IlustraciĆ³n: RaĆŗl Arias

EspaƱa (una historia inacabada)

La ConstituciĆ³n de 1978 ha posibilitado un periodo de prosperidad y libertad inĆ©dito en la historia de EspaƱa. Esta es la crĆ³nica de una transformaciĆ³n.
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No hay mal que por bien no venga

Suele afirmarse que la transiciĆ³n espaƱola surgiĆ³ del encuentro de dos debilidades: la de la izquierda, y en particular la del Partido Comunista, incapaz de cumplir el sueƱo de la huelga nacional pacĆ­fica que acabarĆ­a con la dictadura, y la del propio rĆ©gimen, incapaz de encontrar una fĆ³rmula viable de continuidad a la muerte del Caudillo. El fiel entre los fieles, Carrero Blanco, lo anunciĆ³ muy pronto: “El Ćŗnico problema de Su Excelencia es que no es inmortal.” Al igual que sucediera en otros caudillismos, a excepciĆ³n del cubano por la presencia de RaĆŗl, su existencia se encontrĆ³ ligada a la vida del tirano.

Favorecida por el marco mundial de la Guerra FrĆ­a, donde Franco asumiĆ³ el papel de “centinela de Occidente”, la prolongada supervivencia del rĆ©gimen tuvo tambiĆ©n mucho que ver con la despiadada represiĆ³n que se extendiĆ³ desde el 17 de julio de 1936 hasta los aƱos cincuenta. Ya en sus aƱos de jefe de la LegiĆ³n, Franco habĆ­a establecido un cĆ³digo de comportamiento perfectamente legible por los espaƱoles: no le importaban las muertes que fueran precisas con tal de imponer su mando. Como dirĆ­a al tĆ©rmino de la Segunda Guerra Mundial de los opositores republicanos, estaba dispuesto a “clavarles los dientes hasta el alma”. El mejor ejemplo llegĆ³ a Ćŗltima hora, cuando al ordenar en Consejo de Ministros los fusilamientos de septiembre de 1975, pronunciĆ³ el “¡Quiero un vasco mĆ”s!” Un solo ejecutado de eta y tres terroristas de extrema izquierda no servĆ­an para la ejemplaridad buscada. Dos etarras fusilados sĆ­ respondĆ­an en cambio a la imagen de una represiĆ³n brutal y selectiva. A su servicio, una policĆ­a tĆ©cnicamente anticuada, pero dispuesta a actuar con mĆ©todos nazis, mĆ”s el bastiĆ³n seguro del ejĆ©rcito, bastaron para anular las expectativas de los pequeƱos grupos democrĆ”ticos o de la movilizaciĆ³n de masas anunciada por el pce.

HabĆ­a, no obstante, un rasgo caracterĆ­stico de la actuaciĆ³n polĆ­tica de Franco que resultĆ³ beneficioso para la transiciĆ³n democrĆ”tica: la personalizaciĆ³n del poder, especialmente en el plano militar. El franquismo nunca fue un pretorianismo. Franco habĆ­a percibido, durante la dictadura de Primo de Rivera, los riesgos de aparecer, siquiera transitoriamente, como primus inter pares sometido a una oposiciĆ³n corporativa de quienes habĆ­an participado de la Victoria; el vencedor era solo Ć©l, y el ejĆ©rcito, ciertamente “la columna vertebral del rĆ©gimen”, debĆ­a estar sometido sin reserva alguna a sus Ć³rdenes. Para garantizarlo, conservĆ³ y aun aumentĆ³ la pluralidad de centros de decisiĆ³n: tres ministerios, ocho capitanĆ­as generales, un jefe operativo de Estado Mayor. Fue una fragmentaciĆ³n que habĆ­a de resultar decisiva cuando el rey Juan Carlos quedĆ³ al frente del entramado y hubo de resolver la intentona del 23f. Como el mismo monarca me relatĆ³ en julio de 1988, no faltaba voluntad insurreccional entre los principales mandos militares, sino acuerdo entre ellos. ResultĆ³ significativo que la pieza clave del levantamiento no perteneciera al vĆ©rtice de la jerarquĆ­a, desempeƱando el puesto secundario que le proporcionara el rey. Su legitimidad como golpista dependĆ­a de la proximidad a Juan Carlos. La frase pronunciada por Franco al ser asesinado Carrero, “no hay mal que por bien no venga”, adquiriĆ³ asĆ­ pleno sentido.

Otro tanto cabe decir de la absoluta personalizaciĆ³n del poder en el plano polĆ­tico. A partir del estudio del sistema franquista, Juan J. Linz elaborĆ³ para el mismo la categorĆ­a de “rĆ©gimen autoritario”. Lo curioso es que la conceptualizaciĆ³n forjada por Linz resulta vĆ”lida, y sin embargo encaja mal con el franquismo, justamente por la excepcionalidad de la posiciĆ³n del dictador. El rĆ©gimen autoritario supone la existencia de un subsistema polĆ­tico de un pluralismo limitado, bajo el lĆ­der, susceptible de incorporar de modo activo distintas corrientes polĆ­ticas y, llegado el caso, sentar los supuestos para el reemplazo del jefe supremo. El modelo del pri mexicano habĆ­a de proporcionar el mejor ejemplo, y por ello los jĆ³venes posfranquistas de los aƱos setenta acudieron allĆ­ para aprender, y de modo mĆ”s consistente Fraga Iribarne propugnĆ³ esa transiciĆ³n limitada aƱos antes. Solo que si Franco estaba siempre listo para aplastar a la oposiciĆ³n democrĆ”tica, su concepto del mando le vetaba toda concesiĆ³n al pluralismo. Las “familias del rĆ©gimen” tuvieron un valor sociolĆ³gico, pero Franco las considerĆ³ solo un vivero para elegir colaboradores segĆŗn su propia voluntad. El ascenso a su lado de Carrero Blanco fue precisamente posible porque el almirante disimulĆ³ en todo momento su ansia de poder. El suyo constituyĆ³ el intento mĆ”s logrado de poner en marcha una continuidad, a la sombra de un Juan Carlos forzosamente encadenado al franquismo. “Sin la muerte de Carrero, no estarĆ­amos aquĆ­”, explicĆ³ el monarca en la reuniĆ³n citada de julio de 1988, ante las apelaciones de su interlocutor, NicolĆ”s Sartorius, a la inexorabilidad del cambio histĆ³rico. Los jĆ³venes posfranquistas, con Adolfo SuĆ”rez a la cabeza, y con el inteligente asesoramiento de Torcuato FernĆ”ndez Miranda, tuvieron que arriesgarse al salto sin red, instaurando un rĆ©gimen democrĆ”tico para mantenerse en el poder.

