No hay mal que por bien no venga
Suele afirmarse que la transiciĆ³n espaƱola surgiĆ³ del encuentro de dos debilidades: la de la izquierda, y en particular la del Partido Comunista, incapaz de cumplir el sueƱo de la huelga nacional pacĆfica que acabarĆa con la dictadura, y la del propio rĆ©gimen, incapaz de encontrar una fĆ³rmula viable de continuidad a la muerte del Caudillo. El fiel entre los fieles, Carrero Blanco, lo anunciĆ³ muy pronto: “El Ćŗnico problema de Su Excelencia es que no es inmortal.” Al igual que sucediera en otros caudillismos, a excepciĆ³n del cubano por la presencia de RaĆŗl, su existencia se encontrĆ³ ligada a la vida del tirano.
Favorecida por el marco mundial de la Guerra FrĆa, donde Franco asumiĆ³ el papel de “centinela de Occidente”, la prolongada supervivencia del rĆ©gimen tuvo tambiĆ©n mucho que ver con la despiadada represiĆ³n que se extendiĆ³ desde el 17 de julio de 1936 hasta los aƱos cincuenta. Ya en sus aƱos de jefe de la LegiĆ³n, Franco habĆa establecido un cĆ³digo de comportamiento perfectamente legible por los espaƱoles: no le importaban las muertes que fueran precisas con tal de imponer su mando. Como dirĆa al tĆ©rmino de la Segunda Guerra Mundial de los opositores republicanos, estaba dispuesto a “clavarles los dientes hasta el alma”. El mejor ejemplo llegĆ³ a Ćŗltima hora, cuando al ordenar en Consejo de Ministros los fusilamientos de septiembre de 1975, pronunciĆ³ el “¡Quiero un vasco mĆ”s!” Un solo ejecutado de eta y tres terroristas de extrema izquierda no servĆan para la ejemplaridad buscada. Dos etarras fusilados sĆ respondĆan en cambio a la imagen de una represiĆ³n brutal y selectiva. A su servicio, una policĆa tĆ©cnicamente anticuada, pero dispuesta a actuar con mĆ©todos nazis, mĆ”s el bastiĆ³n seguro del ejĆ©rcito, bastaron para anular las expectativas de los pequeƱos grupos democrĆ”ticos o de la movilizaciĆ³n de masas anunciada por el pce.
HabĆa, no obstante, un rasgo caracterĆstico de la actuaciĆ³n polĆtica de Franco que resultĆ³ beneficioso para la transiciĆ³n democrĆ”tica: la personalizaciĆ³n del poder, especialmente en el plano militar. El franquismo nunca fue un pretorianismo. Franco habĆa percibido, durante la dictadura de Primo de Rivera, los riesgos de aparecer, siquiera transitoriamente, como primus inter pares sometido a una oposiciĆ³n corporativa de quienes habĆan participado de la Victoria; el vencedor era solo Ć©l, y el ejĆ©rcito, ciertamente “la columna vertebral del rĆ©gimen”, debĆa estar sometido sin reserva alguna a sus Ć³rdenes. Para garantizarlo, conservĆ³ y aun aumentĆ³ la pluralidad de centros de decisiĆ³n: tres ministerios, ocho capitanĆas generales, un jefe operativo de Estado Mayor. Fue una fragmentaciĆ³n que habĆa de resultar decisiva cuando el rey Juan Carlos quedĆ³ al frente del entramado y hubo de resolver la intentona del 23f. Como el mismo monarca me relatĆ³ en julio de 1988, no faltaba voluntad insurreccional entre los principales mandos militares, sino acuerdo entre ellos. ResultĆ³ significativo que la pieza clave del levantamiento no perteneciera al vĆ©rtice de la jerarquĆa, desempeƱando el puesto secundario que le proporcionara el rey. Su legitimidad como golpista dependĆa de la proximidad a Juan Carlos. La frase pronunciada por Franco al ser asesinado Carrero, “no hay mal que por bien no venga”, adquiriĆ³ asĆ pleno sentido.
