Los artistas de vanguardia aborrecieron el estilo de vida burgués del siglo XIX. Detestaron el materialismo y la racionalidad, el capitalismo y la industrialización moderna. Excepto los futuristas, que anhelaron la guerra y el fuego, los demás vanguardistas buscaron tradiciones estéticas y fuentes morales distintas a las de Occidente: la libertad del primitivo, la pureza de los bárbaros, la irracionalidad de los locos y los niños. Sus pinturas, manifiestos y actitudes fueron un desplante a la Ilustración y al humanismo renacentista. Valoraron las máscaras africanas, las tallas de Oceanía, el arte prehispánico, y entre los artistas inscritos en el canon occidental solo les interesaron aquellos en los que despuntaba una individualidad fogosa y salvaje. Delacroix, con sus pinturas llenas de color, fue uno de ellos; el Goya de las Pinturas negras otro. También El Bosco, Piranesi, los manieristas, los barrocos; y El Greco, cuya excepcionalidad, como lo demuestra la exhibición que actualmente presenta el Museo del Prado con el patrocionio de la Fundación bbva, “El Greco y la pintura moderna”, no pasó desapercibida a los creadores del siglo XX.
El impacto que tuvo este pintor en los artistas posteriores se explica por su particular historia de influencias. Nacido en 1541, El Greco se formó en una tradición pictórica no occidental. Hasta los veintiséis años de edad vivió en Creta, donde predominaba el estilo posbizantino y los artistas se especializaban en la ejecución de tablas al temple con fondos de oro; iconos impregnados de espiritualidad medieval en los que varias figuras se acomodaban de manera jerárquica sobre un mismo plano, sin la perspectiva que caracterizaba el arte italiano. A pesar de que El Greco dominó este estilo, en 1567 dejó Creta para instalarse en Venecia. Al poco tiempo asimiló el arte de los grandes maestros de esa ciudad. Tiziano sobre todo, pero también Tintoretto, Veronese y Jacopo Bassano. Para el momento en que llegó a Toledo, en 1577, había dominado dos tradiciones artísticas, y allí, en el ambiente contrarreformista de Castilla, pudo darse el lujo de desarrollar un estilo tardío muy personal, en el que conjugó el misticismo y la espiritualidad bizantina con el dramatismo pictórico de la escuela veneciana.
En los cuadros que pintó en las últimas dos décadas de su vida, sobre todo en sus enormes lienzos verticales, El Greco volvió a proyectar un eje jerárquico, similar al de los iconos posbizantinos, eliminando la profundidad y el espacio. En lienzos como El bautismo de Cristo (1597-1600) o San Sebastián (1610-14), exacerbó el manierismo de Tintoretto hasta desvirtuar las proporciones de la figura humana. Sus cuerpos alargados y dolientes, en busca de ascensión, y las extremidades sinuosas, en permanente zozobra, delatan un rastro arcaico, por momentos exótico y expresivo, que estaba destinado a producir desagrado entre los espectadores de la Ilustración y el Neoclasicismo y a despertar curiosidad entre los románticos.
En 1838, cuando se abrió la Galería Española de Luis Felipe de Orleans en el Louvre, muchos artistas europeos y americanos pudieron ver los cuadros de El Greco. Manet, Baudelaire y Théophile Gautier quedaron fascinados, aunque su verdadero impacto vino después, cuando los artistas de vanguardia encontraron en las desviaciones de su pintura un precedente moderno. La manera en que El Greco desfiguraba la realidad, daba autonomía al color sobre la forma y componía febriles lienzos que se acercaban más a visiones apocalípticas y extáticas que a temas bíblicos no solo abrió una particular senda barroca, también estimuló la imaginación moderna.
Si bien los cuerpos enjutos y turbados que posan bajo cielos borrascosos contrastan con la dignidad de sus retratos, en ambos hay elementos seductores para los artistas del siglo XX. El efecto visual de los mantos plisados y los fondos espesos, por un lado, y la nebulosa imagen del hombre solitario, por el otro. Alteración perceptiva y solemnidad anhelante, deformación de la realidad externa y expresión de emociones internas. En pocas palabras: rasgos que hoy resulta fácil asociar con el cubismo y el expresionismo.