Otro mal que en definitiva tuvo consecuencias positivas fue la debilidad de una oposiciĆ³n democrĆ”tica y obrera que desde muy pronto percibiĆ³ que el cambio de rĆ©gimen tenĆ­a como precondiciĆ³n una voluntad de entendimiento entre socialistas y demĆ³cratas de varia procedencia, catalanistas y nacionalistas vascos. El pce era de hecho realmente visible, y mĆ”s aĆŗn gracias a su enlace con Comisiones Obreras, protagonistas de unas luchas reivindicativas que en los Ćŗltimos diez aƱos mejoraron sustancialmente el nivel de vida de los trabajadores. Desde 1956 habĆ­an dado el patrĆ³n para una acciĆ³n coordinada contra el rĆ©gimen con la consigna de “reconciliaciĆ³n nacional”, que seguirĆ­an aplicando hasta los aƱos ochenta. En su contra, el pasado de la Guerra Civil contaba mucho, y el rechazo se veĆ­a fortalecido por la permanente presiĆ³n anticomunista del rĆ©gimen y por un entorno internacional, capitaneado por Washington, poco dispuesto a admitir la repeticiĆ³n del modelo italiano de protagonismo del pci. AsĆ­ que participĆ³ en la carrera democrĆ”tica, si bien en inferioridad desde la salida y bajo la impresiĆ³n de que un fuerte pce serĆ­a un autĆ©ntico peligro de muerte para la transiciĆ³n. Por aƱadidura, como en 1812, 1868 y 1931, con la libertad llegĆ³ la crisis econĆ³mica. El pce y Comisiones Obreras supieron sacrificarse al asumir las restricciones econĆ³micas impuestas en los Pactos de la Moncloa: la democracia fue salvada, al precio, sobre todo para el partido, de ver cĆ³mo desaparecĆ­a su condiciĆ³n anunciada de vanguardia de las reformas sociales. Su puesto fue ocupado por un psoe sumamente dĆ©bil al principio. Con Felipe GonzĆ”lez a su cabeza, los nuevos grupos de dirigentes renovaron el partido, apoyĆ”ndose mĆ”s sobre unas siglas y una imagen favorable de la socialdemocracia en Europa que sobre una presencia limitada a Vizcaya y Asturias. Fue este un fenĆ³meno compartido por otros grupos de oposiciĆ³n, cuyas direcciones histĆ³ricas, a cuarenta aƱos de la Guerra Civil, avalaron la legitimidad de la nueva democracia, sin interferir en la renovaciĆ³n. La excepciĆ³n correspondiĆ³ al pce, con una carga excesiva de veteranos, empezando por Pasionaria y el propio Carrillo, que produjo una obsolescencia polĆ­tica de los cuadros dirigentes, muchos de los cuales volvĆ­an con cuatro dĆ©cadas de atraso ideolĆ³gico a sus espaldas. AsĆ­ paradĆ³jicamente la debilidad de fondo comunista favoreciĆ³ un equilibrio de hecho, difĆ­cilmente esperable dada la primacĆ­a del pce en la etapa precedente, cuando este era en el lenguaje usual simplemente “el Partido”.

 

Una difĆ­cil construcciĆ³n

La voluntad de entendimiento y la conciencia de fragilidad fueron dos de los pilares sobre los cuales se levantĆ³ el rĆ©gimen democrĆ”tico. A modo de soporte, la economĆ­a habĆ­a sido un factor decisivo a la hora de ampliar la base social del cambio, a partir de una conciencia generalizada de los beneficios aportados por la progresiva integraciĆ³n econĆ³mica en Europa. Los principales capitalistas no eran particularmente adictos a la democracia y temĆ­an que como en Portugal el fin de la dictadura abriese la puerta a fuertes presiones obreras, pero al mismo tiempo percibĆ­an que sin democracia el mercado europeo se hallaba comprometido. La inversiĆ³n de la coyuntura en la segunda mitad de los setenta puso en peligro, sin embargo, la cohesiĆ³n social alcanzada, y la amenaza solo se superĆ³ con un alto coste –en especial para el pce y Comisiones Obreras– mediante los Pactos de la Moncloa. Los trabajadores aceptaron una drĆ”stica regulaciĆ³n de salarios, gracias a la cual se controlĆ³ una inflaciĆ³n galopante, a cambio del reconocimiento de derechos sociales. Igualmente hubo grandes concesiones por parte democrĆ”tica en la Ley de AmnistĆ­a, que bloqueĆ³ todo castigo a los crĆ­menes franquistas, a cambio de que se aplicara tambiĆ©n a presos demĆ³cratas y sindicalistas. La fuerza residual del pasado rĆ©gimen, centrada en el ejĆ©rcito, hacĆ­a de esa concesiĆ³n una exigencia para evitar la puesta en marcha de un golpe de Estado. Y sobre todo contĆ³ la elaboraciĆ³n colectiva de una ConstituciĆ³n, cuyas insuficiencias y puntos ambiguos, como el tĆ­tulo VIII sobre la organizaciĆ³n del Estado y el papel del ejĆ©rcito, o la distinciĆ³n entre una naciĆ³n, la espaƱola, y las nacionalidades, se debĆ­an a las presiones contrapuestas de la opiniĆ³n militar y de las organizaciones nacionalistas, sin que hasta el momento hayan influido en los factores de disconformidad que han ido surgiendo respecto de la Ley fundamental. La disposiciĆ³n adicional primera sobre el reconocimiento a los territorios forales histĆ³ricos, sin quebrar la primacĆ­a de la ConstituciĆ³n, fue el mejor ejemplo de un espĆ­ritu de compromiso vinculado al rigor normativo, aun cuando lĆ³gicamente disgustara a los nacionalistas vascos. La soluciĆ³n permitiĆ³ un encaje transitorio de los nacionalismos vasco y catalĆ”n en el orden constitucional, no exento de perturbaciones que llegan hasta el presente.