Otro tanto cabe decir de la absoluta personalizaciĆ³n del poder en el plano polĆtico. A partir del estudio del sistema franquista, Juan J. Linz elaborĆ³ para el mismo la categorĆa de “rĆ©gimen autoritario”. Lo curioso es que la conceptualizaciĆ³n forjada por Linz resulta vĆ”lida, y sin embargo encaja mal con el franquismo, justamente por la excepcionalidad de la posiciĆ³n del dictador. El rĆ©gimen autoritario supone la existencia de un subsistema polĆtico de un pluralismo limitado, bajo el lĆder, susceptible de incorporar de modo activo distintas corrientes polĆticas y, llegado el caso, sentar los supuestos para el reemplazo del jefe supremo. El modelo del pri mexicano habĆa de proporcionar el mejor ejemplo, y por ello los jĆ³venes posfranquistas de los aƱos setenta acudieron allĆ para aprender, y de modo mĆ”s consistente Fraga Iribarne propugnĆ³ esa transiciĆ³n limitada aƱos antes. Solo que si Franco estaba siempre listo para aplastar a la oposiciĆ³n democrĆ”tica, su concepto del mando le vetaba toda concesiĆ³n al pluralismo. Las “familias del rĆ©gimen” tuvieron un valor sociolĆ³gico, pero Franco las considerĆ³ solo un vivero para elegir colaboradores segĆŗn su propia voluntad. El ascenso a su lado de Carrero Blanco fue precisamente posible porque el almirante disimulĆ³ en todo momento su ansia de poder. El suyo constituyĆ³ el intento mĆ”s logrado de poner en marcha una continuidad, a la sombra de un Juan Carlos forzosamente encadenado al franquismo. “Sin la muerte de Carrero, no estarĆamos aquĆ”, explicĆ³ el monarca en la reuniĆ³n citada de julio de 1988, ante las apelaciones de su interlocutor, NicolĆ”s Sartorius, a la inexorabilidad del cambio histĆ³rico. Los jĆ³venes posfranquistas, con Adolfo SuĆ”rez a la cabeza, y con el inteligente asesoramiento de Torcuato FernĆ”ndez Miranda, tuvieron que arriesgarse al salto sin red, instaurando un rĆ©gimen democrĆ”tico para mantenerse en el poder.
Otro mal que en definitiva tuvo consecuencias positivas fue la debilidad de una oposiciĆ³n democrĆ”tica y obrera que desde muy pronto percibiĆ³ que el cambio de rĆ©gimen tenĆa como precondiciĆ³n una voluntad de entendimiento entre socialistas y demĆ³cratas de varia procedencia, catalanistas y nacionalistas vascos. El pce era de hecho realmente visible, y mĆ”s aĆŗn gracias a su enlace con Comisiones Obreras, protagonistas de unas luchas reivindicativas que en los Ćŗltimos diez aƱos mejoraron sustancialmente el nivel de vida de los trabajadores. Desde 1956 habĆan dado el patrĆ³n para una acciĆ³n coordinada contra el rĆ©gimen con la consigna de “reconciliaciĆ³n nacional”, que seguirĆan aplicando hasta los aƱos ochenta. En su contra, el pasado de la Guerra Civil contaba mucho, y el rechazo se veĆa fortalecido por la permanente presiĆ³n anticomunista del rĆ©gimen y por un entorno internacional, capitaneado por Washington, poco dispuesto a admitir la repeticiĆ³n del modelo italiano de protagonismo del pci. AsĆ que participĆ³ en la carrera democrĆ”tica, si bien en inferioridad desde la salida y bajo la impresiĆ³n de que un fuerte pce serĆa un autĆ©ntico peligro de muerte para la transiciĆ³n. Por aƱadidura, como en 1812, 1868 y 1931, con la libertad llegĆ³ la crisis econĆ³mica. El pce y Comisiones Obreras supieron sacrificarse al asumir las restricciones econĆ³micas impuestas en los Pactos de la Moncloa: la democracia fue salvada, al precio, sobre todo para el partido, de ver cĆ³mo desaparecĆa su condiciĆ³n anunciada de vanguardia de las reformas sociales. Su puesto fue ocupado por un psoe sumamente dĆ©bil al principio. Con Felipe GonzĆ”lez a su cabeza, los nuevos grupos de dirigentes renovaron el partido, apoyĆ”ndose mĆ”s sobre unas siglas y una imagen favorable de la socialdemocracia en Europa que sobre una presencia limitada a Vizcaya y Asturias. Fue este un fenĆ³meno compartido por otros grupos de oposiciĆ³n, cuyas direcciones histĆ³ricas, a cuarenta aƱos de la Guerra Civil, avalaron la legitimidad de la nueva democracia, sin interferir en la renovaciĆ³n. La excepciĆ³n correspondiĆ³ al pce, con una carga excesiva de veteranos, empezando por Pasionaria y el propio Carrillo, que produjo una obsolescencia polĆtica de los cuadros dirigentes, muchos de los cuales volvĆan con cuatro dĆ©cadas de atraso ideolĆ³gico a sus espaldas. AsĆ paradĆ³jicamente la debilidad de fondo comunista favoreciĆ³ un equilibrio de hecho, difĆcilmente esperable dada la primacĆa del pce en la etapa precedente, cuando este era en el lenguaje usual simplemente “el Partido”.
