El pacto revolucionario entre Castro y Chávez pone en peligro la sucesión del régimen

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Tras la muerte de Castro, los términos de la disyuntiva que se erguía ante el pueblo cubano parecían ser una sucesión sin fisuras del castrismo, como sucedió en Corea del Norte, o una transición hacia la democracia y la economía de mercado, como ocurrió en la Europa del Este después de la caída del muro de Berlín. Sorpresivamente, ese panorama ha cambiado de un modo drástico con la aparición de un nuevo fenómeno: la alianza entre Castro y Chávez. De eso tratan estos papeles. Veamos.

El desenlace chino-vietnamita
     Hasta hace tres años, Raúl Castro, su yerno, el coronel Luis Alberto Rodríguez, los generales Julio Casas, Abelardo Colomé Ibarra, Ulises del Toro y Álvaro López Miera, y los políticos y funcionarios Carlos Lage, Felipe Pérez Roque, Ricardo Alarcón, Francisco Soberón, Fernando Remírez de Estenoz, más el resto de los herederos menores del poder de Fidel Castro, discretamente habían diseñado su hoja de ruta para gobernar el país otros veinte años tras la muerte del Comandante. Se trataba del plan de sucesión que se llevaría a cabo tras el entierro glorioso del Comandante y de la pública declaración de adhesión inquebrantable y eterna a la memoria y a la ideología del Máximo Líder.
     El proyecto era muy simple, y, desde la perspectiva de la clase dirigente parecía viable. Una vez enterrado con honores el Comandante —acaso en el Cacahual, junto a Antonio Maceo y a Blas Roca, donde queda una tumba disponible, o en la Plaza de la Revolución, dentro de la siniestra tradición leninista, con momia acristalada incluida—, se iniciaba una apertura económica a lo chino o a lo vietnamita, con relaciones estrechas con las naciones desarrolladas de Occidente, permitiendo tímidamente la gradual aparición de la pequeña propiedad privada entre los cubanos, pero manteniendo simultáneamente un rígido control político y económico, de manera que no se les escapara de las manos el manejo del país.
     Todos ellos sabían que, para poder llevar a cabo pacíficamente esa transformación, necesitaban normalizar las relaciones con Estados Unidos y, en menor medida, con la Unión Europea. Así que para lograr ese objetivo, que incluía el levantamiento del embargo (una clarísima señal externa e interna de legitimación), los herederos de Castro, aparentemente, estaban dispuestos a ofrecerle tres recompensas a Washington: el control de la emigración clandestina, vigilancia sobre el narcotráfico, y una disminución del rol de Cuba como estandarte de la lucha anticapitalista y antiamericana. O sea: tranquilidad en el vecindario y una educada cordialidad internacional que ponía fin a medio siglo de intranquilidad y discordia.
     Además de esas recompensas reales, para facilitar el cambio de la política americana y europea, los herederos de Castro también estaban maquillando un escenario simbólico más aceptable para los principios y valores occidentales. Desde hacía varios años, la Seguridad había construido o manipulado a ciertos grupos de oposición, dentro y fuera de Cuba, para, en su momento, poder transmitir la impresión de conceder un mayor pluralismo político, donde habría supuestos demócratas razonables y moderados, dispuestos a desempeñar el dulce papel de una oposición tranquila y obediente, fiel a las instituciones nacionales, y circunscrita a los minúsculos y muy vigilados espacios de acción cedidos por el gobierno dentro de la estricta legalidad vigente.
     En ese escenario político de cartón piedra, como aquellas hermosas aldeas Potemkin diseñadas para engañar a la zarina Catalina la Grande presentándole una idílica visión de la paupérrima Rusia rural, algunos de estos grupos de la oposición manejados por la Seguridad se incardinarían a las grandes familias políticas internacionales —democristianos, socialistas, liberales—, y contribuirían a legitimar un sistema en el que la tolerancia a la diversidad ideológica sería más virtual que real, pero suficiente para contentar a esos actores internacionales permanentemente proclives a dar por bueno cualquier síntoma menor de apertura que aflorara en la Isla, aunque fuera fraudulento o estuviera totalmente mediatizado.