A pesar de todo, la fragilidad estaba ahĆ­. El avance sustancial de los niveles salariales y de consumo logrados en el tardofranquismo se vio transitoriamente anulado, la democracia no trajo consigo el fin de eta, y tampoco de las violaciones recurrentes de derechos humanos por la policĆ­a y la Guardia Civil. AdemĆ”s el terrorismo vasco contribuĆ­a a la radicalizaciĆ³n de la mentalidad anticonstitucional en amplios sectores del ejĆ©rcito. Estaba en proceso de disgregaciĆ³n ucd, el partido de Adolfo SuĆ”rez, que habĆ­a servido de puente entre el franquismo reformista y el orden constitucional, destacados intelectuales hablaban de “desencanto”, e incluso el Rey se hacĆ­a eco del malestar y de la oposiciĆ³n militar a SuĆ”rez. “He dado una patada a la Corona, estĆ” en el aire y ya veremos dĆ³nde cae”, dijo Juan Carlos en la noche del 23f a su hijo, el entonces prĆ­ncipe de Asturias. La polĆ©mica sigue sobre su comportamiento, y en especial sobre sus relaciones con el general Armada, pero lo cierto es que a fin de cuentas el Rey detuvo el golpe y la masiva respuesta en la calle de los espaƱoles sirviĆ³ de plataforma a una consolidaciĆ³n democrĆ”tica, culminada en la gran victoria electoral del psoe, el 27 de octubre de 1982. La entrada en un periodo de normalizaciĆ³n ha hecho olvidar, sin embargo, el papel decisivo que desempeĆ±Ć³ entonces el ministro de Defensa, NarcĆ­s Serra, quien puso en marcha discreta y eficazmente los cambios orgĆ”nicos y tĆ©cnicos que hicieron del espaƱol un ejĆ©rcito mĆ”s de la otan, y no un vivero de golpistas nostĆ”lgicos.