Una difĆcil construcciĆ³n
La voluntad de entendimiento y la conciencia de fragilidad fueron dos de los pilares sobre los cuales se levantĆ³ el rĆ©gimen democrĆ”tico. A modo de soporte, la economĆa habĆa sido un factor decisivo a la hora de ampliar la base social del cambio, a partir de una conciencia generalizada de los beneficios aportados por la progresiva integraciĆ³n econĆ³mica en Europa. Los principales capitalistas no eran particularmente adictos a la democracia y temĆan que como en Portugal el fin de la dictadura abriese la puerta a fuertes presiones obreras, pero al mismo tiempo percibĆan que sin democracia el mercado europeo se hallaba comprometido. La inversiĆ³n de la coyuntura en la segunda mitad de los setenta puso en peligro, sin embargo, la cohesiĆ³n social alcanzada, y la amenaza solo se superĆ³ con un alto coste –en especial para el pce y Comisiones Obreras– mediante los Pactos de la Moncloa. Los trabajadores aceptaron una drĆ”stica regulaciĆ³n de salarios, gracias a la cual se controlĆ³ una inflaciĆ³n galopante, a cambio del reconocimiento de derechos sociales. Igualmente hubo grandes concesiones por parte democrĆ”tica en la Ley de AmnistĆa, que bloqueĆ³ todo castigo a los crĆmenes franquistas, a cambio de que se aplicara tambiĆ©n a presos demĆ³cratas y sindicalistas. La fuerza residual del pasado rĆ©gimen, centrada en el ejĆ©rcito, hacĆa de esa concesiĆ³n una exigencia para evitar la puesta en marcha de un golpe de Estado. Y sobre todo contĆ³ la elaboraciĆ³n colectiva de una ConstituciĆ³n, cuyas insuficiencias y puntos ambiguos, como el tĆtulo VIII sobre la organizaciĆ³n del Estado y el papel del ejĆ©rcito, o la distinciĆ³n entre una naciĆ³n, la espaƱola, y las nacionalidades, se debĆan a las presiones contrapuestas de la opiniĆ³n militar y de las organizaciones nacionalistas, sin que hasta el momento hayan influido en los factores de disconformidad que han ido surgiendo respecto de la Ley fundamental. La disposiciĆ³n adicional primera sobre el reconocimiento a los territorios forales histĆ³ricos, sin quebrar la primacĆa de la ConstituciĆ³n, fue el mejor ejemplo de un espĆritu de compromiso vinculado al rigor normativo, aun cuando lĆ³gicamente disgustara a los nacionalistas vascos. La soluciĆ³n permitiĆ³ un encaje transitorio de los nacionalismos vasco y catalĆ”n en el orden constitucional, no exento de perturbaciones que llegan hasta el presente.
A pesar de todo, la fragilidad estaba ahĆ. El avance sustancial de los niveles salariales y de consumo logrados en el tardofranquismo se vio transitoriamente anulado, la democracia no trajo consigo el fin de eta, y tampoco de las violaciones recurrentes de derechos humanos por la policĆa y la Guardia Civil. AdemĆ”s el terrorismo vasco contribuĆa a la radicalizaciĆ³n de la mentalidad anticonstitucional en amplios sectores del ejĆ©rcito. Estaba en proceso de disgregaciĆ³n ucd, el partido de Adolfo SuĆ”rez, que habĆa servido de puente entre el franquismo reformista y el orden constitucional, destacados intelectuales hablaban de “desencanto”, e incluso el Rey se hacĆa eco del malestar y de la oposiciĆ³n militar a SuĆ”rez. “He dado una patada a la Corona, estĆ” en el aire y ya veremos dĆ³nde cae”, dijo Juan Carlos en la noche del 23f a su hijo, el entonces prĆncipe de Asturias. La polĆ©mica sigue sobre su comportamiento, y en especial sobre sus relaciones con el general Armada, pero lo cierto es que a fin de cuentas el Rey detuvo el golpe y la masiva respuesta en la calle de los espaƱoles sirviĆ³ de plataforma a una consolidaciĆ³n democrĆ”tica, culminada en la gran victoria electoral del psoe, el 27 de octubre de 1982. La entrada en un periodo de normalizaciĆ³n ha hecho olvidar, sin embargo, el papel decisivo que desempeĆ±Ć³ entonces el ministro de Defensa, NarcĆs Serra, quien puso en marcha discreta y eficazmente los cambios orgĆ”nicos y tĆ©cnicos que hicieron del espaƱol un ejĆ©rcito mĆ”s de la otan, y no un vivero de golpistas nostĆ”lgicos.