Los herederos pragmáticos
     En todo caso, el proyecto de los herederos era reintroducir a Cuba, muy lentamente, en un sistema híbrido de socialismo con elementos de mercado, fuertemente intervenido y controlado por el Estado, donde la clase dirigente —el entorno de Raúl Castro— tuviera un férreo control de la maquinaria económica, política y militar que le garantizara el disfrute del poder durante dos generaciones más. En ese largo periodo, el Partido Comunista, pausadamente, se iría convirtiendo en una especie de pri hegemónico hasta que la isla, en algún momento todavía imprevisible, arribaría a un perfil de aceptable normalidad para los estándares internacionales. Para esas fechas, todos los protagonistas de la revolución cubana estarían enterrados y sus descendientes tendrían asegurada su pertenencia a la clase dirigente que habría surgido en la nación. No existiría peligro alguno ni para ellos ni para sus familiares.
     Por otra parte, desde el punto de vista ideológico, ese proyecto encajaba con el pragmatismo de unos dirigentes que, a partir de la perestroika y de la desaparición de la urss, habían perdido toda ilusión con el marxismo y con el internacionalismo revolucionario que Castro les había impuesto a lo largo de casi medio siglo de sangrientas y alocadas aventuras. Los generales y oficiales que habían pasado por los quince años de guerras africanas y por múltiples episodios guerrilleros en América Latina, se sentían más cómodos administrando hoteles, fabricando containers o importando computadoras que dedicados a la improbable tarea de construir un paraíso proletario sobre la tierra, hazaña que, como habían comprobado, no sólo era imposible, sino resultaba inútil y ruinosamente costosa.
     Sin embargo, a pesar de esa realista, madura y devastadora evaluación de la revolución, para poder transformar una dictadura idealista teñida por una misión imperial en una dictadura doméstica despojada de cualquier veleidad utópica, los herederos de Castro necesitaban un discurso moral lo suficientemente coherente como para soportar el cambio de rumbo, y, en consecuencia, construyeron uno, práctico y eficaz, aunque sin ningún calado intelectual: en el terreno político, supuestamente, era necesario mantener el sistema de partido único, sin abrir de momento el juego democrático, para evitar que Estados Unidos anexionara a Cuba, mientras, simultáneamente, se hacía indispensable cerrarles el camino a los exiliados y a los vendepatria locales asociados a ellos, siempre calificados como mafia, para impedir que regresaran a vengarse cruelmente de los pobres cubanos de la isla. Asimismo, resultaba indispensable mantener el control de la economía en las manos de los revolucionarios para preservar los cacareados logros de la revolución en el campo de la educación, la salud y los deportes. La dictadura, pues, contaba con una coartada ideológica para afrontar sin concesiones reales la nueva etapa que se avecinaba, aunque prometiendo vagamente que en el futuro esos duros rasgos autoritarios se irían desvaneciendo en la medida en que los peligros se disiparan.
      
     Estados Unidos contra la sucesión
     Para lograr la consolidación del poder en la etapa postcas-trista y una sucesión sin traumas que les garantizara la permanencia en el gobierno, los herederos de Castro, con razón, pensaban que era indispensable una suerte de reconciliación con Estados Unidos, y la muerte del Comandante parecía ser un buen momento para impulsar este hecho. Con ese objetivo, ciertos generales cubanos, de acuerdo con sus mandos y utilizando como correo a algunos militares norteamericanos de alta graduación con los que se reunían periódicamente para discutir cuestiones relativas a la base de Guantánamo, enviaron varios mensajes de concordia a Washington en los que se esbozaban las concesiones que estaban dispuestos a efectuar a cambio de una normalización de los vínculos entre los dos países.
     Sin embargo, la reacción del gobierno norteamericano, especialmente durante el mandato de George W. Bush, no fue receptiva a esa propuesta. En primer lugar, entre los ideólogos y estrategas norteamericanos, muy dentro de la línea de pensamiento de Natan Sharansky en su obra The Case for Democracy, existía un aprecio real por las virtudes y las ventajas de las sociedades en donde se respetan los derechos humanos y civiles, y, en segundo lugar, la experiencia del siglo xx les había demostrado a los norteamericanos que era moralmente injustificable y políticamente contraproducente pactar con tiranías, aunque aparentemente fueran favorables a los intereses de Estados Unidos. La política de he is a son of a bitch, but is our son of a bitch siempre acababa terriblemente mal para la sociedad norteamericana. Somoza, precisamente, terminó pariendo al sandinismo, como Batista resultó ser el padre directo del castrismo.
     La conclusión, pues, de la administración de Bush (y antes, probablemente, de algunos de los funcionarios más notables del gobierno de Clinton), era que el único desenlace cubano que realmente beneficiaba de forma permanente a los intereses norteamericanos, consistía en que se desarrollara en la Isla una democracia abierta, plural y predecible; un Estado de derecho respetuoso, homologable a las naciones libres del mundo, con instituciones fuertes, en el que primara un sistema económico eficiente capaz de estimular el crecimiento sostenido, para que los cubanos no desearan o necesitaran emigrar a Estados Unidos.
     Esa posición norteamericana, tan en consonancia con los valores democráticos, tenía, además, una ventaja electoral para quienes la suscribían: estaba en consonancia con la visión mayoritaria de los cubanos radicados en Estados Unidos. La mayor parte de esos dos millones de cuban-americans no eran partidarios de la sucesión intacta del régimen, sino de una transición clara hacia la democracia y la economía de mercado, así que la política norteamericana hacia Cuba defendida por la administración de Bush cumplía exactamente con los dos requisitos necesarios para tener éxito: se ajustaba a los valores e intereses norteamericanos y a los de la minoría cubano-americana. Felizmente, esa coincidencia también abarcaba a los cubanos dentro de la isla, quienes presumiblemente coincidían con unos y otros en desear este desenlace democrático. Naturalmente, esto también quería decir que, tras la muerte de Castro, Washington continuaría presionando con el embargo, con las transmisiones radiales y de televisión hacia Cuba, con el apoyo a los demócratas de la oposición interna y externa, y con las denuncias en los foros internacionales, hasta que realmente se abriera en la isla el camino de la transición.
      