Los cuatro firmantes que ante las elecciones de 1982 siguen al Nobel Vicente Aleixandre en el manifiesto “Por el cambio cultural” en apoyo del psoe habĆ­an sido franquistas: Antonio Tovar, LaĆ­n Entralgo, Ruiz GimĆ©nez, Aranguren. Fue un zigzag que afectĆ³ a muchas trayectorias. En el plano cultural, el franquismo estaba agotado desde los movimientos universitarios de 1956, lo cual no significa que la intelligentsia encontrase un lugar satisfactorio ante las exigencias de cambio. SeƱas de identidad de Juan Goytisolo habĆ­a sido el emblema de ese momento de insatisfacciĆ³n. La adhesiĆ³n al cambio polĆ­tico era inevitable, pero no dejĆ³ de experimentar desajustes por la distancia entre los sueƱos y la realidad; de ahĆ­ la epidemia transitoria del desencanto. Se reprodujo ademĆ”s un fenĆ³meno ya presente en la primera mitad del siglo, y que habĆ­a dado lugar al protagonismo y a la exaltaciĆ³n de Ortega: la pobreza del lenguaje polĆ­tico llevĆ³ a primera fila a los intelectuales, que cubrieron ese vacĆ­o. El papel desempeƱado por El PaĆ­s y por Fernando Savater responde a esa situaciĆ³n. A pesar de todo, la libertad produjo sus frutos, tanto en la creaciĆ³n literaria como en el ensayo y en la producciĆ³n cinematogrĆ”fica. La carga acumulada desde los aƱos sesenta, en autores y en temas, dio lugar a ese desarrollo. Y al igual que en la polĆ­tica, con el regreso de figuras destacadas de los aƱos treinta (Tarradellas, Irujo, Pasionaria), la vuelta de escritores de la RepĆŗblica (Alberti, Sender, Ayala) sirviĆ³ de puente para considerar el erial franquista un simple parĆ©ntesis, marcado ademĆ”s por la infamia del asesinato de GarcĆ­a Lorca. No faltaron adaptaciones menos fĆ”ciles. La censura franquista habĆ­a impuesto un complejo de restricciones a la expresiĆ³n cultural, las cuales a su vez hicieron nacer un lenguaje de adecuaciĆ³n, cuya virtualidad desapareciĆ³ con la libertad: obras como El tragaluz de Buero Vallejo o La prima AngĆ©lica de Carlos Saura quedaron ancladas en el tiempo anterior a la muerte de Franco.

En los espacios exteriores a la alta cultura, el fin del franquismo registrĆ³ un grado mucho mayor de eco popular, si bien en algunas de sus manifestaciones fuera el simple reflejo de las frustraciones acumuladas. Tras cuatro dĆ©cadas de censura eclesiĆ”stica, los hombres espaƱoles tenĆ­an autĆ©ntica ansia de ver mujeres desnudas, y al mismo tiempo de reivindicar una virilidad enfrentada con el reto de la apertura moral y del impacto turĆ­stico. El “destape” y el “landismo” fueron la expresiĆ³n del ajuste de la mentalidad machista tradicional al cambio. Pero las tensiones acumuladas propiciaron tambiĆ©n un autĆ©ntico estallido, con la apariciĆ³n de una contramoral no exenta de rasgos conservadores bajo la superficie. La forma, sin embargo, fue estridente. En el concurso pornogrĆ”fico de la primera pelĆ­cula de AlmodĆ³var, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montĆ³n, a la reivindicaciĆ³n democrĆ”tica de “elecciones generales” se opone la alternativa de “erecciones generales”. La movida madrileƱa fue la expresiĆ³n mĆ”s vibrante de esa ruptura en definitiva controlada. Como en los argumentos de AlmodĆ³var, la suma de provocaciones a la moral tradicional no impedĆ­a la inevitable restauraciĆ³n final del orden.

Un reajuste similar fue alcanzado, incluso tras la incidencia de una depresiĆ³n econĆ³mica transitoria en los noventa, y a pesar de la presencia del terrorismo de eta, con las sucesivas perturbaciones en la trayectoria ascendente que corresponde a los gobiernos de Felipe GonzĆ”lez y de JosĆ© MarĆ­a Aznar. El tema de la otan se resolviĆ³ segĆŗn un procedimiento estrictamente democrĆ”tico y las cuatro huelgas generales soportadas por el gobierno socialista fueron ante todo la prueba de que la democracia presidĆ­a asimismo las relaciones de trabajo. El Ćŗnico obstĆ”culo al avance de la modernizaciĆ³n general llegĆ³ del terrorismo de Estado, sirviĆ©ndose de los malos usos de la policĆ­a “social” y de la Guardia Civil bajo el franquismo, y que con la sucesiĆ³n de crĆ­menes de los gal contra eta comprometiĆ³ seriamente al Estado de derecho. Dio lugar ademĆ”s a un proceso de degradaciĆ³n moral, justificando los crĆ­menes por razĆ³n de Estado, que alcanzĆ³ a demĆ³cratas por encima de toda sospecha. El descubrimiento de la trama y su fracaso tĆ©cnico acabaron por fortuna con el episodio. Lo que venĆ­a tambiĆ©n del pasado, y que no solo permaneciĆ³ como rasgo indeleble de la polĆ­tica espaƱola en su relaciĆ³n con la economĆ­a, fue la corrupciĆ³n.