Los cuatro firmantes que ante las elecciones de 1982 siguen al Nobel Vicente Aleixandre en el manifiesto “Por el cambio cultural” en apoyo del psoe habĆan sido franquistas: Antonio Tovar, LaĆn Entralgo, Ruiz GimĆ©nez, Aranguren. Fue un zigzag que afectĆ³ a muchas trayectorias. En el plano cultural, el franquismo estaba agotado desde los movimientos universitarios de 1956, lo cual no significa que la intelligentsia encontrase un lugar satisfactorio ante las exigencias de cambio. SeƱas de identidad de Juan Goytisolo habĆa sido el emblema de ese momento de insatisfacciĆ³n. La adhesiĆ³n al cambio polĆtico era inevitable, pero no dejĆ³ de experimentar desajustes por la distancia entre los sueƱos y la realidad; de ahĆ la epidemia transitoria del desencanto. Se reprodujo ademĆ”s un fenĆ³meno ya presente en la primera mitad del siglo, y que habĆa dado lugar al protagonismo y a la exaltaciĆ³n de Ortega: la pobreza del lenguaje polĆtico llevĆ³ a primera fila a los intelectuales, que cubrieron ese vacĆo. El papel desempeƱado por El PaĆs y por Fernando Savater responde a esa situaciĆ³n. A pesar de todo, la libertad produjo sus frutos, tanto en la creaciĆ³n literaria como en el ensayo y en la producciĆ³n cinematogrĆ”fica. La carga acumulada desde los aƱos sesenta, en autores y en temas, dio lugar a ese desarrollo. Y al igual que en la polĆtica, con el regreso de figuras destacadas de los aƱos treinta (Tarradellas, Irujo, Pasionaria), la vuelta de escritores de la RepĆŗblica (Alberti, Sender, Ayala) sirviĆ³ de puente para considerar el erial franquista un simple parĆ©ntesis, marcado ademĆ”s por la infamia del asesinato de GarcĆa Lorca. No faltaron adaptaciones menos fĆ”ciles. La censura franquista habĆa impuesto un complejo de restricciones a la expresiĆ³n cultural, las cuales a su vez hicieron nacer un lenguaje de adecuaciĆ³n, cuya virtualidad desapareciĆ³ con la libertad: obras como El tragaluz de Buero Vallejo o La prima AngĆ©lica de Carlos Saura quedaron ancladas en el tiempo anterior a la muerte de Franco.
En los espacios exteriores a la alta cultura, el fin del franquismo registrĆ³ un grado mucho mayor de eco popular, si bien en algunas de sus manifestaciones fuera el simple reflejo de las frustraciones acumuladas. Tras cuatro dĆ©cadas de censura eclesiĆ”stica, los hombres espaƱoles tenĆan autĆ©ntica ansia de ver mujeres desnudas, y al mismo tiempo de reivindicar una virilidad enfrentada con el reto de la apertura moral y del impacto turĆstico. El “destape” y el “landismo” fueron la expresiĆ³n del ajuste de la mentalidad machista tradicional al cambio. Pero las tensiones acumuladas propiciaron tambiĆ©n un autĆ©ntico estallido, con la apariciĆ³n de una contramoral no exenta de rasgos conservadores bajo la superficie. La forma, sin embargo, fue estridente. En el concurso pornogrĆ”fico de la primera pelĆcula de AlmodĆ³var, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montĆ³n, a la reivindicaciĆ³n democrĆ”tica de “elecciones generales” se opone la alternativa de “erecciones generales”. La movida madrileƱa fue la expresiĆ³n mĆ”s vibrante de esa ruptura en definitiva controlada. Como en los argumentos de AlmodĆ³var, la suma de provocaciones a la moral tradicional no impedĆa la inevitable restauraciĆ³n final del orden.
