El silencioso Orozco

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Ha sido curioso enterarse de la cota plástica de los festejos por el centenario de la revolución. Se habló muy poco –pero se habló al fin– de Saturnino Herrán, de Fermín Revueltas y de Jean Charlot. Pero los protagonistas fueron, desde luego, Posada, ese “novelista analfabeto” (como lo describió –a mi parecer con acierto– el poeta y pintor español Ramón Gaya) y obviamente los así llamados “Tres Grandes”, que ocuparon como siempre el centro del escenario, como un trío de bigotito, a cantarle desde la calle a la Revolución, dormidita en su lecho, “quiéreme porque ya creo merecerte”. No podía ser de otro modo: la predecible tripleta de cuyos pinceles emanó la gesta nacional, hectáreas que inventarían figuras históricas, tipos raciales y sociales, flora y fauna, ropajes, platillos y los lugares comunes ideológicos a la carta.

Confieso que no soporto a Siqueiros, ese estalinista pirado que sopleteaba tíner proclamando su amor a los desposeídos, patriarca hirsuto de esa “escuela” latinoamericana que pinta con decibeles, traductor de su fervor al rasposo idioma de la encáustica, con las manos manchadas de sepia y sangre (incluyendo la del dedo gordo del pie del nieto de Trotski). ¡Y la vociferación, el juicio tonante, las comuniones y las excomuniones! Qué pereza… (peor me cayó el día en que llevé a mi tío Carlos a una casa de los Siqueiros o los Arenal en Cuernavaca: una mansión espléndida con jardines espectaculares cuya entrada tenía la hoz y el martillo: siempre es bueno luchar por la igualdad en condiciones ventajosas).

De Rivera, más que los metros cuadrados de “identidad” a veces (como en “el Corrido” de la SEP) llenos de infamia, y a veces fantásticos, como en Chapingo y, sobre todo, en el delirante cárcamo del Lerma, en Chapultepec, esa cueva mítica con su escultura de agua, baptisterio de colores y formas, verdadera hazaña onírica en cuatro dimensiones que visité, clandestinamente, hace años pero que, entiendo, por fin está abierto al público. Aparte de eso, celebro las obras de caballete y, sobre todo, los retratos, y entre ellos en especial los de las señoras adineradas cachondonas, esas damas como papayas y mangos, cucrbitáceas de cold-cream, con cuyas formas Rivera oficiaba misas secretas al erotismo bien alimentado.

Pero prefiero al silencioso Orozco: islote de autenticidad en el vasto repertorio de la gesticulación mexicana en el campo del arte. Llegué al Colegio de San Ildefonso, donde se exhibe su obra -magníficamente colgada, colocada e iluminada por el pintor y curador, Miguel Cervantes– con la ansiedad de ver de nueva cuenta los “cuadritos”. Porque debo confesar, también, que más que sus murales (aunque me encantan aquellos en que caricaturiza ricachones y políticos), prefiero los cuadros de pequeño formato.

Y entre ellos, sobre todo, los gouaches prostibularios, esas instantáneas diminutas y monstruosas de un desamparo total y una tristeza intesamente destilada; ese breve desfile de escenas cargadas de una estupidez animal, tanto en las víctimas como en los verdugos, con sus camas desvencijadas, sus espejos sórdidos, sus focos mosqueados: raro y pequeño milagro plástico, autoretrato diferido de un alma extrañísima. Esos esbozos, trazos elementales y patéticos, atormentados y distantes de un puñado de putitas y sus clientes, en el comercio triste del burdel astroso que se convierte –sin desearlo ni temerlo– en auténtica parábola del mundo, no sólo de la revolución, ni sólo de México… Ante ellos cesa la alharaca, se callan los políticos, los líderes, los banqueros, los sindicatos, los mesías, los merolicos, los partidos, los obispos, los sabios togados y los ignorantes salivosos. Sólo se escucha a Orozco, en silencio.

La exposición estará abierta hasta el 16 de enero y sólo cerrará en navidad y en los días del año nuevo.

“La cortina roja” (detalle)

(Publicado previamente en El Universal)


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