EpĆ­logo. De Pangloss a Casandra

Los atentados del 11 de marzo de 2004 pusieron a prueba tanto la capacidad de la sociedad espaƱola para asumir serenamente el dolor, como la escasa preparaciĆ³n de las Ć©lites para entender y explicar el terrorismo islĆ”mico. De Juan Goytisolo al nuevo jefe de gobierno, JosĆ© Luis RodrĆ­guez Zapatero, se sucedieron los eximentes y los llamamientos a no asociar lo ocurrido con el yihadismo. “Pueden arder las mezquitas”, me decĆ­a el responsable de opiniĆ³n en un conocido diario. MĆ”s bien ardiĆ³ la fama del expresidente Aznar, por la insistencia en cargar a eta con la culpa y por la polĆ­tica exterior al lado de Bush. De nuevo hubo suerte en lo esencial: los expertos en informaciĆ³n y una policĆ­a especializada impidieron desde entonces nuevos golpes yihadistas.

El boom econĆ³mico parecĆ­a imparable, sin percibir casi nadie que la burbuja del ladrillo recordaba a escala reducida la dinĆ”mica de la crisis del 29. De momento Zapatero acertaba al recoger el mensaje social de la modernizaciĆ³n, y las leyes sobre el aborto y el matrimonio homosexual, desbordando a otras socialdemocracias europeas, generaron un halo de entusiasmo en torno a su figura: el “¡Viva Zapatero!” difundido en Italia. Solo que en los problemas graves sus decisiones debĆ­an mĆ”s a la confianza en sĆ­ mismo que al anĆ”lisis, con el riesgo de producir solo fuegos artificiales, caso de la Alianza de Civilizaciones, o problemas polĆ­ticos insolubles, caso de la negociaciĆ³n con eta, zanjada finalmente por la intransigencia de la propia direcciĆ³n etarra. La eficacia policial y la colaboraciĆ³n con Francia resolvieron entonces el problema al margen de las iniciativas arbitristas del presidente.

Sobre todo Zapatero se dejĆ³ llevar por el optimismo de un cuento de la lechera, segĆŗn el cual, a estas alturas, el pib espaƱol habrĆ­a superado el de paĆ­ses como Alemania y Francia. Por eso tuvo que prohibir en 2008 al partido y a medios afines incluso pronunciar la palabra maldita: crisis. En el debate electoral de ese aƱo, el ministro Solbes dio una lecciĆ³n de eficacia propagandĆ­stica y de encubrimiento de la realidad. Tampoco las crĆ­ticas del pp ayudaron mucho, porque en definitiva los suyos participaban del boom del ladrillo y de la corrupciĆ³n, la cual –como probĆ³ un artĆ­culo magistral publicado en esta revista, “Esto funciona asĆ­” de Fernando JimĆ©nez y Vicente Carbona– envolviĆ³ a los dos partidos en los niveles autonĆ³mico y local. Y al pp en su centro de poder, sin que debamos olvidar los ere. El descenso a los infiernos resultĆ³ inevitable, con los indignados como portavoces de una justificada repulsa al vigente modo de hacer polĆ­tica, si bien una vez mĆ”s la sociedad espaƱola, en medio de un haz de crisis –econĆ³mica, polĆ­tica, territorial–, parece dispuesta a remontar. Entramos, no obstante, en el terreno de las profecĆ­as. ~

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Antonio Elorza es ensayista, historiador y catedrĆ”tico de Ciencia PolĆ­tica de la Universidad Complutense de Madrid. Su libro mĆ”s reciente es 'Un juego de tronos castizo. Godoy y NapoleĆ³n: una agĆ³nica lucha por el poder' (Alianza Editorial, 2023).


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