     Fidel Castro contra la sucesión pragmática planeada por sus herederos
     En cualquier caso, no era la posición norteamericana el único obstáculo serio al que debían enfrentarse los herederos de Castro. De pronto, en los últimos tres años, surgía un enorme e irónico inconveniente a sus planes, claramente revelado en la primera semana de octubre pasado: en Caracas, sin demasiada convicción y con una gesticulación poco creíble que desnudaba sus amargas dudas, aunque simulando un gran entusiasmo, un abrumado Carlos Lage declaraba que Cuba tenía dos presidentes, Castro y Chávez, y poco después, en el mismo acto, Chávez declaraba que Cuba y Venezuela eran el mismo país.
     Esa simbiosis comenzó a forjarse con el frustrado golpe contra Chávez efectuado en abril de 2002. Este episodio, en el que Fidel Castro jugó un papel relevante dándole toda clase de respaldo a Chávez, marcó un cambio de rumbo en las relaciones entre los dos países. A partir de ese punto, Chávez descubrió que necesitaba el apoyo de Castro, de su policía política, de su astucia como estratega y de sus técnicos y burócratas para sostenerse en el poder, mientras Castro, de manera creciente, fue percibiendo la alianza con Chávez como un modo de sostener el ímpetu revolucionario más allá de la tumba cercana.
     De alguna manera, Chávez necesitaba que Cuba le sirviera de apoyo para no caer, como en los años sesenta Castro necesitó de la vieja experiencia estalinista y del know how represivo brindados por los soviéticos para sujetar la estructura de la naciente dictadura. Por la otra punta, Castro necesitaba a Chávez para obligar a sus aburguesados herederos para que continuaran dentro de la tradición de rebeldía radical que él había impuesto a la historia de Cuba como prueba de su sello personal.
     El pago de esos invaluables servicios cubanos a Venezuela se efectuaría en petróleo y créditos de una fantástica cuantía, tomando en cuenta el pequeño tamaño de la economía venezolana, pero de ahí dependía la supervivencia del chavismo, así que los subsidios fueron escalando hasta casi alcanzar los cien mil barriles diarios de petróleo, a lo que se agregaban millonarias importaciones de productos venezolanos financiados con el dinero de los petrodólares. La Cuba de Castro volvía a tener un socio al cual esquilmar, como había hecho durante los treinta años de vínculos con la urss, periodo en el que la patria del socialismo y sus satélites europeos, según la economista rusa Irina Zorina, transfirieron unos cien mil millones de dólares a la insaciable isla caribeña: casi diez veces el monto del Plan Marshall destinado por Estados Unidos para reconstruir toda Europa tras la Segunda Guerra Mundial.
     Pero si importantes eran esos vínculos económicos, más trascendentes aún eran los políticos. La verdad es que Castro, que siempre ha visto en su hermano Raúl a un hombre leal, pero limitado y débil, sin peso ni carisma, con poca voluntad, como revela su incontrolada afición al alcohol, incapaz de liderar un genuino proceso político; y como el Comandante no ignoraba que, tras su muerte, sus pragmáticos herederos enterrarían su legado revolucionario, encontró en Chávez al discípulo capaz de mantener su vieja hostilidad “contra el imperialismo yanqui y los atropellos de la injusta sociedad capitalista”, lo que, como al Cid, le permitiría continuar cabalgando después de muerto.
     Hermanados Castro y Chávez en los delirios ideológicos, y dados ambos a las construcciones utópicas, entre los dos no tardaron en construir una nueva teoría de la historia y de la política contemporáneas que les permitía “continuar la lucha”. Esa teoría, llamada pomposamente “el socialismo del siglo xxi” se concretaba en cuatro creencias perfectamente articuladas para justificar sus acciones, y todas fueron tácitamente explicadas por Felipe Pérez Roque en un discurso reciente también pronunciado en Caracas, plaza en la que hoy se hacen todas las confidencias importantes:

1. Ya había pasado la etapa pesimista del descrédito del marxismo y se revitalizaba el modelo socialista colectivista con el que Lenin había soñado.
     2. El corazón y el cerebro de la nueva revolución planetaria ya no podía estar en Europa, un territorio fatigado y sin ilusiones por culpa de la traición de los soviéticos, y esa tarea quedaba encomendada a los latinoamericanos.
     3. Cuba y Venezuela eran los países encargados de llevar adelante la revolución, y Castro, simbólicamente, le entregaba a Chávez la espada del marxismo-leninismo para luchar por un mundo justo y maravilloso.
     4. El enemigo a rematar era Estados Unidos, principal obstáculo de la revolución planetaria, pero el imperialismo yanqui caería bajo el asedio de un continente latinoamericano que, poco a poco, irá incorporándose a las filas cubano-venezolanas, como ya se advierte en la posible Bolivia de Evo Morales o en el regreso de Daniel Ortega al gobierno de Nicaragua.
      
     El final de la sucesión pragmática
     Para los herederos de Castro, partidarios de una sucesión pragmática y ordenada que les garantizara el tranquilo disfrute del poder, esta revitalización de los ideales de conquista revolucionaria era una pésima noticia. Significaba volver a las andadas insurreccionales, retomar el adiestramiento de terroristas y guerrilleros (como ya se denunció hace pocos días), calentar peligrosamente las relaciones con Estados Unidos, y regresar a las tensiones de las décadas de la Guerra Fría, pero en una etapa en la que no existe la Unión Soviética para protegerlos con su paraguas atómico, y en la que quienes están llamados a dirigir la revolución ya no albergan ninguna ilusión con el comunismo, ni la menor esperanza en que lograrán terminar con el capitalismo para instaurar el reino mundial de la justicia, como sueñan Castro y Chávez, dos utópicos incurables, enfermos de mesianismo.
     Castro, pues, les legaba e imponía una herencia envenenada: les dejaba a un pintoresco venezolano como guía espiritual y político, un jefe al que no respetaban, incontinente oral y medio tonto, del que se reían en privado, y al que había que organizarle el gobierno de principio a fin porque su capacidad gerencial era prácticamente nula. Asimismo, con un pie en la tumba, irresponsablemente, Castro alentaba un anacrónico espasmo revolucionario, tercamente dirigido a la conquista de América Latina, sin detenerse a evaluar las condiciones objetivas y subjetivas del momento histórico, como les gusta decir a los partidarios de esa secta palabrera.
     Sin duda, esta alianza de última hora, concebida para renovar los bríos y las aventuras violentas que tanto gustan a Castro y a Chávez, pone en peligro el destino de la clase dirigente cubana, especialmente porque no hay la menor posibilidad de que los delirios de estos dos trasnochados personajes se conviertan en realidad, y a medio plazo, como ya sospechan melancólicamente los disgustados herederos, es muy probable que la proyectada sucesión pragmática, de la mano de Chávez termine en una transición convulsa en la que ellos y sus herederos, defendiendo una revolución imposible, quedarían desamparados e irremisiblemente situados en el bando de los perdedores. –

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(La Habana, 1943) es periodista y ensayista. En 2010 recibió el Premio Juan de Mariana en defensa de la libertad. Su libro más reciente es la novela La mujer del coronel (Alfaguara, 2011).


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