Norton I, emperador de Estados Unidos.

Engañadores engañados

Un árbitro que dirige el tránsito en Buenos Aires, un emperador en Estados Unidos, Jim Carrey en The Truman Show: ¿víctimas que viven en un mundo irreal o seres libres que imponen su mundo a los demás?
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Hace unos días me hablaron de un personaje curioso del barrio de Mataderos, en Buenos Aires. Se trata de un hombre llamado César, que se viste (no me atrevo a decir que se disfraza) de árbitro de fútbol, se para en un cruce de calles y, desde allí, dirige el tránsito. A puro silbatazo, indica con sus manos a los automovilistas cuándo detenerse y cuándo avanzar. A los que cometen una falta, les saca tarjeta amarilla o roja, según la ocasión. Se lo puede ver en acción en este y otros videos de YouTube.

Por supuesto, nadie le otorgó tal poder, ni nadie le hace caso. ¿O sí le hacen caso? ¿No opera de ningún modo en la mente de los conductores la presencia del Loco César, como lo llama la gente de la zona? ¿No es probable que —por simpatía, por una cuestión lúdica o por algún otro sentimiento— la gente que pasa manejando por esa esquina resulte influenciada por las posibles sanciones del árbitro?

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La historia del Loco César me recordó otra parecida, aunque mucho más célebre: la de Joshua Abraham Norton, autoproclamado Emperador de los Estados Unidos de América y protector de México.

Su curiosa vida comenzó hace dos siglos: las fuentes no son precisas, pero al parecer Norton nació en Londres en 1815. Cuando era un niño su familia se trasladó a Sudáfrica. A la edad de 34 años heredó un dineral al morir su padre. Se mudó a San Francisco, Estados Unidos, y allí, a causa de su afán ambicioso y especulativo, multiplicó su fortuna primero y la dilapidó poco después. Afectado por su bancarrota, decidió dar a su vida un golpe de timón. Fue, desde entonces, emperador.

Su Majestad Norton I formuló decretos y proclamas, emitió moneda y exigió el pago de impuestos. Cuando en 1861 estalló la guerra civil, convocó a Abraham Lincoln y a Jefferson Davis a San Francisco para poder mediar en el conflicto. Los líderes no asistieron. Desistió de la idea de casarse cuando se enamoró a la distancia de la reina Victoria. Hay quienes dicen que incluso intercambió correspondencia con ella.

Pero lo más destacado de todo es la manera en que sus vecinos valoraron al bueno de Norton. Cuentan que lo invitaban a comer gratis en los mejores restaurantes y que le reservaban asientos en los teatros, que una compañía ferroviaria le dio un pase vitalicio y que el ayuntamiento validaba los billetes que él mandaba a emitir por dólares oficiales de la misma denominación. Lejos de enriquecerse a merced de su cargo, llegó a ser arrestado por vagabundo, pero la policía, ante la indignación popular, lo liberó y le pidió disculpas. En un censo de población de 1870, en la casilla destinada a la ocupación, el agente censal escribió: “Emperador”.

Hasta fue una especie de Quijote para deshacer entuertos. Se le atribuye haber disgregado a una turba dispuesta a apalear a un grupo de chinos con el solo poder de su palabra, a través de un discurso (pronunciado de pie sobre una caja de madera) que resaltaba la importancia de llevarse bien con los demás y la necesidad de amar al prójimo.

Tras 21 años como emperador, Joshua Norton murió el 8 de enero de 1880. Sobre su tumba, en el cementerio Woodlawn Memorial Park, de San Francisco, su lápida reza, sin tintes de ironía: “Norton I. Emperador de los Estados Unidos y protector de México”. Una de sus necrológicas destacó que “el Emperador Norton no mató a nadie, no robó a nadie, no se apoderó de la patria de nadie. De la mayoría de sus colegas no se puede decir lo mismo”.

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El Loco César y Norton I me llevan a un tercer eslabón, una idea interesantísima que alguien me explicó una vez en relación con la película The Truman Show, de 1998. Lo recordamos: Truman Burbank, interpretado por Jim Carrey, es el protagonista de un reality show, pero no lo sabe. Ha vivido toda su vida en un inmenso set de filmación que para él es el mundo real, rodeado de actores que representan un papel, siendo observado minuto a minuto por innumerables telespectadores cuya existencia él desconoce.

En teoría, Truman es un esclavo, puesto que su vida es una inmensa ficción orquestada y observada por los demás. Sin embargo —y he aquí la idea que me parece interesantísima— Truman, en un sentido, es el único ser libre: actúa por sí mismo, sin estar pendiente más que de su propia vida, a diferencia de los demás, cuyas vidas se organizan precisamente en torno a él. El punto de vista se invierte. El engañador se descubre engañado.

Esta reflexión enseguida nos lleva a plantearnos qué es la libertad, qué la define, cómo se relaciona con el conocimiento (“la verdad los hará libres”, dice la Biblia), hasta dónde podemos considerarnos libres, qué pasa si estamos dentro de la Matrix, etc. Pero hasta ahí no voy a llegar. Me quedaré aquí. Preguntándome si hay muchas diferencias entre los mundos de Truman y de Norton I. La gente alrededor los mira con gesto complaciente, quizá con pena, quizá con ternura, y haciendo uso de su libertad se obliga a cumplir un rol, a fingir que son quienes no son, para que Truman y Norton sigan convencidos de que son quienes creen ser. Lo mismo que los conductores que cumplen con la ley, al menos en una esquina del barrio porteño de Mataderos, para evitar que el Loco César les saque tarjeta amarilla o tarjeta roja.

 

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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