“Tuve la desazonante impresión de que regresaba a casa, después de años, acaso siglos”, dijo Manuel Mujica Lainez cuando visitó por primera vez el Parque de los Monstruos de Bomarzo, en Viterbo. Talladas en enormes dimensiones, las piedras de Bomarzo, terminadas por Pirro Ligorio en 1552, son una representación delirante de los dioses romanos que encargó, como venganza contra el infortunio, el conde Pier Francesco Orsini, desolado por la muerte de Julia Farnese, su esposa. Ese sitio se posesionó del novelista argentino Mujica Lainez (1910-1984), quien le dedicó Bomarzo (1962), una de las más resueltas y convincentes novelas históricas que se han escrito en español. Más tarde, en 1967, Alberto Ginastera transformó el libro, primero en cantata y luego en ópera, motivando que Bomarzo, que se iba a estrenar en el Teatro Colón de Buenos Aires, fuese censurada, aduciendo inmoralidad y pornografía, por el gobierno argentino. La censura –que para algunos críticos fue un síntoma enigmático de la represión militar de la siguiente década– sólo trajo nuevos lectores para Mujica Lainez y mayor fama para el compositor Ginastera.
Elsa Cross (Ciudad de México, 1946) también ha regresado a casa en Bomarzo, esa boca del lobo, y su más reciente libro se llama Bomarzo (ERA, 2009) como el de Mujica Lainez, y es un notable poema largo. Es tentador ejemplificar con un Bomarzo de 699 páginas en una mano y otro de 66 en la otra, sobre el irreductible antagonismo entre las novelas y los poemas. Más fácil, quizá, sea asombrarse ante ese mismo dejá vu que comparten Mujica Lainez y Cross ante el horror traumático y seductor de Bomarzo. Y por contraste, nada, salvo la ruina perfecta de Bomarzo, parece unir a la poeta mexicana con el novelista argentino: nadie menos asceta –concediendo lo ascética que es la poesía de Cross– que Mujica Lainez, uno de los espíritus más góticos de la literatura hispanoamericana. En Bomarzo pintó el novelista (quizá el más pintor de nuestros novelistas) el rostro despavorido de una ciudad maldita del Renacimiento, una olla podrida de civilización.
Cross, en cambio, encontró en el jardín monstruoso de Bomarzo un fragmento prehistórico que para ella no puede sino representar el verdadero mundo filosófico. Si Nietzsche –que tiene en Cross, aquí, a uno de sus verdaderos lectores– decía que la filosofía se había arruinado con Sócrates, Bomarzo muestra la consecuencia con la que Cross decidió escribir un poema heracliteano, presocrático, y hallar en éste una suerte de vestigio. El poema tiene el carácter de una conversación entre personas cuya identidad nos es extraña pero cuya sobrevivencia nos resulta esencial: “Tanto de nosotros quedó también atrás./ Cosas olvidadas antes que ocurrieran. Y aquello que causaba insomnios y furores, por lo que hubiéramos vendido el alma,/ aparece ahora como un drama vulgar,/ y todo se reduce/ a una pulsera con el broche roto– o a un pedazo de vasija: /hileras de hoplitas desnudos con sus lanzas, el pene curvo como réplica de la barba.”
Al leer Bomarzo me sorprende el cambio, anticlimático, sufrido por la poesía de Cross, desde la publicación de los ditirambos de El vino de las cosas (2004), que fue lo último que le leí. Al contrario de la norma vital (o de la convención biográfica que pasa por tal), la poesía de Cross va abandonando la transparencia, el don simplificador y vehicular de ese budismo que imanta buena parte de sus libros, los escritos bajo el imperio de la India, imperio donde a veces nada es misterioso ni oculto: por la manía de explicación, decía Octavio Paz, aquello es indigerible, harta. Para decirlo con simpleza: fue Cross primero clásica y luego, con Bomarzo, parece romántica. Es y ha sido siempre, estrictamente hablando, una poeta mística. No en balde, en una entrevista concedida a Daniel Saldaña París (Ingrima, agosto, 2008), admite Cross, no sin la dosis conveniente de falsa modestia, que en el misticismo se disuelven, según las necesidades, su formación intelectual, los dogmas de la religión y los problemas de la filosofía.
Escrito a mediados de 2005, Bomarzo tiene algo, como todos los poemas asociados al trance, de premonitorio. No es que Cross no le haya visto antes el rostro al nietzscheano Dios terrible y danzarín: la novedad, en Bomarzo, es la fijeza con que mira, a través de los monstruos mandados a esculpir por el jorobado Orsini, los rituales griegos del sacrificio del chivo expiatorio. Regresa Cross a Bomarzo –concediendo, con Mujica Lainez que a ese lugar sólo se puede volver– como al “depósito” de los seres vivos que se pudren frente a “la brutalidad de la visión”, un mundo de tiempo donde “la vida nuestra se prolongaba como una impunidad”.
Son dioses no tan magnánimos, “ebrios, locos, posesos” los que Cross convoca en Bomarzo, un libro dionisíaco si se le quiere definir siendo fiel a la taxonomía filológica. Las alegorías en piedra de Bomarzo, tal cual las presentaba Mujica Lainez en su novela, le daban la espalda al paganismo ilustrado del Renacimiento: en esa misma dirección Cross ahonda en la fuente catártica, preguntándose, al final, si no vale, más que la curación, “una herida que no cerrara/ una punzada constante”. Yo no sé si es vigilia o es sueño lo que padecen quienes dialogan en Bomarzo, ignoro si Elsa Cross está despierta o dormida. Tampoco sé qué respondería ella ante la pregunta académica de que si su primera Grecia es la del logos unitario o la del mundo de los sueños, lo cual importa poco ante Bomarzo, a la vez su poema más narrativo y dramático, el más impactante, aquel en que Heráclito se presenta convertido, siguiendo cierta tradición, en el primer romántico.
(Publicado previamente en El Ángel de Reforma)
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile