Esta historia fue protagonizada por personas de carne y hueso, sin embargo, dejamos los nombres en blanco (menos el mío, por obvias razones) porque la historia en sí misma ilustra varias conductas que se han vuelto, por desgracia, muy comunes en la República Democrático-Popular de las Redes Sociales. Varios lectores podrán recordar ejemplos de estas actitudes con otros protagonistas. El rastro de tuits debe ser muy fácil de encontrar para quien quiera confirmar las identidades.
Todo empezó cuando (¡en mala hora!) se me ocurrió tomar un breve descanso de mi tesis doctoral. Abrí mi cuenta de Twitter y me dispuse a chismorrear unos diez minutos antes de regresar y lidiar con un párrafo rebelde. Lo primero que vi fue un tuit de uno de los intelectuales de izquierda con mayor audiencia en nuestros días, famoso por la solidez de sus posturas políticas y la reciedumbre de su apelación a los poderes públicos. Alguien también a quien conozco personalmente y no puedo sino describir como un amigo entrañable y un polemista intenso y respetuoso que no solo escucha a su interlocutor, sino que no tiene problema alguno con reconocer la validez de un punto de vista ajeno. El tuit en cuestión decía:
“El papa de los trolls @(Sr. Tal) bajará de su olimpo gringo para visitar DF prox semana. Lo reto a un debate público sin máscaras”
Tengo poco más de un año con mi cuenta de Twitter, me siguen apenas 227 personas, he publicado 1948 tuits, la mitad de los cuales tienen que ver con los Pumas y otras estridencias de mi pasión futbolera. La otra mitad son tuits de mis artículos en esta bitácora y retuits de los amables comentarios de los lectores. Es decir, no soy nadie en la tierra del pajarito. Por esa condición de outsider es que aún no logro entender qué hay que tomar literalmente y qué no. Entonces si yo veo que mi amigo quiere debatir con @(Sr. Tal), mi primera impresión es que a mi amigo le parece importante contrastar ideas con el aludido. Por ello me pregunto legítimamente si llamarlo “papa de los trolls” es una buena forma de iniciar el acercamiento. Por el contrario, si @(Sr. Tal) es de verdad un “papa de trolls”, ¿para qué querría alguien debatir con él? Mi sospecha es que una invitación al debate presentada en esos términos solo dará pie a una batalla de tuitazos que cancelará la posibilidad misma de dicho debate.
Entonces decidí, malamente, prorrumpir donde no me llaman (con la bochornosa redacción tuitera):
“Sería genial verlo pero si empiezas llamando a @(Sr. Tal) "papá de los trolls" no estás invitándo a 1 debate sino a 1 circo”
Y como para apuntalar la hipótesis circense, un usuario se apresuró a darme la razón:
“El tal @(Sr. Tal) es uno de los lame esmegmas del isarelí @(Sr. al que quiso llamar ‘israelí’)”
Por lo cual, yo copié este mensaje y se lo reenvié a mi amigo con la observación: “Este es el circo…”. Y mi amigo contestó:
“Sabes bien @albertofdez73 que quien adora a los "circos", las burlas y los trolls es @(Sr. Tal). Yo invito a un debate serio, de frente.”
El caso es que realmente yo no sé a ciencia cierta qué es lo que “adora” el aludido. Me ha tocado, eso sí, como parte del movimiento estudiantil, estar entre los blancos de su famosa ironía al argumentar. Pero bueno, Lenin y Trotsky eran unos virtuosos de lo mismo y la verdad es que en más de una ocasión yo he atrapado al vuelo los argumentos del adversario para devolverlos envueltos en sorna. En este aspecto me rijo bajo el sagrado principio de “el que se lleva se aguanta”. No obstante, lo que me inquietó más es esa pretensión de que mi amigo encarna un “saber” sobre el @(Sr. Tal) que yo debería secundar sin chistar. Entonces respondí:
“Yo no sé lo que adora @(Sr. Tal). Nos tocaron sus ramalazos de ironía en 1999, eso lo recuerdo bien, pero no lo descalifica”
Entonces las cosas ya se pusieron feas:
“Al parecer @(Sr. Tal) tiene un leal defensor en @albertofdez73. El reto es para el @(Sr. Tal) no sus representantes.”
Así pues, en menos de 140 caracteres dejé de ser un amigo con el que solía polemizar fraternalmente y me convertí en un “leal defensor” y “representante” de un adversario político. En medio del desconcierto, alcancé a balbucear.
“Uy, amigo, qué triste que una simple crítica te saque un comentario tan injusto. Suerte con tu ‘debate’".
Lo que siguió fue lamentable:
“@albertofdez73 @(Sr. Tal) es un misógino q se dedica a golpear a izquierda con bajezas, burlas y trolls. Que triste que lo defiendas.”
“Yo no defiendo a nadie. Me atreví a criticar tu forma de buscar el debate, eso fue todo. Tu respuesta es injusta y ofensiva.” (Refiriéndome, por supuesto, al hecho de haberme llamado “leal defensor” y “representante” del adversario ausente).
Etcétera.
Varios seguidores de mi amigo se apresuraron a retuitear y colorear la mini polémica con sus propias frases ingeniosas; luego unas personas muy amables se acercaron a compartir su extrañeza frente a ese maniqueísmo que etiqueta y encasilla a la gente tan a la ligera. Aunque veo claramente los mecanismos que operan en este triste desencuentro, aún me resisto a aceptar su inevitabilidad. No podemos resignarnos al síndrome de la víbora de la mar: o te vas con melón o te vas con sandía. No podemos bajar la guardia ante nuestra tendencia a partir el mundo entre los que están de esta raya p’acá y los que están de la raya p’allá. No solo es éticamente discutible pretender acaparar todas las virtudes de nuestro lado, también es políticamente torpe; simplemente no dan los números para llevar a cabo el cambio social que buscamos solo con las personas que nos siguen incondicionalmente. Aún si seguimos las tácticas de los teóricos “agonistas”, esto es, antagonizar a los adversarios hasta casi llegar a un punto de división total e irreversible: el pueblo vs. el poder, a fin de movilizar más efectivamente a las fuerzas populares, hay que estar conscientes del riesgo de terminar cancelando toda interlocución con los posibles aliados y predicando solo entre los creyentes.
P.D. En la madrugada, después del incómodo intercambio de tuits, mi cuenta de Twitter fue hackeada por primera vez desde que la abrí y envió mensajes directos con un link a una crema para el cutis (supongo que sin albur, pero no pude confirmarlo). Ya quedó todo arreglado. Mil disculpas a los afectados. Aun en esta época aciaga, yo todavía creo que existen las casualidades.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.