashhh! Voltea en dirección a la entrada del bar y ve al señor de bigotes agachado frente a la maquinita. Una lluvia de monedas cae de los intestinos de aquel aparato. Pero el señor no parece alegre, no celebra su suerte. Su traje oscuro lo hace todavía más imperturbable. Con el rostro reconcentrado coge las monedas y, como si se tratase de un circuito continuo, las vuelve a introducir una a una en el orificio de la maquinita. Nadie ha prestado atención a la suerte del jugador. Sólo la anciana y Mario voltean a ver qué ocurre (¿cuánto habrá ganado el de bigotes?, se preguntan). En la televisión están pasando ahora un comercial de Wanadoo y eso no le interesa a la señora. “Qué hay, abuela”, le dice el de la barra, pero la vieja no responde.
     El grupo de La Castellana muy Adolfo Domínguez se ha retirado. La chica 100% hemp va por su tercera cerveza: “¡Qué guay!”, dice, y se gira para pedirle fuego al de la barra: “Es que he gastao el mechero”. Sigue llegando
     gente a este bar que está repleto, a punto de explotar y automáticamente Mario ve su reloj: es la una y media y se le ha hecho tarde. Paga su consumición y deja una propina de un euro. Da un último vistazo a los posters de las paredes, a la televisión (¿adónde se fue la vieja?), y ve una densa nube de humo huir por los extractores. Se despide del señor de la barra con un “Hasta luego” y el señor le responde a los gritos muy cordialmente: “¡Hata logo!” Avanza hacia la salida pisando cabezas de gambas y pateando caracoles vacíos. Se abre paso entre el gentío bullicioso. Sólo en la puerta debe de haber unas diez personas apelotonadas. “Perdona”, le dice uno al tropezar con sus costillas. “No pasa nada”, responde Mario y sigue su camino. Ya en la calle, con el sol a plomo, siente el bienestar de las cervezas y los pinchos, una auténtica dicha del soma y del espíritu. Frota sus costillas maltratadas, respira profundamente el aire del cielo azulísimo y emprende su caminata calle abajo con el hambre que le ha abierto el aperitivo.
     Baja el telón, sube el telón: Mario está en Caracas. Específicamente en el bar El León, al este de la ciudad. Es una terraza amplia y ventilada al pie de la montaña. Mario está escribiendo una carta larguísima a un amigo de Madrid. El mesero le trae una cerveza Polar y Mario interrumpe la escritura para dar un largo trago. Después continúa escribiendo hasta que comienza a oscurecer y escucha a los loros y las guacamayas que a esa hora regresan a sus nidos. Acaba de llegar después de muchos años de ausencia y ya no sabe si prefiere una Polar bien fría o una caña de Mahou.
     Baja el telón, sube el telón: Mario se ha ido. ~

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