el testamento narrativo de Juan Goytisolo

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A través de un texto voluntariamente despojado de cualquier referencia precisa, Juan Goytisolo da en Telón de boca un paso más —el último, según su propia confesión— en la concepción de la novela como recorrido imprevisible e inexplorado que ha ido perfilando a partir de Señas de identidad. Desde entonces y hasta ahora, cada nuevo texto de Goytisolo no sólo ofrecía una concreta materia narrativa —la borrosa biografía del poeta Eusebio en Las semanas del jardín, la crueldad del cerco de Sarajevo en El sitio de los sitios o las aventuras del Père de Trennes en Carajicomedia, por citar únicamente sus novelas más recientes—, sino también una manera radicalmente distinta de tratarla. Lo que hacía, sin embargo, que la noción de experimentalismo no cuadrase a estos textos es el hecho de que, lejos de constituir una simple ruptura con los modos narrativos habituales, fueron concebidos como una reivindicación y puesta al día de recursos y procedimientos formales ya presentes en la historia literaria española. Así, detrás de cada novela de Goytisolo hay agazapado un texto clásico anterior, en el que se inspira y del que se nutre.
     Desde esta perspectiva, Telón de boca es ante todo una novela que retoma una tradición literaria interrumpida en el siglo XVII: la del diálogo con el demiurgo. Y, de algún modo, la totalidad del texto se articula alrededor de ese propósito de introducir en el relato algo que, de acuerdo con los usos novelísticos actuales, resultaría difícil: un narrador que se encare con el creador y al que, por su parte, el creador responda. Para conformar el espacio literario en el que ese diálogo sea posible, en el que ese diálogo resulte a la vez plausible y necesario, Goytisolo lleva a cabo una drástica reducción del relato a sus elementos sustanciales, emprende una sistemática eliminación de los límites y jerarquías entre los seres y las cosas para que, al cabo, el hombre y Dios puedan departir como iguales mientras el mundo se muestra en su absoluta integridad ante los ojos fatigados de ambos.
     El proceso para alcanzar ese momento en el que todas las edades son una y dejan de existir los puntos cardinales, en el que los seres pasan a formar parte de un todo continuo, ocupa el lugar del argumento en Telón de boca. Como en una serena espiral que va apropiándose de los diversos ámbitos de la existencia cotidiana del narrador, que devora recuerdos y paisajes, Goytisolo desgrana las estaciones que llevan al personaje que relata, a la voz innominada que hace balance de su experiencia, a aceptar el destino inexorable, representado por el desierto lunar que se extiende al otro lado de las montañas cubiertas de nieve visibles desde su azotea. Así, el hecho de que, al poco de enviudar, el insomnio del personaje se pueble de ridículas canciones franquistas, escuchadas y aprendidas durante su infancia, equivale a una disolución de la distancia entre la niñez y la edad madura: para el narrador, una y otra aparecen marcadas por la muerte de una mujer,de la madre en el primer caso, y de la esposa, en el segundo. Y las veladas que compartía con ésta escuchando melodías clásicas son transfiguradas por las angustias nocturnas —según se explica en unas páginas bellísimas y conmovedoras— en el zafio acompañamiento musical de su soledad infantil, como si la condición de viudo hubiera hecho renacer la más lejana condición de huérfano, uniendo ambos extremos.
     Como las temporales, también las distancias geográficas quedan abolidas en Telón de boca, contribuyendo a configurar ese escenario de infinitas dimensiones, el único en el que podrán dialogar el hombre y Dios. Los paisajes que el personaje intuye desde la azotea de su casa, los paisajes en los que se adentrará, llegada su hora, podrían ser los que se extienden al sur de una “ciudad ocrerrosada” con una plaza en permanente ebullición, tras la que se intuye Marraquech. Pero podrían ser también los paisajes de Chechenia, devastados por una guerra que conoció el narrador y que, a su vez, parece confundirse con otras guerras del pasado. Guerras como la relatada por Tolstoi en Hadji Murat, una novela en la que la imagen de un cardo tronchado simboliza la resistencia de los chechenos frente a los rusos y que, reproducida en el texto de Goytisolo, adquiere un abanico más amplio de evocaciones. De este modo, el paisaje final, la última estación del narrador, ese telón de boca que, como el de un teatro, cierra un espacio para abrir otro, podría desembocar lo mismo en un desierto africano que en una estepa asiática: como pone de manifiesto Goytisolo en unas páginas de poderosa fuerza emotiva, la ausencia en ellos de cualquier rastro de vida los convierte, pese a sus diferencias, en una estremecedora, deslumbrante metáfora de la extinción.
     Una vez levantado ese escenario sin límites en el que el pasado no es distinto del presente, y en el que el horizonte y la lejanía dejan repentinamente de existir, el demiurgo puede tomar finalmente la palabra. Con una voz en la que no se advierte odio ni amor, sino la pétrea indiferencia de las fuerzas ciegas, empieza declarándose criatura de los mismos hombres que lo adoran, y hace después balance de las calamidades que han acompañado desde siempre su existencia. A través de sus razonamientos, expresados mediante una prosa honda y contenida, se advierte que, con Telón de boca, Goytisolo no sólo se ha servido de una tradición formal para abordar su propia materia narrativa, como sucedía en Las semanas del jardín, El sitio de los sitios o Carajicomedia. Aquí ha retomado, además, la misma materia narrativa de Rojas, Delicado, Alemán o Cervantes, actualizando una forma de razonar que combina la rebelión contra un sufrimiento a lo que parece inevitable con una infinita piedad hacia los seres.
     Quizá por este motivo, por haberse aventurado un paso más en la concepción de la novela como recorrido imprevisible e inexplorado, Telón de boca es sobre todo lo que Juan Goytisolo ha querido que sea: un testamento narrativo que, como la obra de los clásicos leídos y releídos por él, ha conseguido dar cobijo a una paradoja incontenible en textos de menor fuste. La paradoja de que, en apenas un centenar de páginas extraordinarias, intensas como pocas en nuestra literatura, el más absoluto desengaño hacia los hombres consiga convivir con la más lúcida e inquebrantable lealtad hacia ellos. ~

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