Albert Rivera es el político más brillante de su generación. En la universidad fue campeón de debate, y todo en él es un cálculo refinado y medido entregado a una ambición: el palacio de La Moncloa. Recién elegido presidente de Ciudadanos, y todavía un desconocido para muchos, lo entrevistaron en la radio. Durante la publicidad, el locutor le pidió que pensara su canción favorita, porque quería ponerla en antena unos minutos después. Cualquiera de nosotros habría salido con un tema de los Stones o de Van Morrison, según lo petulante que uno fuera. Pero Albert no. Él tenía que encontrar la canción precisa, la ganadora. Debía ser una canción con la que se identificaran todos los catalanes, de nacimiento o de adopción, y todos los españoles; debía ser lo suficientemente vieja como para ser un himno, pero también moderna y canalla. Al fin, dijo: “‘Mediterráneo’, de Serrat, pero la versión que interpreta Estopa.”
Albert Rivera ha entendido como nadie que ser un buen político no pasa por decir lo que uno piensa, sino por decir, en cada momento, lo que tiene que decir. Rivera es “Mediterráneo” cantada por Estopa: la renovación de un clásico. Quiere remozar el bipartidismo como los de Cornellá reinventaron a Serrat. Así, mientras PP y PSOE nos venden experiencia y Podemos nos ofrece juventud, el líder de Ciudadanos quiere hacernos una oferta que no podamos rechazar, un dos por uno, la experiencia de unos y la juventud de los otros. Todo junto.
Su juego es el de un equilibrista en el alambre. Sabe que si bascula demasiado a izquierda o derecha se caerá. Así que exhibe rigor, pero también frescura. Sabe que no puede comprarse la ropa en Alcampo, pero tampoco debe llevar camisas de Armani. Por eso luce trajes entallados y corbatas estrechas de Massimo Dutti, que son como la seriedad desenfadada de una clase media dignísima.
Rivera se ha sentado sobre el centro del tablero político, y desde ahí ha ido ampliando su caladero de votos a izquierda y derecha, tertulia a tertulia, debate a debate, entrevista a entrevista. Habla con moderación, rehúye los gestos bruscos y yergue los hombros. Va bien afeitado y, aunque no es tan guapo como Pedro Sánchez, tiene la ventaja de que no parece de cartón. Además no lleva coleta, y eso siempre da puntos cuando vas a conocer a tus suegros. En la era de los cuñados, Rivera ha conseguido ser el yerno de España.
En mis años de facultad, un profesor nos puso dos películas para ilustrar los tipos de liderazgo. Eligió Ciudadano Kane para retratar al líder autoritario, y Doce hombres sin piedad para que supiéramos cómo era un líder democrático. En la última, Henry Fonda interpretaba a uno de los doce miembros de un jurado que debía juzgar a un muchacho por el asesinato de su padre. La mayoría de los componentes del tribunal presume la culpabilidad del chico, pero, sin más armas que sus argumentos, Fonda consigue sembrar dudas entre ellos, haciendo valer el principio de in dubio, pro reo.
Albert Rivera es Henry Fonda. Es un líder democrático, y ha venido a pedir la mano de su hija. Quiere convencerle con su elocuencia de que el cambio que España necesita es él. No ha leído a Kant, pero, qué rayos, quién lo ha hecho.
Al final de Doce hombres sin piedad, el tribunal admite que no puede probar la culpabilidad del muchacho y lo absuelve. La otra lectura, por supuesto, es que tampoco queda demostrada su inocencia. Quién sabe si Henry Fonda se equivocaba. Con Rivera sucede algo parecido: quiere convencernos de que el programa de Ciudadanos es el mejor. Lo que pasa es que no tenemos manera de saber si es verdad. Hasta que gobierne, claro.
Si llegara el día, ojalá que el resultado no se parezca al “Mediterráneo” de Estopa.
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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.