Si se ponen lado a lado –como ocurre en el catálogo de la exhibición– La visión de San Juan (1608-22) y Las señoritas de Aviñón (1907), se observa que el entorno fracturado en el que posan las mujeres de Picasso corresponde a los mantos plegados que recubren las figuras de El Greco. Es bien sabido que las principales influencias de Las señoritas de Aviñón son el arte primitivo africano y la pintura de Cézanne. Sin embargo, el tratamiento que El Greco daba a la escenografía de sus cuadros, siempre en el límite de lo irreal, fue uno de los modelos que usó Picasso para dar el salto a la abstracción cubista.
En cuanto a los expresionistas, su vínculo con El Greco fue formal, desde luego, pero sobre todo espiritual. En el catálogo de la exposición, Veronika Schroeder cita una entusiasta declaración de Franz Marc, miembro de Der Blaue Reiter, en la que reconoce esta deuda con Cézanne y el cretense: “Los dos artistas perciben en su visión del mundo una construcción íntima y mística, que para la generación actual viene a ser el enigma clave.” Las caras más visibles de esa generación en el arte alemán, los expresionistas, ansiaban una revolución espiritual que volviera a poner en contacto con las fuerzas naturales e instintivas, que ampliara la libertad y rechazara lo moderno. Cézanne les mostró cómo renunciar a la perspectiva renacentista para reconstruir la realidad; El Greco los introdujo en un mundo de atmósferas góticas y tremendistas que parecían estados psicológicos antes que entornos naturales. La mezcla no solo produjo el colorido mundo primitivista de Marc o la abstracción espiritual de Kandinsky, también el patetismo de Jacob Steinhardt, el trascendentalismo de Kokoschka, la exaltación de Max Beckmann.
La sombra de El Greco fue tan larga entre los expresionistas que también cobijó a los norteamericanos. El caso de Jackson Pollock es ilustrativo. Antes de desarrollar la técnica del action painting, el estadounidense se ejercitó copiando cuadros del cretense. Luego volvió a recibir su influencia a través de los muralistas mexicanos, en especial de Orozco, uno de cuyos murales, el Prometeo del Pomona College, recoge la fuerza iridiscente de El Greco. Cubistas, expresionistas, muralistas; también Henry Moore y algunos surrealistas: para todos estos artistas que rompían con la poderosa tradición occidental, El Greco fue un inspirador antepasado. La única duda que deja la exposición es la posible influencia de El Greco en el padre de la pintura moderna: Paul Cézanne.
Es verdad que Cézanne reprodujo La dama del armiño, un cuadro atribuido a El Greco pero cuya autoría está hoy en duda, y que varios críticos de principios del XX, en especial el francés Maurice Denis y el alemán Julius Meier-Graefe, vincularon a los dos artistas. Y en efecto, puede que Cézanne se hubiera sentido atraído por El Greco, pero lo cierto es que nunca vio sus obras. Se lo dijo a Joaquim Gasquet en los diálogos que sostuvieron al final de su vida: “Ese Greco… siempre me hablan de él y no lo conozco. Quisiera ver algunos de sus cuadros…” Cézanne nunca viajó a España y la Galería Española del Louvre fue trasladada a Inglaterra en 1849. Todo lo que vio de El Greco fueron reproducciones. ¿Lo suficiente para influir su estilo? A pesar de que la exposición pone mucho énfasis en este vínculo, como si de esta ascendencia dependiera la legitimidad de El Greco como referente para el arte del siglo XX, quedan dudas razonables sobre el impacto del cretense en su pintura. Franz Marc decía que ambos creadores eran espíritus afines: era algo que solo podía afirmarse desde el siglo XX, después de comparar sus lienzos. Me pregunto si en el siglo XIX, mientras pintaba los paisajes de Aix-en-Provence y copiaba figuras humanas en Louvre, Cézanne habría suscrito lo mismo. ~