Un reajuste similar fue alcanzado, incluso tras la incidencia de una depresiĆ³n econĆ³mica transitoria en los noventa, y a pesar de la presencia del terrorismo de eta, con las sucesivas perturbaciones en la trayectoria ascendente que corresponde a los gobiernos de Felipe GonzĆ”lez y de JosĆ© MarĆa Aznar. El tema de la otan se resolviĆ³ segĆŗn un procedimiento estrictamente democrĆ”tico y las cuatro huelgas generales soportadas por el gobierno socialista fueron ante todo la prueba de que la democracia presidĆa asimismo las relaciones de trabajo. El Ćŗnico obstĆ”culo al avance de la modernizaciĆ³n general llegĆ³ del terrorismo de Estado, sirviĆ©ndose de los malos usos de la policĆa “social” y de la Guardia Civil bajo el franquismo, y que con la sucesiĆ³n de crĆmenes de los gal contra eta comprometiĆ³ seriamente al Estado de derecho. Dio lugar ademĆ”s a un proceso de degradaciĆ³n moral, justificando los crĆmenes por razĆ³n de Estado, que alcanzĆ³ a demĆ³cratas por encima de toda sospecha. El descubrimiento de la trama y su fracaso tĆ©cnico acabaron por fortuna con el episodio. Lo que venĆa tambiĆ©n del pasado, y que no solo permaneciĆ³ como rasgo indeleble de la polĆtica espaƱola en su relaciĆ³n con la economĆa, fue la corrupciĆ³n.
EpĆlogo. De Pangloss a Casandra
Los atentados del 11 de marzo de 2004 pusieron a prueba tanto la capacidad de la sociedad espaƱola para asumir serenamente el dolor, como la escasa preparaciĆ³n de las Ć©lites para entender y explicar el terrorismo islĆ”mico. De Juan Goytisolo al nuevo jefe de gobierno, JosĆ© Luis RodrĆguez Zapatero, se sucedieron los eximentes y los llamamientos a no asociar lo ocurrido con el yihadismo. “Pueden arder las mezquitas”, me decĆa el responsable de opiniĆ³n en un conocido diario. MĆ”s bien ardiĆ³ la fama del expresidente Aznar, por la insistencia en cargar a eta con la culpa y por la polĆtica exterior al lado de Bush. De nuevo hubo suerte en lo esencial: los expertos en informaciĆ³n y una policĆa especializada impidieron desde entonces nuevos golpes yihadistas.
El boom econĆ³mico parecĆa imparable, sin percibir casi nadie que la burbuja del ladrillo recordaba a escala reducida la dinĆ”mica de la crisis del 29. De momento Zapatero acertaba al recoger el mensaje social de la modernizaciĆ³n, y las leyes sobre el aborto y el matrimonio homosexual, desbordando a otras socialdemocracias europeas, generaron un halo de entusiasmo en torno a su figura: el “¡Viva Zapatero!” difundido en Italia. Solo que en los problemas graves sus decisiones debĆan mĆ”s a la confianza en sĆ mismo que al anĆ”lisis, con el riesgo de producir solo fuegos artificiales, caso de la Alianza de Civilizaciones, o problemas polĆticos insolubles, caso de la negociaciĆ³n con eta, zanjada finalmente por la intransigencia de la propia direcciĆ³n etarra. La eficacia policial y la colaboraciĆ³n con Francia resolvieron entonces el problema al margen de las iniciativas arbitristas del presidente.
Sobre todo Zapatero se dejĆ³ llevar por el optimismo de un cuento de la lechera, segĆŗn el cual, a estas alturas, el pib espaƱol habrĆa superado el de paĆses como Alemania y Francia. Por eso tuvo que prohibir en 2008 al partido y a medios afines incluso pronunciar la palabra maldita: crisis. En el debate electoral de ese aƱo, el ministro Solbes dio una lecciĆ³n de eficacia propagandĆstica y de encubrimiento de la realidad. Tampoco las crĆticas del pp ayudaron mucho, porque en definitiva los suyos participaban del boom del ladrillo y de la corrupciĆ³n, la cual –como probĆ³ un artĆculo magistral publicado en esta revista, “Esto funciona asĆ” de Fernando JimĆ©nez y Vicente Carbona– envolviĆ³ a los dos partidos en los niveles autonĆ³mico y local. Y al pp en su centro de poder, sin que debamos olvidar los ere. El descenso a los infiernos resultĆ³ inevitable, con los indignados como portavoces de una justificada repulsa al vigente modo de hacer polĆtica, si bien una vez mĆ”s la sociedad espaƱola, en medio de un haz de crisis –econĆ³mica, polĆtica, territorial–, parece dispuesta a remontar. Entramos, no obstante, en el terreno de las profecĆas. ~
Antonio Elorza es ensayista, historiador y catedrĆ”tico de Ciencia PolĆtica de la Universidad Complutense de Madrid. Su libro mĆ”s reciente es 'Un juego de tronos castizo. Godoy y NapoleĆ³n: una agĆ³nica lucha por el poder' (Alianza Editorial, 2023).